Desde Río de Janeiro
El viernes nueve de diciembre tuvo dos momentos nítidos, aunque solamente uno de ellos quedará en la memoria de los brasileños: la derrota y la consecuente eliminación de Brasil en el Mundial de Fútbol. El otro momento ocurrió cuando el ultraderechista presidente, Jair Bolsonaro, finalmente rompió su silencio y por primera vez, desde la derrota frente a Lula da Silva en las elecciones presidenciales del 30 de octubre, habló con seguidores debidamente convocados frente al Palacio da Alvorada, la residencia oficial que él deberá desocupar el 31 de diciembre, su última jornada en el puesto.
La derrota frente a Croacia impuso un velo gris sobre el país.
Ya las declaraciones de Bolsonaro al grupo de seguidores fanatizados fueron su respuesta a los aliados que lo criticaban por su silencio sepulcral desde la otra derrota, la electoral, y suficientemente confusas para animar a la audiencia y tensionar el ambiente.
Desde las elecciones y veladamente instruidos por Bolsonaro y su clan familiar a través de aliados políticos y empresariales, grupos violentos cerraron carreteras en el país exigiendo la anulación del resultado de las urnas. Debidamente expulsados por las policías provinciales, otros grupos de fanáticos optaron por concentrarse frente a cuarteles e instalaciones militares, pidiendo a gritos “intervención federal” para impedir que Lula asuma la presidencia. Son igualmente financiados por empresarios vinculados al presidente.
Protagonizan escenas entre bizarras y patéticas, como cuando los manifestantes prendieron celulares en la cabeza, apuntando la luz de las pantallas hacia el cielo, y pidiendo la interferencia de extraterrestres para preservar Bolsonaro en la presidencia.
En esas primeras declaraciones del pasado viernes el todavía mandatario no llegó a tanto. Prefirió dirigirse a los que se mantienen movilizados frente a instalaciones militares, diciendo que son “el pueblo”. Agregó: “Quien decide para dónde van las Fuerzas Armadas son ustedes, quien decide para dónde van la Cámara de Diputados y el Senado también son ustedes”. Y dijo que quien decide para dónde él, Bolsonaro, irá “son ustedes, el pueblo”.
Las declaraciones fueron entendidas como una clara incitación a que los manifestantes, que al fin y al cabo no son tantos, se mantengan movilizados y se agiten cada vez más según se acerca la llegada de Lula a la presidencia, el primer día de 2023. También dispararon nuevos alarmas frente al riesgo de actos de violencia de aquí a la fecha.
A parte de los movimientos de última hora lanzados por el ultraderechista, el equipo de Lula que trata la transición descubre cada día datos más y más alarmantes.
Más que agujeros, hay verdaderos cráteres en el presupuesto destinado a 2023, primer año de la nueva presidencia de Lula, en especial los previstos para educación, salud y medioambiente.
Al mismo tiempo, surgen pruebas de hasta qué punto la corrupción se extendió principalmente en los últimos meses, cuando el gobierno liberó océanos de dinero público vía el “presupuesto secreto”, como se llamó la entrega de grandes sumas a aliados.
Hay casos que serían risibles si no fuesen tan escandalosos, como una ciudad de once mil habitantes que pidió – y recibió – recursos para doce mil radiografías de dedos de la mano de sus habitantes, todo eso en un mes.
Más allá de lo descubierto por corrupción, el futuro gobierno enfrenta una ausencia radical de información en especial sobre temas relacionados a la salud, medioambiente y educación.
Se sabe que hay millones de dosis de vacuna contra Covid-19 a punto de vencer, pero nadie sabe dónde están.
Hay otras aberraciones, como el presupuesto destinado a protección contra derrumbes en todos los municipios brasileños en 2023: cien dólares para cada uno.
El peor presidente de la historia de la República deja un legado coherente: ha sido el peor gobierno de la misma historia.
Lula sabe de la inmensa responsabilidad que tiene por delante: recuperar un país reducido a polvo. Y sabe también de la oceánica esperanza que más de la mitad de los brasileños depositó en su figura.
Ya la mayor esperanza de Bolsonaro es otra: que no le sea impuesto el mismo destino de la golpista boliviana Jeanine Áñez y el ahora expresidente e igualmente golpista peruano Pedro Castillo.
La cárcel.