No había mucho para hacer, entonces me puse a mirar la tele. Informaban sobre el derrumbe de un edificio en construcción. Todos los canales cubrían esa noticia. Buscaban al responsable, supuestamente un arquitecto.
A las siete y media de la tarde ya habíamos cenado; en los psiquiátricos se cena temprano. Entró una llamada y atendí: “Doctor, es muy probable que en un rato ingrese un paciente”, me dijeron. Un paciente del doctor Danubio.
De inmediato llamé a mi mujer. Le conté que me iba a reencontrar con el doctor Danubio. Se puso contenta. Le dije que yo también estaba contento. Salí al patio y me fumé un pucho. Después me fumé otro. Fui y me acosté en mi habitación.
Encendí la tele y volví a mirar las imágenes del edificio derrumbado y los comentarios sobre el arquitecto prófugo. El teléfono sonó de nuevo. La secretaria me avisaba que el doctor Danubio me esperaba en el hall para hablar sobre el paciente que se iba a internar. Me acomodé el cuello de la camisa, me pasé las manos por el pelo, y entré en el hall. Danubio me miró, caviló unos instantes, después me dijo:
–Yo a usted lo conozco.
–Sí, Ordoñez, soy Santiago Ordoñez.
Tuve ganas de abrazarlo. El doctor Danubio, todavía a diario pensaba en sus palabras, en todo lo que había compartido conmigo.
–¿Cómo anda? Ordoñez, sí…, Ordoñez.
Me puso una mano en el hombro.
–¿Le comentaron de qué se trata esto? –me preguntó.
No me habían dado detalles, no me habían dicho nada.
–No mucho –le contesté.
–Bueno… –Danubio habló susurrando–. Mire, el paciente que vamos a internar es el arquitecto del edificio que se derrumbó. Parece que se quiere matar.
Yo tragué saliva.
–¿Cómo anda? –volvió a preguntarme.
–Bien –le dije. Me hizo una seña para que entráramos a uno de los consultorios. Nos sentamos.
–¿El arquitecto se quiere matar? –le pregunté.
–Parece que se mandó una cagada importante. Ahora le agarró un ataque de nervios y le dijo a la familia que se va a matar.
–¿Si viene la policía qué hacemos?
–Si está internado la policía no va a venir. Los que sí pueden venir son los periodistas. Si viene la televisión usted sale y dice: “La información de la clínica es confidencial. Remítanse a las autoridades”. Anótelo. Anótelo para no olvidarse.
Lo anoté en un papel: “La información de la clínica es confidencial. Remítanse a las autoridades.”
Ya me imaginaba rodeado de cámaras y micrófonos repitiendo esa frase. La verdad es que nunca me hubiera pensado en esa situación.
–¿Tiene antecedentes psiquiátricos el arquitecto? –pregunté.
–No. Nunca nada. Pero, vio, el derrumbe es algo muy grave, eso desestabiliza a cualquiera.
Hicimos un silencio. Lo observé. Recordé nuestras charlas en otros tiempos.
–¿Sigue leyendo a Borges? –le pregunté.
–Por supuesto. ¿Sabe una cosa? Leí todo lo que está publicado de Borges, todo. Hasta las pequeñas cositas que uno encuentra por ahí –dijo.
Yo sonreía.
–Estoy leyendo a Pablo Ramos –le dije–. Es un muchacho de barrio, sabe… publicó El origen de la tristeza, una novela sobre la infancia en el barrio de Sarandí.
–Siempre le gustaron las historias marginales a usted, siempre –dijo y sonrió.
–Parece que sí.
Iba a decirle “usted me salvó la vida”, pero no se lo dije.
En eso sonó el timbre del psiquiátrico. Era el abogado del arquitecto. Cuando fui a abrir la puerta, pude ver que había un patrullero de la policía apostado del otro lado de la calle.
Esperé afuera del consultorio. El doctor Danubio y el abogado hablaron en privado. Caminé en círculos y fui hasta el comedor. En la televisión seguían pasando imágenes del edificio derrumbado. Tenía nueve pisos. Había muertos, decenas de heridos, desaparecidos. Y volvían a decir que el arquitecto seguía prófugo.
Danubio y el abogado salieron del consultorio.
–Doctor, cuando venga con el paciente ábrame la puerta rápido, por favor –me dijo el abogado–. En quince minutos estamos acá.
