Y su voz está grabada para siempre, dicen quienes recuerdan cómo mantenía en caricia vocal su Do 5 cada vez que cantaba “being's believing” y otros versos de “Flashdance... What a Feeling”, la canción emblema de Flashdance, un clásico de 1983. La voz de Irene Cara es la bandera de aquella película como lo es el nervio de su protagonista, la soldadora de una fábrica que hizo bailar a la década del ochenta y a cualquiera que se asome sin calendario a una pantalla y la descubra con la remera mojada sobre su cuerpo fuego volando, saltando y estirándose en poderosa bravura hasta lo imposible mientras la voz de Irene, llamarada de esa furia danzante, les inyecta euforia guerrera a los movimientos. Tres años antes Irene había sido Coco Hernández, una alumna de una escuela neoyorquina de arte, en Fama, el sueño americano con zapatillas de punta, teclado y designios teatrales que dirigió Alan Parker.
Los años ochenta empezaron con su voz y una aureola, la ilusión de gloria de las películas musicales se cumplía en la vida real de la adolescente que a los cinco años tocaba el piano de oído y había sido la estrellita del barrio en los escenarios de su Bronx natal. Hija de Louise, una empleada con antepasados cubanos y de Gaspar, un saxofonista que se ganaba la vida como obrero del acero, Irene Escalera (el apellido de su nacimiento) recordaba la música de su familia portorriqueña y a su abuela capaz de hacer sonar a una orquesta ella sola.
Un premio de la Academia, dos Grammy, un Globo de Oro y otras honras de trofeo auguraban la estelaridad infinita de la actriz, bailarina y cantante que inspiraba vocaciones y deseos de escenario desde la pantalla. Ahí estaba Coco en Fama estirando el cuello de su remera jugando con su hombro desnudo y unos anteojos negros junto a Bruno Martelli (el alumno pianista y compositor de la escuela) diciendo que la calle creativa y libre era la antesala posible del mejor musical de Broadway. La vida de Coco era la vida de Irene y los sueños de polainas deshilachadas y audiciones podían convertirse en marquesinas.
Antes y después de los laureles actuó en series de televisión, grabó un disco navideño, actuó junto a Clint Eastwood y Burt Reynolds, cantó con Andy Gibb (“Don't Go Breaking My Heart”, está en Youtube), fue una intérprete más en tributos multiestelares y un nombre propio que empezaba a usar tafetas doradas y tornasoles en búsqueda de un micrófono (“Streisand, Ross y Summer, dejen espacio para Irene Cara”, revista Ebony, 1981). Irene Cara era la voz de la década porque era la voz de la taquillera Flashdance y de las dos canciones más escuchadas (“Fama” y de "Out There On My Own”) por ese huracán fanático que tuvo Fama, y porque era la jovencita que los cazadores de tendencia destacaban por ser la primera afroamericana premiada por la Academia desde Hattie McDaniel (Lo que el viento se llevó, 1939) y la primera hispana desde Rita Moreno (Amor sin barreras, 1961).
No había dudas, Irene era una de las voces de los años ochenta, ¿hay muchas? ¿Lo fue Joan Báez cantando Song of Bangladesh diez años antes y recordada ahora en 2022 con pasión futbolera y mundialista? Mientras las apuestas arman listas de nombres, pedestales y épocas, la noticia de la muerte de Irene Cara puso en duda la estelaridad infinita y apoyó la púa sobre discos viejos. No hay recuerdos que la nombren después de los ochenta, no hay nudos de garganta anhelante que la citen, no hay piel de hombros, poderes diafragmáticos en La sostenido ni belting que la potencie. No había presente hasta que llegó la muerte.
Los obituarios recuperaron la historia de una batalla que libró durante años contra Al Coury, el hombre en quien confiaba y quien era el responsable de su carrera. ¿Quién le gana a una discográfica a tiempo para que las puertas no se cierren durante el pleito? ¿Quién puede desarrollar una carrera musical -o cualquier otra- mientras el imperio que decide destinos se siente fastidiado? Cuando ganó el juicio la fama era un eco; se convirtió en una jubilada con renta, compró casas en Florida (donde murió), Santa Fe y Nuevo México; en vibración velada recibió algunos homenajes -una calle con su nombre y un lugar en el paseo de la fama del Bronx-, remakes de ocasión en melodía de sueños por cumplir, algunas canciones nuevas sin fanatismos y el proyecto discográfico de una banda de mujeres de la que fue mentora y a la que llamó "Hot Caramel".
La noticia de su muerte recordó sonoridades ochentosas y se interesó por su edad, ¿cuántos años tenía la chica del flequillo cortito de Fama?, ¿era de 1959 o había nacido en los primeros años de los años sesenta? La precariedad de la certeza estaba a sus anchas con la disputa sobre el botox, las arrugas y famélica por revelar otros dos enigmas: “la causa desconocida de su muerte” y la promesa de una revelación “cuando haya información disponible”.
Lejos del vendaval carroñero, las coach vocales rescatan la voz inspiradora de toda una generación, esa voz valiosa que no se reduce a ser lienzo de incertidumbre asfixiante estirado entre décadas, y analizan, enseñan y se detienen en cada una de sus afinadas dinámicas vocales. ¿Cuándo entra el aire a su cuerpo? ¿después de qué palabra? ¿cuándo sale?, son las mismas dinámicas que disfrutan quienes nunca olvidaron su "voy a vivir para siempre, voy a aprender a volar”. En respiración entonada los recuerdos -como los días- no solo se complican, a veces también se superponen. Bienvenido el coro.