¿Tenías que volver después de tanto tiempo? No te reconocí inmediatamente, estabas de espaldas a mí en un negocio. “¿Es nuevo en el pueblo?”, te preguntó la empleada, demasiado joven para recordarte. “Viví un tiempo, hace muchos años, tengo casa aquí”, contestaste. “¿Y piensa quedarse?”. "No sé… en una de esas sí… depende…”. “¿De qué?”, volvió a preguntar. Sacudiste los hombros como respuesta y saliste del negocio arrastrando los pies. “¿Lo conocés Alicia?”, me preguntó apenas cerraste la puerta. “Puede ser, no estoy segura”, contesté a desgano.

Clarita me lo confirmó más tarde, sentí una mezcla de dolor y bronca. Juan Varela había vuelto al pueblo después de 40 años.

En aquel tiempo te decíamos Johnny, el de la melena ondeada brillosa de gomina, la sonrisa seductora casi infantil y tus enormes ojos azules. Eras de Buenos Aires y habías llegado hacía unos meses, luego de heredar unas cuadras de campo de un hombre de nuestro pueblo, tío tuyo, soltero.

No habías hecho amigos, tal vez por esos aires de superioridad, quizás porque eras forastero, o simplemente por la envidia que inspirabas. Sólo tenías uno o dos compañeros de trabajo con los que frecuentaban el bar del centro, o compartían unas copas en los bailes del club. Trabajabas como auxiliar en la repartición donde era jefe papá. Viniste un día a nuestra casa alcanzándole documentos para la firma, así te conocimos.

Yo era una nena, con diez años recién cumplidos, escuché el toc toc de la puerta y salí a atender. Y allí estabas, creo que fue amor platónico a primera vista, ¡eras tan lindo!, parecías uno de esos ángeles que yo miraba en los frescos de la iglesia, mientras el cura hablaba desde el púlpito y mamá me pellizcaba para que escuchara, o hiciera como que escuchaba. Detrás de mí apareció mi hermana, Mabel, casi cinco años mayor que yo y muy desarrollada para su edad. Desplegaste un gesto galante y seductor hacia ella, justo en el momento en que mamá avanzó empujando a Mabel hacia atrás; tomó las carpetas que traías y con actitud cortés pero firme te saludó y cerró la puerta. Volviéndose a nosotras nos mandó a tender la mesa para el almuerzo.

A los pocos días en el baile del patrono del pueblo volvimos a verte, parado debajo de la arcada, en la entrada, a un costado de la cantina, como dudando si entrar o no. Echaste una mirada general sobre el ambiente, luego te acercarse a la mesa de un grupo de chicas que te saludaban eufóricas y enseguida sacaste a bailar a una de ellas.

Llevabas traje blanco y zapatos charolados, te movías en la pista con gracia, bailando con una y con otra. Pasabas con frecuencia cerca de nuestra mesa y mirabas con insistencia a mi hermana, que estaba sentada a mi lado. Mabel no había cumplido aún los quince y bailaba sólo en las reuniones familiares. Era alta, de tez bien blanca y enormes ojos verdes, tenía una exuberante cabellera color ocre, que la hacía muy atractiva.

Me di cuenta que ella lo había notado, también te miraba cuando pasabas cerca, sonriente y colorada como un tomate. Yo estaba allí observándolo todo, en algún giro, te encontrabas con mis ojos y hacías una amplia sonrisa que te marcaba hoyuelos en las mejillas.

Después de la fiesta del pueblo no se te vio hasta el mes siguiente, en el baile de Carnaval. Papá había comentado que estabas en Buenos Aires y el trabajo se acumulaba. Pero por suerte volviste, ¡no te ibas a perder el baile! Yo corría con los chicos por el salón y te espiaba, ¡eras más lindo de James Dean!

Mabel también hacía sus pasaditas acompañada por nuestra prima Clarita, casi de su misma edad. Caminaban un poco, iban al baño, charlaban, se reían, recolectaban piropos y volvían a la mesa, se sentaban y al rato volvían a pasear.

Esa noche, en un momento pasé cerca tuyo. Estabas en la cantina, parado junto a la barra tomando un vaso de cerveza, me llamaste y fui, feliz, a los saltitos. Sonriendo me regalaste un chocolate. Dudé, siempre nos habían dicho que no debíamos recibir golosinas de extraños, ¡pero Johnny no era un extraño!, lo acepté. Luego, con gesto de complicidad, dijiste: “Dale esto a tu hermana“, y disimuladamente pusiste en mi mano un papel pequeño doblado en cuatro, “que no te vea nadie”, agregaste con un guiño.