Eran cerca de las ocho de la noche. El tipo se fue.
Volvimos a sentarnos en el consultorio con Danubio.
–¿Fue una decisión del abogado la de la internación? –pregunté.
–El tipo se quiere matar, Santiago. Es criterio de internación.
Hicimos un silencio. Ahora había que esperar a que viniera el arquitecto a internarse.
–¿Leyó a Abelardo Castillo? –le pregunté.
–No –me dijo–. Nunca.
–Le va a gustar Abelardo Castillo. Hay un cuento, La madre de Ernesto, son unos pibes que se quieren cojer a la madre de un amigo de ellos. La madre era prostituta. El final es genial.
–Cómo le gustan las historias marginales –volvió a decirme.
–Así parece –dije y miré el piso.
–Lo que sí sé es que Abelardo Castillo le daba al trago –me dijo.
–Sí –le dije–. Escribió El que tiene sed.
–Carver también le daba al trago, y Cheever, y Cortázar.
–¿Usted sigue escribiendo? –le pregunté.
–Estoy con algunas cositas. Pero primero tengo que ordenar mi vida. Me separé, sabe… y vio cómo es, para escribir hay que tener tiempo, hay que estar cansado de estar al pedo entonces uno se pone a escribir.
Yo no pensaba lo mismo. Yo nunca tenía tiempo pero siempre estaba encontrando ese momento para sentarme a escribir.
–A mí me gusta la frase de Capote –me dijo Danubio–, ¿la conoce?
–No, ¿cuál es?
–Todo abstemio es sospechoso –dijo y se rio.
Nos reímos. A todo esto ya había pasado como media hora y el abogado no había vuelto con el arquitecto. Me asomé y estaba el patrullero de la policía apostado al cruzar de la calle. Sonó el teléfono celular de Danubio y cuando atendió le cortaron.
–Están interceptando los celulares –me dijo–. ¡En qué quilombo me metí! –lo dijo en broma, no estaba realmente preocupado.
–¿Y yo? –dije.
Hicimos un silencio. Danubio miró el reloj. El arquitecto no aparecía. Eran más de la nueve de la noche.
–Me casé, tengo dos hijos –le dije.
–¿Sigue con la misma chica?
–Sí, la amo, la misma chica.
–Me alegro, Santiago, me alegro mucho. Entonces ordenó los quilombos de su cabeza.
–Así parece, y los quilombos que me quedan, con eso hago literatura –le dije.
Sonrió.
–Nadie sabe de mis quilombos –le dije.
–Está bien, algunos con quilombos llegan a ser presidentes –me dijo y volvió a sonreír.
Estuvimos en silencio un rato más.
–Voy a tomar una decisión –me dijo. Volvió a mirar el reloj–. Mire, me voy a ir. Si el arquitecto viene me llama.
Se puso de pie, agarró su sobretodo. En eso sonó su celular.
Atendió.
Escuchó, asentía.
–Ok, ok –dijo–. Mire, yo ya me iba a ir, iba a dejarle dicho al médico de guardia que cualquier cosa me llamara. Pero bueno… gracias por avisar. Si me necesita me llama. Un abrazo.
Cerró su celular.
–Asunto terminado –me dijo–. Ábrame la puerta.
–¿Asunto terminado? ¿Seguro?
–El arquitecto se entregó a la policía –me dijo.
Le abrí la puerta.
Quise abrazarlo, no me animaba, pero fue él quien abrió los brazos y me estrechó cálidamente.
–Un gusto haberlo visto –me dijo.
El doctor Danubio salió a la calle y desapareció doblando la esquina.
Yo cerré la puerta. Fui hasta el comedor, estaba en penumbras, todos los pacientes ya estaban en sus habitaciones. En el televisor, las imágenes del edificio venido abajo. Bomberos, ambulancias, gendarmería. Un periodista anunció que la policía había encontrado al arquitecto prófugo. Fui hasta mi habitación. Me senté en la cama. Me puse a pensar. Un recuerdo se me vino a la cabeza: en esa misma clínica, unos años atrás. Yo no era entonces el médico de turno. Recordé que yo lloraba sobre una almohada y el Dr. Danubio me apoyaba la mano en el hombro, me decía algo, y su voz sonaba suave, suave y cálida.