“Estoy por terminar”, dice Joe jadeando. Suena como que es algo bueno. No sé lo que está por pasar. “Hacelo un poquito más rápido”.

“Gracias”, contesto. Y luego, de repente, algo que sabe como un líquido tibio con gusto a plástico es disparado en mi boca. Lo escupo sobre el acolchado.

“¡Algo salió! Dios mío, ¡algo salió!”.

“Si, es semen”, me dijo Joe con una actitud molesta y aburrida.

“¿Qué es semen?”

Jennete McCurdy tiene, en ese momento, 18 años y está en un hotel con un hombre de 30. Es la primera vez que ve un pene en su vida. Hace muy poco que dio su primer beso. Ella es mormona, vive en California y fue escolarizada en su casa por su madre, que le negó cualquier tipo de educación sexual y, durante años, le transmitió que el sexo era algo degradante, que transformaba a una mujer en un objeto sucio y usado, despreciable. Jennette no está cómoda con lo que acaba de pasar, lo hizo para complacer a Joe y que él no la deje. Tal vez, él es su vía de escape y una transgresión necesaria.

Jennete no solo es una joven adulta, casi adolescente. También es la estrella de iCarly, una serie juvenil de Nickelodeon que la catapultó a la fama global desde que ella tenía 12 años. Jennette vive disociada en un mundo anfibio. Por un lado, tiene que complacer a directores, productores y ejecutivos; hombres mayores atemorizantes que manipulaban su autoestima en función de su rendimiento actoral. Con seis años aprendió cómo ser una actriz profesional: ser disciplinada, seguir direcciones, no quejarse y tener el cuerpo a disposición para proveer a su familia. Cualquier tipo de socialización y exploración lúdica por fuera del set estaba prohibida por ser una pérdida de tiempo, que atentaba contra su misión en la tierra: conseguir la mayor cantidad de papeles posible. Por el otro, por no haber tenido, justamente, esas experiencias formativas infantiles y adolescentes, sus habilidades sociales eran las de una niña de ocho años.

Ahora, Jennete McCurdy tiene 30 años y escribió uno de los libros más vendidos y comentados del año a nivel mundial: “I’m glad my mom died” (Me alegro de que mi madre haya muerto”). Se trata de sus memorias donde relata cómo, desde muy niña, su madre la extorsionaba para hacerle creer que toda su vida estaba orientada a cumplir un objetivo extremadamente demandante: triunfar en Hollywood; a pesar de que ella odiaba la actuación. Sin embargo, la manipulaba al punto de hacerle creer que actuar era lo mejor para ella, que ella lo amaba, que iba a ser una estrella y que, si no se esforzaba para lograrlo, la iba a decepcionar profundamente.

Cuando salió el libro Jennette estuvo de gira por EEUU presentándolo


Estrella infantil a la fuerza

Jennette detestaba hacer audiciones y que su autoestima esté a la merced del rechazo o la aprobación de adultos mayores, que hacían escrutinios sobre su cuerpo y habilidades. Sin embargo, se sentía culpable cada vez que deseaba no participar de eso: creía que complacer a su mamá, que tenía cáncer en grado cuatro, era lo que la mantenía con vida. Fallar no solo implicaba dejar a su familia sin su principal fuente de estabilidad económica, sino también aumentar la enfermedad de su madre, ponerla en riesgo.

“¡Todos los niños quisieran tener tu vida!”, le decía El Creador de iCarly a Jennette (un nombre que ella no menciona, pero sabemos que se trata del productor Dan Schneider, que fue juzgado por tener comportamientos indebidos con niñas y adolescentes). Su vida parecía perfecta: ella linda, exitosa, hábil, y tenía la belleza de “la chica de al lado”. Sin embargo, vivía atormentada por el monitoreo constante de su madre, que la vigilaba 24/7, incluso cuando iba al baño, y la abusaba sexualmente. Jennette sabía que algo no estaba bien, pero creía que eso era normal y hasta beneficioso para ella.

Desde los 11 años, su mamá la introdujo en el mundo de la anorexia, felicitándola cada vez que ella no comía: perder peso era una forma de evitar que la pubertad transforme su cuerpo en el de una adulta. Crecer era lo peor que le podía pasar, porque eso significaba que iba a dejar de tener papeles infantiles. Por eso, tenía que impedirlo a toda costa: dejar de alimentarse para retrasar la menstruación y el crecimiento era lo único que le daba cierto control sobre su vida.

A lo largo de sus memorias, Jennette revisita este mundo perturbador de explotación normalizado en Hollywood. Fue un éxito porque, justamente, desenmascara esa realidad idealizada y glamourosa que, más que nada, es una máquina de traicionar niñxs, tratarlxs como commodities y picar carne.

