Siempre es conveniente instruir la memoria. Mucho más para desentrañar las fases del proyecto regresivo de los organizadores del odio hegemónico en tiempos de medios hiperconcentrados y redes algoritmizadas. El magnicidio de Dorrego, al que ninguna narración más interesada de la historia pudo diluir su calificación criminal, como tantos otros bloques de terror de nuestro pasado, viene ligado a un momento clave de ese proceso contra el interés nacional y el bienestar general.
El fusilamiento en Navarro un 13 de diciembre no es fruto de una “espada sin cabeza” por puro afán de poder o mera exaltación de la violencia. Salvo que se intente eliminar el vínculo de la élite económica con la apropiación del excedente a costa de disolver la nación, que será sedimento para cada quiebre institucional hasta el último golpe empresario-militar. “Me precipitaron las casacas negras” asume públicamente Lavalle, matriz que se reedita cuando hacen marchar adelante a las armas, mientras los beneficios son recibidos por los dueños de negocios que pierden el poder político en manos de gobiernos respetuosos de las mayorías.
Porque para odiar hay que tener tiempo y dinero: La confabulación homicida contra el gobernador legal bonaerense estaba decidida en la mesa de “la aristocracia del dinero” desde que denunció los negocios de Rivadavia y los especuladores porteños con los financistas y mineros británicos. En plena transición del dominio económico vía endeudamiento por el territorial de invasiones, el héroe de la independencia que había peleado valientemente bajo el mando de Belgrano y San Martín, volvía a defender la emancipación con medidas “populistas”: suspensión de pagos, prohibición de monopolios sobre productos de primera necesidad, fin de la leva para desocupados, sanciones a la prensa calumniosa. Antes de recibir la descarga con la casaca de un unitario –formidable efecto espejo que les devuelve a los asesinos su imagen más abyecta– el mandatario de la usura Lord Ponsomby destacado en su “a beastly place” había vaticinado con placer la caída del “Padre de los pobres”, como siempre lo evoca el dorreguismo.
Pero la determinación al homicidio estuvo a cargo de uno de los responsables de contraer el empréstito con la Baring –origen de nuestra deuda externa- y de entregar la minería de la cordillera a las corporaciones inglesas. Era Salvador María Del Carril, el célebre “doctor lingotes” que con la ley de consolidación de la deuda convirtió a la tierra de Buenos Aires en aval del crédito y estableció la convertibilidad del papel moneda en oro que provocó la estrepitosa caída y fuga de reservas. Este ministro de economía, según resulta de las cartas publicadas medio siglo después por la “tribuna de doctrina”, le escribió antes y después a Lavalle: "Es conveniente recoja Ud. una acta del consejo verbal que debe haber precedido a la fusilación. Un instrumento de esta clase, redactado con destreza, será un instrumento histórico muy importante para su vida póstuma. El señor Gelly se portará bien en esto: que lo firmen todos los jefes y que aparezca Ud confirmándolo. Debe fundarse en la rebelión de Dorrego con fuerza armada contra la autoridad legítima elejida por el pueblo......y si para llegar siendo digno de un alma noble, es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a vivos y muertos”. Nada más próximo al Law far (un lejos del Derecho), al decir del maestro Zaffaroni.
Logrado el objetivo destituyente y la muerte del gobernador, la comunicación fue recibida en el fuerte por un joven oficial mayor del ministerio de gobierno que no tuvo mejor ingenio que insertar un lacónico “archívese” y darlo a la imprenta oficial para publicar el numero 6 de boletín que se repartió a primera hora del lunes. Este cagatintas fue llamaba Francisco Pico.
Ya en plena penetración del imperialismo financiero, la trama que enlaza la sugestión insidiosa para atenuar el crimen de la ejecución con la reacción burocrática administrativa la terminará de enhebrar Bartolomé Mitre. Asumida su presidencia, estableció la Corte Suprema de Justicia en 1863, que tardó más de diez meses en dictar su primer sentencia, para traducir en univocidad los 113 fallos firmados posteriormente en su llamada etapa de “afianzamiento institucional”. Y premió a Del Carril como ministro, luego devenido presidente del máximo tribunal hasta su jubilación, y a Pico como procurador general, que estuvo a cargo durante nueve años, a partir de lo cual recibieron hasta hoy 6 acordadas de honores. Y el propio Mitre presidió la comisión del monumento a Lavalle, columna dórica que aún se yergue en la plaza que conserva su nombre, nada menos que frente al actual “Palacio de Justicia”. Allí donde alguna vez boinas blancas encabezaran la revolución contra la depresión económica e institucional de Juárez Celman, para dar origen al radicalismo argentino. Mucho del atropello que la pulsión totalitaria corporativa desnuda en la actualidad sólo así puede llegar a entenderse, al amparo de una estructura judicial de odres viejos que más que nunca reclama una indiscutible refundación.
*Profesor titular UBA / UNLP