Se lo entregué a Mabel más tarde, ya en casa, cuando nos quedamos solas en el dormitorio. Lo desdobló con emoción, cuando terminó de leer se volvió hacia mí, me miró con una sonrisa enorme, se la veía realmente feliz. “No le digas nada a mamá”. "Ya sé”, contesté con bronca. “Y menos a papá, en serio, ¡mirá que me mata!”. Resoplé y me di vuelta en la cama, me sentía muy celosa de los dos.

En esos días empezaste a aparecer a la salida de las clases de piano que tomábamos con mi hermana, a veces nos invitabas un helado o un jugo de naranja y nos acompañabas unas cuadras. Luego comenzaron los encuentros a escondidas, al principio conmigo como intermediaria, después me dejaron de lado y se veían a solas, de nochecita.

Mabel se las arreglaba para salir a hacer algún mandado o inventaba encuentros con Clarita. Era a vos a quién veía. Se quedaban un rato en algún rincón oscuro de la plaza y volvía alborotada y temerosa. Empezó a cambiar mucho, estaba todo el tiempo muy eufórica, se distraía en las actividades de la casa o en las compras que se le encomendaban, siempre olvidaba de traer algo y en un par de ocasiones había perdido dinero.

Por motivos de trabajo, tu presencia en nuestra casa se hizo cada vez más frecuente, habías conquistado la simpatía de papá. Mabel aprovechaba, se la veía demasiado animada. Mamá comenzó a sospechar y no tardaron en circular habladurías.

Un mediodía papá llegó a casa furioso. Con esa voz que nos paralizaba de miedo increpó a Mabel. “En la oficina se murmura qué andás afilando con Varela ¿es cierto?”, dijo, acercándose amenazante. Ella enmudeció y se puso más blanca que el papel. “¡Infeliz, sos una pobre infeliz! ¡Ese tipo es un vivo! ¡Yo lo voy a meter preso!”, decía mientras golpeaba un puño sobre la mesa ya tendida, haciendo vibrar la vajilla. Mi hermana lloraba. “¡No papá, no!”, decía temblando.

Mamá trataba de interceder, pero él era muy duro y cuando arrancaba nadie lo podía parar. “¡Vos no tenés vergüenza!”, volvió a gritarle y descargando con fuerza el brazo, le dio una cachetada que resonó en el comedor y la hizo caer al piso. Entonces retrocedió muy tenso y señalando con el dedo las escaleras dijo: “¡Te vas a tu pieza y no bajás hasta mañana!”, y volviéndose a nosotras agregó: “¡Pobre de la que le lleve comida!”.

Mabel se puso de pie, subió las escaleras a toda prisa y se encerró en el dormitorio. Después de eso nos sentamos a almorzar en medio de un silencio sepulcral, nadie pudo probar bocado, ni siquiera papá que finalmente se levantó y salió de la casa dando un portazo. Corriendo fui a nuestro dormitorio. Hundida boca abajo en la cama lloraba y siguió llorando todo el día sin probar un bocado de lo que pude llevarle.

En los días siguientes, a escondidas, exponiéndose al castigo, te buscó. La evitabas. Un par de veces te encontró, desesperada te rogó que no la dejaras.

Luego ya no se te vio en el pueblo, ni siquiera en el trabajo. Mabel comenzó a decaer. Casi no comía, había adelgazado mucho. Empezó a enfermarse seguido, permanecía días enteros en la cama. Finalmente empezaron a decir que te habías ido a Bahía Blanca, a Trelew, todos lugares muy alejados de nuestro pueblo.

Cuando se enteró Mabel que ya no estabas, que te habías ido lejos, no comentó nada. Los días siguientes pareció mejorar, empezó a arreglarse, se la veía bien. Comenzó a ir nuevamente a las clases de piano. Algunas semanas después, en el horario en el que solían encontrarse, en lugar de volver a casa, tomó el camino a la estación y se tiró debajo del tren.

En el pueblo se dijeron muchas cosas. Clarita y yo siempre pensamos que murió de amor. Papá calló, nunca lo escuché llorar, creía que estaba enojado, le tenía miedo. Pocos meses después también él se fue por un infarto masivo. Nunca lo pude perdonar, tampoco a vos Varela.

Y pensar que luego de cuarenta años, volviste al pueblo. Al principio, cada tanto, alguien traía noticias tuyas: que te habías embarcado, que viajabas por el mundo, que vivías nuevamente en Buenos Aires. Aquí todo se sabe y lo que no se sabe se inventa. Solo y enfermo te veo pasar, arrastrando los pies por las calles del pueblo, de vez en cuando nos cruzamos en algún comercio o desde mesas distantes compartimos una cena en el hotel, donde luego de comer, solo, te quedás dormido, dejando caer la cabeza calva sobre tu voluminoso vientre. No me reconocés, en una de esas no te enteraste... Creo que ni siquiera recordás esta historia.

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