Wanku, de María del Rosario Andrada es una mirada a los seres y las cosas que emparentan el espíritu andino con el universo.
En un volumen de composiciones breves e intensas, busca decodificar esa pertenencia de hombre y naturaleza, dualidad originaria que conmueve a la escritora y que esta representa en elementos míticos. Porque la poesía de Rosario Andrada se nutre de una visión cosmogónica y mítica.
La presencia de la conciencia mítica en la obra de un escritor indica cierta actitud ante la realidad. Este es el caso de Rosario, quien con Wanacu continúa una saga inserta en la mitología andina, iniciada en un camino ritual, cuyos indicios encontramos en libros anteriores de esta autora, como Tatuaron los pájaros y que se manifestó expresamente en Los cánticos de Otmerón que, como bien dice la autora, es el canto del dominado al dominador, del pueblo conquistado al conquistador. En uno de los poemas iniciales de este libro, en desgarrante imagen dice: “Un eclipse de sol paralizó la tierra,/ los yaguaretés agonizantes/ exhalaban el humo negro de la conquista”.
En este poemario Rosario juega con las invenciones y lugares, son inventos como ella misma reconoce, pero nada desmerece la mitología que se crea en torno al descubrimiento del nuevo mundo. Sobre Los cánticos de Otmerón, María Rosa Calás de Clark dice en Historia de las Letras en Catamarca: “Se trata de poemas que recuerdan la épica antigua, anterior a la virgiliana o la homérica, y más bien semejante a la de Lucano quien percibía con proporciones épicas la realidad histórica de los acontecimientos próximos”.
Luego en Los señores del Jaguar, que individualmente constituye una saga, es un poemario donde se narra la odisea del pueblo maya, sus vicisitudes, cómo eran los templos, quiénes eran y qué hacían los guerreros llamados Los Señores del Jagua. Y, una vez más, la invención de la autora presente en la creación de deidades americanas, como el niño dios de dos caras, símbolo de la tragedia que se avecina: la llegada de los conquistadores y el exterminio de todo un pueblo.
A Los Señores del Jaguar le sucede Huayrapuca, la madre del viento, que es un símbolo complejo de la mitología calchaquí. Según Adán Quiroga, Huayrapuca es un ser bicéfalo o tricéfalo, aparece como cabeza monstruosa de dragón en una extremidad del cuerpo y con cabeza de serpiente en la otra, o con cabezas de guanaco o renacuajo, suri o serpiente. Es una divinidad andrógina, es el mito supremo. Huayra= viento. Puca =polvillo colorado.
A este libro le sigue Suri patitas largas, donde Rosario, abiertamente, sin despojarse de su óptica cosmogónica da una mirada más terrenal del mundo en la relación del hombre con el universo. En los versos de este libro el aire transparenta los recuerdos y los va depositando uno a uno en las palabras. También aquí los elementos míticos atraviesan la esencia de los contenidos expresados, materializados en ese animalito que es el suri, que representa la Cruz del Sur.
Llegamos al libro que hoy nos ocupa, al que Rosario ha titulado Wanacu, así con W y terminación en u, escritura en aymara y quechua para guanaco, huanaco o huanacu.
Comencemos por el título para interpretar la simbología de esta obra.
El guanaco es, como sabemos, un animal de la familia de los camellos, común en la región andina de América del Sur. En nuestra provincia, Santiago del Estero y La Rioja, el huanaco se llamaba también talca, nombre que en Andalgalá se daba a la liebre.
Lafone Quevedo explica la etimología de la palabra. Huana: el que corrige y el menesteroso –Cu partícula de pluralidad. En sánscrito, “van” es radical de ofrecer, adorar, como lo es también de selva o bosque. Es curioso que en sánscrito la palabra “vanakú” exista como nombre de un animal que se supone una liebre o un ratón. Es decir, “aku”, ratón; “van”, del bosque.
El valor cosmogónico del ratón es conocido en América; igualmente lo es el uso mitológico del símbolo, huanaco.
Creo oportuno recordar la antigua costumbre de tener un animal que cargase con los pecados del mundo, misterio conocido en América. Este simbolismo resalta más cuando se tiene en cuenta que “huanac” en quichua, es hombre arrepentido, corregido, y “van” en sánscrito es también “agua”, lo que se relaciona con lustraciones, bautismo.
