El martes 13 dejó de ser yeta, parece. Se alinearon los planetas. Croacia no fue el cuco que nos pintaba la cátedra. Tampoco nos comieron los nervios. Esta semifinal desahogada, difícilmente soñada, redonda, provocó una rara sensación. Tan extraña como la lluvia de estrellas que los astrónomos anunciaron para la noche. Una lluvia de meteoritos que cayó en el área contraria, del arquero Livakovic, al que nos pintaban como la reencarnación de Yashin. Aquel soviético al que apodaban la araña negra.
Había un deseo irrefrenable de pensar que se podía, sin segundas intenciones, ni infelices alusiones a ese apotegma que utilizan las fuerzas de derecha. El estentóreo “Sí, se puede”. Teníamos con qué, la cuestión era creérsela. Siempre la primera que cree es la gente de a pie, contagiada por la marea humana que hoy domina plazas y calles, desde la Puna al Canal de Beagle. Esa gente cree porque necesita creer y el fútbol suele dar más respuestas desde la felicidad que produce –aunque efímeras– que las políticas de Estado. No es apocalíptico afirmarlo, ni antojadizo. Como dice Serrat en una de sus bellas canciones: “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. Tampoco el fútbol es el opio de los pueblos, pese a que los poderosos quieran fumárselo.
Argentina abraza otra vez una final –la sexta de la historia– y la segunda en el siglo XXI. Pasaron con derrota Uruguay 1930, Italia 1990 y Brasil 2014. Argentina ’78 y México ’86 nos dejaron muy diferentes sensaciones si se considera el contexto país. No son pocas seis instancias decisivas. Ni siquiera haberse ido invictos y por penales en el Mundial de Alemania 2006 y con un quinto puesto.
El exitismo mata las mejores ideas y propuestas. Impide ver más allá. Domestica la audacia y nos deja expuestos a la frialdad de una calculadora. Siempre con el banal argumento del peso que tiene la historia, como si la historia ganara partidos porque reverdecerá al fútbol hecho leyenda, el que nos da nostalgia, porque somos nostálgicos y maradonianos por demás.
Los ansiolíticos no hicieron falta esta vez y siguieron guardados en el botiquín, las cábalas o los cuernitos perdieron peso específico y el país se sacudió la ansiedad futbolera con Messi en su mejor versión, los dos goles de Julián Alvarez y la solidez de una selección convencida de a qué juega. En bloque, como si fuera el pronóstico del tiempo cuando no falla, que da garantías pero no bancarias y que, sí nos permiten el juego de palabras, se dio el lujo de dejar en el banco al ancho de basto: Angelito Di María.
Todo eso junto terminó con los miedos previos, casi paralizantes, por ese catecismo de poco sustento que detiene la mirada en los méritos ajenos y empequeñece los propios. Nos pintaban a Modric como una mezcla letal de Cruyff y Platini. Para no exagerar con Pelé. Pero el que apareció una vez más fue ese jugador hecho estampita, nacido en Rosario, criado en la Masía de Barcelona y que ahora irá por el título que le falta.
El festejo de estas horas se adivina bien internacionalista. De Bangladesh a Buenos Aires y con escalas en las principales capitales del mundo donde haya un solo argentino. Curiosa sensación que hacen posible el fútbol y su principal figura, un Maradona reencarnado, de perfil más bajo, no tan político pero siempre determinante con sus filigranas sobre el verde césped.
En Croacia los medios hablan de “robo” por el penal que abrió el partido. El presidente socialdemócrata Zoran Milanović lo vio desde Chile. Está en visita oficial. Se reunió con Gabriel Boric, descendiente de croatas. Dos gobernantes progresistas que cuestionan la supervivencia del nazismo en el país del Mariscal Tito, arquitecto comunista de la ex Yugoslavia.
Croacia tiene antiguos problemas con las ideas supremacistas. No contaminaron su fútbol-juego, de buen pie, respetado en el mundo deportivo, pero sí ensuciaron su círculo multitudinario y permearon hacia ciertos jugadores y autoridades.
Los hinchas pasean su neonazismo por Europa. Sucedió en Italia en septiembre último con los de Dinamo Zagreb en una fecha de la Champions League. Camino al San Ciro de Milán marcharon con el brazo derecho en alto, al grito de Sieg Heil. Davor Suker, su ex futbolista estrella, cuando integraba el Real Madrid, visitó la tumba de Ante Pavelic, el líder ustasha y aliado de Hitler que se ocultó durante años en la Argentina.
Dos misceláneas de cómo se vive el fútbol en Europa, en esta actualidad de fascismo explícito. Por fortuna, en América Latina advertimos que ese tipo de bochornos ocurren más esporádicamente. Ni en el Brasil del ultraderechista Jair Bolsonaro son tan frecuentes esas expresiones en la escenografía futbolera. Sí, claro, en la periferia que lo rodea.
La construcción de sentido va acomodando la historia de acuerdo a quién la cuente. En Argentina la contamos con Messi en la repisa del living y Maradona en la mesita de luz. Sus imágenes se retroalimentan. Son la pulsión vital de nuestro fútbol, finalista de una Copa del Mundo una vez más.