Esa tarde de invierno de los 60, mientras el hombre, un egipcio de mediana edad, de impermeable viaja en el metro, escribe. El vagón caldeado huele a ropa húmeda, pero más a literatura. El hombre está concentrado, absorto en su libreta. No se da cuenta que a su lado viaja una chica argentina que lee a Rimbaud. Y que más allá un negro alto y flaco termina de olvidarse el saxo, mejor dicho, de perderlo, otro más, una vez más. Al negro lo acosan preguntas: “¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio?” Y le dirá a un amigo crítico de jazz: “Te juro que no había fumado. Sólo en el metro me puedo dar cuenta porque viajar en el metro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora, pero yo sé que hay otro y lo he estado pensando, pensando” Y también le dice a su amigo: “Si yo pudiera solamente vivir como en esos momentos o como cuando estoy tocando y también el tiempo cambia. Te das cuenta lo que podría pasar en un minuto y medio. Entonces un hombre, no solamente yo sino ésa y tú y todos los que podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir cien mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y pasado mañana”.

El hombre de impermeable cierra la libreta y se baja en la próxima estación. En la libreta está escribiendo un libro sin tiempo que será memorable, pero no para todo el mundo. Empieza: “Señala con una marca roja la primera página del libro, pues la herida es invisible en su comienzo”. Cuando llegue a su departamento, donde lo esperan la mujer, que trabaja en un laboratorio, y sus dos hijas estudiantes, cuando encuentre un momento de calma nocturna, pasará en limpio lo escrito en el subte. El tiempo del libro se le torna difícil, pero como es paciente, no lo atormenta durante el día perder horas como contable de una productora publicitaria: ya encontrará su tiempo en el metro. “Cada libro impone su método”, piensa. “Quizás cada uno de ellos no sea más que el reflejo de ese método. Por lo tanto es natural que “El libro de las preguntas” esté compuesto por rupturas, interrupciones”. Es que no cree que pudiera ser diferente de disponer libremente de su tiempo. De entrada, se le impuso de esta forma, como si hubiera una profunda ósmosis entre lo que es posible y lo que debe hacerse. No puede hacer otra cosa que escribir fragmentos cortos. Y le importa más lo que sugieren los blancos entre las palabras, el silencio.

Deja el subte, sube las escaleras, sale a la calle. En tanto, la chica, Alejandra Pizarnik, sigue leyendo su Rimbaud y el saxo olvidado por el negro queda ahí, perdido. El saxo pertenece a Johnny Carter, más conocido como el protagonista de uno de los mejores cuentos de Julio Cortázar.

Como dije, los subtes de París transportan literatura. Y también cine. La nouvelle vague no los dejará de lado. Puede ser que una de estas noches Georges Franjou filme ese corto de un chico enamorado que sigue una chica y queda atrapado en los túneles hasta la mañana siguiente. Pero no nos distraigamos y sigamos con ese hombre, el egipcio Edmond Jabés (1912- 1991). Sobre él habrán de escribir tanto Jacques Derrida como Maurice Blanchot, con quien cultivará una amistad larga, pero sin encontrarse nunca: sólo conversarán por teléfono. Entre otros, escribirá también un joven Paul Auster. Una referencia especial merece el artículo que escribirá sobre Jabés el recluído marxista cordobés Oscar del Barco en 1992: “Ayer murió Messiaen, el músico que en un campo nazi compuso el “Cuarteto para el fin de los tiempos” como si fuera un pájaro milagroso cantando en el punto más sombrío del horror, también ayer murió el pintor Francis Bacon, el año pasado René Char, y también Edmond Jabés. ¿Acaso es este abandono sin remedio algo referido a nuestro destino como hombres? La pregunta, que nos asalta constantemente, no tiene respuesta, pero allí está esa música, la pintura, la poesía, siempre el libro y lo que el libro dice sin decir, lo que se dice en el libro, un llamado para nada, pero aún así un llamado. ¿Qué se tiene, propio, para transmitir? Sin duda, nada, pero esa nada es todo lo que poseemos”.

Demasiadas citas para una sola nota, se me reprochará. Pero es que la escritura de cada nota se me ocurre como una sucesión de rizomas, seudópodos que se conectan en varias direcciones como la red de subterráneos de París donde se entrecruzan una y otra vez el cine y la literatura y la música. Me acuerdo de las veces que estuve en París con una diferencia de años y en la misma estación encontraba el mismo grupo de músicos tocando la Suite Española de Albéniz. Me llamó la atención, el grupo de músicos, rubios, achinados, morenos, integraban un variado combo de emigrados. Llamaba no menos la atención el énfasis de la cellista de rasgos asiáticos, que atraía todas las miradas de los pasajeros que se detenían a escuchar por unas monedas. Por tanto, no me preocupa donde me lleva este ramal en una cita más. Sé que me devolverá al punto de partida.

Hace unas semanas Angie Pradelli me consiguió el libro póstumo de Jabés: El libro de la hospitalidad. Es cierto, ya escribí, y en este mismo diario, varias veces sobre Jabés, quien pensaba que la tierra del escritor, como la del judío, es el libro. “He hecho del libro mi lugar”, escribe Jabés. Por tanto, todo escritor es un judío. A considerar, según Jabés: cómo definirse como extranjero, aunque él prefiera juzgarse nómade. Hay una respuesta: el ser humano es transitorio en este desierto. Recién cité como ejemplo de hospitalidad ese grupo heterogéneo en el subte. No obstante, pareciera una excepción “turística” en un país donde hoy los inmigrantes son segregados, razziados, gaseados, apaleados, asesinados. Tal vez este sea entonces el lugar no lugar para leer a Jabés, quien anotó: “El extranjero comprenderá, tal vez, que ha penetrado en el desolado país de las arenas”. Y extranjeros son también Alejandra, Johnny y Julio, tan extranjeros como este poeta exilado del nasserismo.

El subte avanza a toda velocidad, pero Jabés repele de entrada la lectura veloz. Jabés, en el traqueteo tronante del subte, lo enfrenta a uno al silencio. Libros sapienciales, los suyos, todos empiezan llamándose “el libro”, se trate de los márgenes, las semejanzas, la subversión bajo sospecha. Son libros, algunos, pequeños, pero lo contienen todo empleando una diversidad de escrituras que comprenden tanto aforismos, imágenes poéticas como perplejidades y conversaciones entre rabinos. Inapresable, su escritura nos indaga, nos cuestiona y pone en evidencia que escribir es siempre interrogar/se.

También está Auschwitz. Y es sabido: “Auschwitz no tiene fin”. Pero Jabés no precisa detallar el exterminio, que late en su poética, sino que es alusivo. Habla en nombre de las víctimas, que es nombrar el amor. No otra cosa es la hospitalidad. Y aunque es judío, no condesciende con las políticas del Estado de Israel: decide morir en París. “Escribir, ahora, únicamente para dejar constancia de que un día dejé de existir”, consignó en una anotación. Y después: “Debes aceptar callar cuando las palabras ya no te necesitan”.

Así, imagino, se bajó del subte.