A medida que aumentan los debates acerca del poder judicial y su férrea resistencia a democratizar su funcionamiento interno, los muros de silencio que lo protegen se van resquebrajando, dejando en evidencia no sólo sus vínculos sumisos con el poder político y económico sino de qué manera el sistema burocrático imperante sirve como pantalla para desatender las demandas sociales. Las voces que exigen reformas estructurales de fondo del sistema judicial ahora tienen a mano un documento imprescindible: Diario de un defensor de pibes chorros (Punto de Encuentro), narrado en primera persona por el abogado y poeta platense Julián Axat, donde relata desde adentro, y sin especulaciones, el universo de la justicia argentina.
Durante su actuación como defensor penal juvenil en la provincia de Buenos Aires (2008-2014), Axat atendió a cientos de casos de adolescentes de la periferia platense desamparados frente a la maquinaria policial y judicial (apremios, gatillos fácil, hostigamientos, estigmatización), y al mismo tiempo llevó adelante una actuación intensa en los medios de comunicación y foros judiciales para dar pelea, como señala la exprocuradora Alejandra Gils Carbó en el epílogo del libro, “a las conductas de estigmatización y de abandono que padecen las personas pobres ante el sistema judicial, mucho más si viven en villas o suman alguna otra característica relacionada con la etnia, la identidad de género o la de transitar los caminos desviados a los que lleva la adicción y la miseria”.
Precisamente fue Gils Carbó quien puso a Axat a desarrollar el programa Atajo (Agencias Territoriales de Acceso a la Justicia del Ministerio Público Fiscal Nación), a través del cual las oficinas de la justicia están presentes en las villas y en los barrios populares para ofrecer un camino más corto al servicio de justicia. Axat relata -a modo de aguafuertes y con un prosa impecable e implacable- cómo fue esa tarea de defender a los pibes chorros.
–¿Es hora de contar?
–Sí, es hora. Porque en la Argentina hay un gran ausente en términos de contar cómo funciona el mundo judicial por dentro. Todos hablan de ese poder, pero desde afuera. Los que viven adentro, no hablan. Hablar es romper cierta Omertà, que son las reglas de pertenencia de la “familia”. Fijate que en términos cinematográficos solo hay dos películas que la retratan (El secreto de sus ojos y la reciente Argentina, 1985) y ambas caricaturizan algo que es mucho más complejo. A diferencia del mundo carcelario y el policial, el poder judicial es tan impermeable que la academia no ha logrado hacer lo que Antoine Garapón llevó a cabo en Francia, una verdadera etnografía de la justicia. Hay que contar el detrás de escena del Palacio de Justicia, y eso no lo puede hacer un outsider que hace una observación participante de unos meses.
–¿Y por qué no se cuenta, por miedo? ¿Miedo a qué?
–La rutina judicial suele estar compuesta de caprichos medievales en las etiquetas y formas, pero también intercambio de dones compuesta de influencias para pertenecer. Alguna de estas relaciones tiene que ver con colocar a los hijos de pares o de personas con poder en su seno, o de asistir a determinados círculos de influencia. Algo de esto se dejó traslucir con "el equipo del Liverpool" por parte de los jueces de Py alineados con el gobierno de Cambiemos. Para ese poder siempre es preferible que estas cosas no se noten, para no perder esos capitales distintivos. Toda aristocracia que se pretende de sangre exige su opacidad (de ahí el miedo a perder privilegios). En la justicia federal esas distinciones son más cotizadas, en la justicia de las provincias son capitales más berretas, pero aun así muy codiciados. Transparentar esto, debe ser una apuesta central de la democracia.
-¿Por qué eligió la forma de un diario?
-La clave estaba en Roberto Arlt y en sus Aguafuertes. Ese registro me permitió contar de manera simple y sencilla, historias de pasillos, de sus mesas de entradas, de sus atuendos, de sus expedientes, y de los acusados; que en mi caso eran los menores de edad y que son los protagonistas que chocan con todo eso. No son crónicas, sino algo más recortado y circunstancial, que establece la mirada de un tiempo y lugar que pudiera sintetizar la experiencia, la del lugar del defensor de vidas que han sido consideradas como no merecedores de ser vividas. Y ese es el lugar de la muerte al que se enfrenta la escritura.
-Atreverse a narrar el funcionamiento interior de ese mundo infranqueable para casi todo el resto de la sociedad, ¿tuvo consecuencias?
-Bueno, yo solo cuento algunos aspectos de ese mundo, hago una genealogía familiar dentro de la estructura de la casta judicial platense y hago un cómputo bastante exacto de cómo los apellidos se reproducen de arriba hacia abajo. También hablo de los juegos de etiquetas o de las charlas que los jueces tienen fuera de las audiencias entre sus pares, además de la cuestión elitista de mirar de un modo de los pobres que trasuntan los procesos. Todo eso tuvo un costo en sumarios disciplinarios, maltrato a mis defendidos, y –por último– el inicio de un juicio político en el año 2013 por el tema de la inundación (aclaración: Axat impulsó la investigación para demostrar la cifra exacta de las víctimas de la inundación ocurrida en La Plata en 2013) que, finalmente, terminó siendo archivado por falta de pruebas, aunque yo ya estaba con un pie afuera.
