El cine, como cualquier otra religión, tiene su panteón de dioses oficiales, donde son venerados sus grandes genios. La lista es larga (y obvia) y no hace falta realizar acá una enumeración interminable de los nombres que la integran. Alcanza decir que con sus milagros, filmados en blanco y negro o a todo color, tanto en full frame como en cinemascope, han conseguido fidelizar a millones de cinéfilos. Pero hay otra casta de deidades, no menos divina pero sin tanto márketing empeñado en legitimarlas, cuyas maravillas han ido quedando relegadas en altares laterales a donde apenas llegan los reflejos del prestigio, y cuyos adoradores se parecen más a una secta pagana que a una religión hecha y derecha. A ese grupo pertenece el cineasta estadounidense George Romero, quien consiguió crear una obra potente, única y de inusitada coherencia sobre los márgenes de la omnipresente y omnipotente industria cinematográfica de su país.
Romero murió anoche en su casa de Los Ángeles a causa de un fulminante cáncer de pulmón que consiguió quitarle la vida en poco tiempo. Tenía 77 años. Su carrera como director había comenzado en el año 1968, con La noche de los muertos vivos, que fue un éxito instantáneo y se volvió un clásico del cine de todos los tiempos. Filmada en un expresivo blanco y negro, La noche... convirtió a Romero en el padre del moderno arquetipo de los zombies, figura de inesperada plasticidad simbólica en cuyo molde aún hoy parecen caber todas las metáforas. Pero la película es además un ejemplo acabado de cómo manejar con maestría las herramientas narrativas del cine, aun con limitados recursos de producción. Y una lección de cómo convertir al relato cinematográfico en un potente instrumento de expresión política, característica que Romero convertiría en marca distintiva de toda su obra.
Producto de su propia época –finales de los ‘60 y comienzos de los ‘70–, cuando el cine se volvió callejero y venal, Romero eligió al terror como su hogar, aunque también trabajó sobre otros géneros. Y supo retomar una y otra vez el tema zombie, encontrando siempre algo nuevo que decir y un modo novedoso de volver a él. Su saga de los muertos suma un total de seis películas. Entre ellas es imposible no destacar El amanecer de los muertos (1978), salvaje crítica anticapitalista en la que trabajó por primera vez con el experto en efectos especiales Tom Savini, uno de sus grandes socios, y La resistencia de los muertos (2009), su último trabajo en cine, que demuestra no sólo la longevidad del tópico zombie, sino su laboriosidad como cineasta.
Romero murió ayer y hasta anoche seguía siendo para una gran mayoría apenas el director de La noche de los muertos vivos y otras películas de zombies; al menos así es como lo definían los titulares de la mayoría de los diarios más importantes del planeta. Pero hoy el mundo seguramente amanecerá infestado por una epidemia de imprevistos romeristas de la primera hora, para quienes hasta ayer su obra era apenas una colorida nota al pie en la historia del cine, quienes confesarán que para ellos Romero siempre fue un maestro. Y para ser sinceros, si eso ocurre, no sería un mal comienzo. Un nuevo comienzo. Tal vez a partir del 16 de julio del año que viene, miles de amantes de su obra se reúnan en el cementerio, en torno a su tumba, disfrazados de zombies y esperando ver a su cadáver descompuesto volver de entre los muertos. Ojalá se cumpla: sería un asqueroso y merecido acto de justicia poética.