“Huanaco” es voz que da lugar a múltiples investigaciones, porque aunque no fuese más que ese depósito de agua que conserva en uno de los estómagos, sería suficiente para autorizar una etimología que explicase el tema así: “co”, agua; “huana”, para algún moribundo. Porque se sabe que más de alguno que perecía de sed en estos desiertos se ha salvado abriendo uno de estos animales y sacándoles la bolsa de agua con que la naturaleza los ha provisto.
Wanacu, este poemario de María del Rosario Andrada, se abre con una composición dedicada a ese querido amigo que fue Leonardo Martínez. En la estrofa final dice la autora; “Ese niño…/ es viento zonda en la altitud/ y lucero en tierra wanacu”. Desde el comienzo nos situamos en una región de vientos, en esa tierra Wanacu, donde sueñan los poetas que como Leonardo se han inspirado en ella para su obra trascendente. Es la sacralidad andina que se desparrama en Latinoamérica y que va delineando una forma de ser, una cultura. El mito es aquí la expresión humana que marca la emergencia de una dualidad: naturaleza y espíritu, simbolizado en ese noble animal que carga con los pecados del mundo y redime a los moribundos en el desierto. En ese animal, el guanaco, que se suma al bestiario que caracteriza a la obra de Rosario Andrada. Antes fueron el jaguar y el suri, incluyendo al yaguareté, la vicuña, los teros, los caballos, las serpientes, las iguanas.
El segundo poema titulado La lluvia caía sobre Cuzco, resume y abarca el contenido del libro todo, porque sitúa el espacio –Latinoamérica, Perú-; el tiempo: el clima, la lluvia- y en una poesía de pulso narrativo ubica los elementos que ambientan el recorrido del poemario.
Es de señalar en esta composición un pasaje muy significativo, donde se produce una transferencia, un desplazamiento del yo poético que se identifica con ese nacimiento animal contenido en el vientre de esa madre que no es otra que la tierra.
En este punto va fluyendo el tono nostálgico que envuelve a esta obra y muestra el sufrimiento de América inicial, su historia que subyace en cada elemento de la naturaleza, en los vientos, en las piedras, en sus altas montañas, en sus ríos.
Dentro del sentido que crea este poema, el tiempo real desaparece; se convierte en un tiempo donde el suceso recordado se repetirá como ausencia en el futuro. Su añoranza de hoy ocurrirá también mañana, y el tiempo real, cronológico se vacía de cambios. El ayer puntual queda suspendido en un tiempo eterno, el de quien añora. Aquí también se sienten esos Cien años de soledad de los que habló García Márquez.
Rosario Andrada va trazando un itinerario poético contraponiendo el horror y la ternura como cuando habla de “aldabas/ con cabezas de Cristo o gárgolas de serpientes enroscadas” y de “Callecitas angostas de balcones enfrentados” o cuando siente que “los frisos resguardados por los ángeles y querubines rodeando el infierno, está escondido el ojo de Dios purgando sus pecados”. Va alternando el caos con la salvación, la tragedia y la esperanza. La autora nos habla de figuras monstruosas, muy propias de su poética, pero al clima angustiante de estos pueblos sometidos le da un aire en el vuelo de los pájaros. Es lo que hace en el poema Vuelos de pájaros andinos o cuando habla del colibrí.
Hay una identificación y desplazamiento del espíritu que alienta Rosario a los elementos míticos que definen a nuestra América, a esa tierra Wanacu que se descubre cuando leemos este poemario.
En Wanacu la autora enfrenta el espacio real con el creado y sus diferentes versiones, y en éstas es absorbido el yo poético que toma la palabra, hasta el punto que éste es tomado por aquélla. Se produce aquí un movimiento doble. Genera espacios externos e internos de la palabra misma donde es posible observar la función mítico-ritual, inmersa en un paisaje envuelto en la sacralidad del espíritu andino que la sustenta.
De la palabra al hecho
La lluvia caía sobre Cuzco
Nos ocultamos
la lluvia caía sobre Cuzco
como nunca en esa estación del año
recalamos en un hostal
una indiecita morena
nos besó los labios
con hojas de coca
y nos abrigó en la noche
con cueros de vicuña.
Una llama parió en el fondo
el vientre
de mi madre se abría
mi cabeza era un colgajo
araña ensangrentada
Cuando la cría
cayó a tierra
la hembra sin fuerzas
mordió el cuello
resopló el hocico
la pequeña quedó
a la intemperie
fue entonces cuando un relámpago le secó los ojos.
Un huayno escapó por la ventana: “qué hermosos ojos,
qué bonito cuerpo
qué linda flor
te voy a querer
a mi linda tierra te voy a llevar.