Su relato, contado en presente y con un dejo de humor ácido, hace que el lector se meta en cada una de sus viñetas, donde narra los abusos por parte de su madre y los productores. Cómo aprendió a llorar para las cámaras a partir de una educación sentimental perversa; su presión por complacer a su madre, a sus fans y a los ejecutivos del canal; cómo envidiaba a las actrices de su edad que eran más “exitosas” y con más libertad y contención que ella, como su compañera Ariana Grande. La humillación que sentía al ser parte de un programa que le daba vergüenza ajena; sus estrategias autodestructivas para disociarse de la realidad a través de la anorexia, la bulimia y el alcoholismo; su falta de aliados y de adultos compasivos y amorosos; la ausencia de su padre; el cáncer de su mamá, siempre rondando y su trastorno obsesivo compulsivo no tratado. Y, sobre todo, la pérdida de agencia sobre su cuerpo y el no haber podido desarrollar una identidad debido a este escenario. Y, más tarde, cómo recuperó el control sobre su vida cuando su madre murió y ella tomó la decisión de renunciar a la actuación para hacer terapia y emprender un proceso de sanación que, al fin, la llevó a explorar su verdadera pasión: la escritura.

La tapa del libro que está en la lista de los más vendidos


La encerrona de las celebrities precoces

La historia de Jennete trasciende su situación particular y es, en realidad, un comentario sobre la realidad de las estrellas infantiles que triunfan en Hollywood. Este tropo es una figura común depositaria de todo tipo de fantasías, doble varas moralistas y ansiedades sociales. Por un lado, la admiración que generan históricamente los niños prodigio. Por el otro, la envidia sereta que suscita que las personas extremadamente jóvenes sean tan exitosas. Y cierto alivio al verlos caer y arruinarse. Si lxs actores provienen de una familia con pocos recursos económicos, representan la apoteosis del sueño americano meritocrático, y se espera que sigan manteniendo ese “origen humilde”. Si, en cambio, son de un ambiente acaudalado o con padres famosos, la narrativa es que llegaron hasta allí no por sus capacidades, sino por contactos, y siempre serán “los hijos de”, hasta que prueben lo contrario.

Las estrellas infantiles de Disney generan una mímesis con sus personajes: los espectadores creen conocer a lxs actores, cuando en realidad lo que conocen son las figuras sobre la pantalla. De chicxs construyen una subjetividad en función de la validación que reciben de adultos poderosos. Cuando llegan a la pubertad y su carácter infantil y dulce desaparece los papeles dejan de llegar, como ocurrió con Mara Wilson o Macaulay Culkin. Por eso, cuando crecen y tratan de despegarse de esos papeles mostrando una imagen adolescente (genuina, que se corresponde con su edad), son castigados y etiquetados como rebeldes, problemáticos e indisciplinados. Malos ejemplos. Esto pasó en casos emblemáticos, como el de Britney Spears, Christina Aguilera o Miley Cirus, que tuvieron que adoptar una actitud sexualizada para ser leídas como adultas; algo por lo que fueron ampliamente criticadas. Sin dudas, se trata de un fenómeno sin puerta de salida, un laberinto que muy pocxs pueden saltar por arriba.

Generalmente, lxs niños estrella tienen tres caminos. O logran trascender esa figura consiguiendo inmediatamente papeles adultos exitosos y dramáticos para ser “tomados en serio, o “desaparecen del ambiente artístico” (de vez en cuando salen notas del estilo ‘Qué fue de la vida de…’, y quedan pegados al personaje que encarnaban) o se rebelan como pueden; muchas veces, a través de formas autodestructivas y peligrosas. Tal vez el cerebro humano no está preparado para lidiar con la fama y la aprobación masiva; mucho menos, con la visibilidad de que millones de personas te vean saliendo borracha de un boliche con los tacos en la mano (lo cual no tiene nada de malo) y te castiguen con la burla y la pena en revistas y cadenas de noticias.

ICarly, la serie que hizo famosa a Jennette

Esta última opción es una de las más morbosas y, por eso, más redituable. Hollywood tiene una fijación con construir celebridades infantiles para hacerlas caer de la forma más miserable y televisada posible. Le pasó a Britney Spears, que terminó siendo presa de una tutela; Lindsay Lohan; las hermanas Olsen; Amy Winehouse; Marilyn Monroe y Judy Garland, entre muchísimas otras. Sin embargo, tras el cimbronazo social que generó la irrupción masiva del feminismo en 2015, que problematizó dinámicas patriarcales violentas y normalizadas, y la masividad de consignas como #MeToo, varias actrices y cantantes empezaron a abordar públicamente la hipocresía y abusos que el mundo del entretenimiento imprime sobre lxs niñxs. Una realidad que también abarca a lxs niñxs influencers, que muchas veces son bebés que ni siquiera pueden consentir la exposición a la que están siendo sometidos sistemáticamente por sus padres, para conseguir oportunidades económicas.

No es de esperar que, tal vez, veamos próximamente más libros de memorias desnudando esta doble vara de explotación y complicidad corporativa entre adultos, que ocurre a puertas adentro de los sets, pero también a la vista de todxs. Los papeles infantiles no van a desaparecer. Me alegra que mi mamá haya muerto es una denuncia, pero también, un llamado a la acción para que estas situaciones sean abordadas; que lxs menores tengan charlas abiertas sobre cómo navegar la fama de una forma contenida y que su deseo genuino de querer actuar, (y no hacerlo por presiones externas) sea una prioridad absoluta.