–Lejos de la denuncia y muy cerca del testimonio, su libro expresa un evidente deseo: la esperanza de que la justicia argentina cambie de rumbo.
–El libro trata de describir hechos ocurridos entre 2008 y 2014 en los que fui protagonista como defensor, las forma que el poder judicial y sus brazos ejecutores policiales-carcelarios gestionaron los cuerpos de los pibes acusados de delitos, y en algunos casos que son víctimas de gatillo fácil. La inmersión en esa sucesión me permitió analizar qué material humano se enfrentaba al sistema y qué podía hacer yo en ese lugar sin ser el típico burócrata que hegemoniza la escena.
Cada pibe que me tocó asistir era distinto y traía consigo determinada debilidad y fuerza, mi tarea era buscar la forma de modular eso ante los jueces y fiscales, para tratar de morigerar los suplicios e intentar hacer algo con esas vidas. En vez de quedarme paralizado o asumir el rol de defensor burócrata, intento mostrar que es posible hacer cosas. La maquinaria judicial es un campo de disputa y no un campo obturado y lineal. La esperanza está ahí, en intentar demostrar que otra justicia es posible y dar esas pequeñas luchas, tejer a la larga alianzas activistas para que sean colectivas para su democratización, y no quedarse solitario perdido dentro del aparato judicial. El libro da cuenta de esos encuentros con algunos jueces con la misma sintonía y con una procuradora. En el fondo, Justicia Legítima (de la que Axat forma parte) es expresión de ese tipo de procesos y encuentros.
–¿Cuál es la razón por la que decidió usar en el título la expresión pibes chorros?
–Prefiero usar ese estigma para intentar en el libro invertirlo. Si la sociedad ha elegido utilizar pibe chorro para nombrar a adolescentes que cometen delitos, entonces bien, partamos de ese supuesto, aun cuando sea incorrecto hacerlo. Para hacer caer las etiquetas hay que poner a andar esas etiquetas para luego demostrar su distorsión y el grado de humanidad que está escondida debajo. El estigma se cae, cuando queda expuesto lo humano.
El procedimiento es parecido al que hace Jean Genet en Diario de un ladrón, el mal primero y el bien a la larga. Sartre en su San Genet, comediante y mártir se impresiona con lo mismo. Los slogans al estilo “ningún pibe nace chorro”, parten al revés, de la inocencia y sacralidad de la infancia e intentan auto convencer a cierto progresismo que el sistema no los va a dañar por eso. Y eso no es cierto, es hipócrita. La guerra contra las etiquetas tiene que ser estratégica, pensada. Nadie duda de los derechos que otorga la Convención de los Derechos del Niño a la infancia pobre y abandonada, la cuestión es cómo dar la disputa para hacer esos derechos realidad.
En mi libro trato de ejemplificar cómo trabajar y dar con estrategias para la inversión de los estigmas juveniles en el teatro judicial, partiendo del estigma negativo y la inversión del estigma a un rol positivo a partir de una estrategia de defensa. Para eso, la clave estaba en la voz de los pibes y en el modo de presentarse. El defensor es solo un modulador.
–¿Qué significó para usted la decisión de poner en marcha el programa Atajo?
–Fue y es la decisión más importante en términos de política criminal institucional, me refiero a llevar la justicia federal a los territorios más vulnerables del país (villas, asentamientos, barrios). Una procuradora general de la Nación (Alejandra Gils Carbó) asume diciendo que las fiscalías federales deben estar en los barrios populares, y es coherente con la idea lanzando el proyecto y poniendo recursos a disposición para hacerlo. Se trata de un proceso ambicioso, a diez años, que en los primeros tiempos logra tener cierta capacidad instalada y a 90 trabajadores de la justicia estar insertos en los territorios. La experiencia es acotada, pero muy valiosa en términos de producción de datos y abordaje de casos. Una experiencia inédita en Latinoamérica.
-Y un programa resistido…
-Así es, y las resistencias vienen de la mano de funcionarios que siguen pensando un modelo de justicia lejano a la gente, basado en la oficina y en la policía como brazo comunicador de la realidad compleja. Tarde o temprano vamos hacia un sistema acusatorio, oral, dinámico, que hallará naturalmente en Atajo una herramienta para gestionar los conflictos y casos que decida no criminalizar.
-Usted reflexiona sobre ámbito en el cual se desarrolla la justicia, desde la arquitectura a la vestimenta de los magistrados. ¿Por qué dice que esos escenarios son también factores de expulsión?
–Basta con detenerse en los ornamentos de la justicia: grandes salas, crucifijos, corbatas, despachos, expedientes, pasillos... No hay aparato judicial sin esa exterioridad distintiva que fabrica a una nobleza de vida cortesana que la diferencia del pueblo, pero especialmente de aquello que juzga. Porque el juzgamiento es también por contraste de las apariencias: un juez blanco que vive en un country y llega en un auto de alta gama a su oficina, está vestido con un ambo de alta etiqueta y juzga a un pibe que viene de la calle, que está sucio, embarrado, golpeado y vive en un barrio humilde. Esos dos mundos se encuentran en cada expediente, uno se impone a otro, porque esa es la visión de clase y su revanchismo. En el libro cuento las cosas que me ocurrieron por intentar hacerlo. Todo eso es cómico y lamentable a la vez, y más allá de las anécdotas, no deja de exponer la necesidad de democratizar la cultura judicial.
–Y evitar el verticalismo…
–Sí, porque de arriba hacia abajo se construye la cultura judicial. Como en el Castillo de Kafka, la cúspide establece las reglas de la “familia burocrática”. Tanto el Palacio de Talcahuano y Lavalle, donde reside la Corte Nacional, como en cada uno de los lugares donde se enclavan las cortes provinciales, se establece bajada de línea de prácticas e imaginarios que se reproducen en las estructuras judiciales subyacentes.
–¿Y en el sistema penal?
–El sistema penal es el más grosero de los sistemas porque los pobres pasan por la picadora de carne judiciaria que está más o menos estandarizada a partir de los modelos actuariales, los juicios abreviados, las flagrancias, etc. El hacinamiento carcelario argentino de pibes pobres es una foto que muestra el resultado estructural de esos procesos. No diría que esto es un “mal” ejercicio del poder, en todo caso es una forma de ejercer el poder con afán punitivista sobre el robo de gallinas y perejiles, como podría haber otra forma más acorde a parámetros racionales basado en el afán punitivista sobre delitos de guante blanco.
–En la descripción de los casos de adolescentes detenidos demuestra la carencia de sensibilidad de ciertos personajes que deben impartir justicia. ¿Se puede hablar de sensibilidad en el ámbito de la justicia o es un término que carece de valor?
–A mí me interesa mucho el tipo de sensibilidad que tienen los jueces para juzgar. Los modelos del magistrado burócrata, gris y frío; el magistrado cruel y revanchista que se esconde en las formas jurídicas; el magistrado tibio, que es burócrata y se la juega de vez en cuando con algún caso sin mayor costo; y el excepcional, que es el magistrado sensible y con coraje, que se la banca comprometido realmente con los derechos humanos. En el libro muestro cómo están todo el tiempo estos tipos ideales en disputa, ya sea: juez, fiscal o defensor oficial. Todo el tiempo aparece el concepto de “banalidad del mal” de Hanna Arendt para describir la capacidad de sentir el dolor de los demás de parte del funcionario que tiene a cargo la responsabilidad sobre destinos humanos.
–¿Cómo debe ser la figura del defensor oficial de pobres y ausentes y cómo es en la práctica?
–Las leyes establecen que la defensa pública de pobres y ausentes debe cumplir con la manda del artículo 18 de la Constitución, garantizando el derecho de defensa en juicio y asistencia jurídica a toda persona que carece de medios económicos o no ha designado abogado, ante cualquier proceso que se vea involucrada. Esa defensa debe ser integral, debe implicar un acompañamiento desde lo humano, debe ser autónoma y sin interferencias y presiones externas. En la práctica todo el tiempo ocurre que esa defensa se convierte en meramente burocrática, es muy restringida o casi inexistente, o es refleja a otros roles (¡un defensor que se parece a un fiscal!). También es interferida por factores o intereses superiores, políticos o por el miedo del funcionario a dar peleas. Lamentablemente, la tradición de la defensa pública en argentina es la de la cenicienta del poder judicial. Hay que invertir ese rol.
–¿Por dónde cree que debería comenzar una transformación judicial?
–La verdadera transformación debe venir de una reforma constitucional. Que democratice los mecanismos de designación, equiparando minorías, clases, géneros, y composición vinculada a compromisos probados con los derechos humanos. Hay que pluralizar para romper la casta. Si eso no fuera posible, dado que estos últimos tiempos han demostrado que los intentos por vía legislativa fracasan, debe asumirse una posición jacobina, al estilo de lo hizo Néstor Kirchner al reformar la Corte menemista, utilizando varios frentes a la vez: presión, juicio político, reforma legal, negociación. Desde ya que la creación de una ley nacional de Acceso a la justicia que intente acercar verdaderamente el servicio a los más vulnerables sería un eje central para ese cambio.
* Diario de un defensor de pibes chorros, de Julián Axat, se presenta el lunes 12 de diciembre a las 18 en la Biblioteca Nacional (Agüero 2502).