El coso 8 puntos
Argentina, 2022.
Dirección, cámara, montaje y coproducción: Néstor Frenkel.
Duración: 73 minutos.
Intérpretes: Pedro Roth, Damián Dreizik, Diego Peralta Ramos, Gabriel Levinas
Estreno exclusivo en el cine Gaumont.
De un tiempo a esta parte la figura de Federico Manuel Peralta Ramos viene emergiendo del limbo de “loquito simpático e incomprensible”, al que la cultura dominante parecía haberlo condenado durante medio siglo. La avanzada de este re-conocimiento, literalmente dicho, fue el extraordinario film La ballena va llena (2014) performance cómica-política-documental basada en una premisa inconfundiblemente federiquiana. Más recientemente se sucedieron, se superpusieron casi, el imperdible opúsculo Del infinito al bife, que reconstruye su figura y sobre todo sus gargantuescas anédcotas de forma polifónica, y el mediometraje documental Mal de Plata, del artista plástico Juan Carlos Capurro. Además de alguna mención, por cierto, en el enciclopédico El Di Tella, tratado definitivo escrito por el colega Fernando García. Ahora, El coso se presenta como el intento más resuelto de rearmar una figura que, como bien lo expresa el título del librito de Esteban Feune de Colombi, parece extenderse de un cacho de carne a la parrilla al infinito y más allá.
Se sabe: Federico Manuel Peralta Ramos nació en 1939, hijo del patriciado mismo de la nación, y falleció en 1992, poco después de las muertes casi simultáneas de sus padres. “Niño mal de familia bien”, como él mismo se definía, FMPR comenzó jugando al polo, practicando esgrima y estudiando arquitectura, hasta que a comienzos de los 60 largó todo para “pasarse” al mundo de las artes plásticas, que de un modo u otro ya no dejaría. La obra de Federico Manuel (“yo me llamo Federico, vos Federico Manuel”, buscaba lavarse las manos el padre de los destrozos prácticos y metafísicos ocasionados por el voluminoso hijo mayor) se destaca por la producción de un gigantesco huevo de yeso (que se fue cayendo a pedazos durante su exposición), unos cuadros llamados “pesados”, cargados de tanta pintura que ésta se ponía a chorrear en la galería de turno, e infinidad de manuscritos al paso, chorrera de aforismos dignos de un inadvertido Oscar Wilde de las pampas.
Pero su mayor obra era él mismo, tal como dejó sobradamente ultrademostrado en sus dadaístas intervenciones dominicales en el programa de Tato Bores, donde todo –el cuerpo, la palabra, la intención, el atrezzo—subvertía la razón de la familia argentina, que lo contemplaba boquiabierta, en blanco y negro o en color. Ahora el documentalista Néstor Frenkel, que ya había registrado para la eternidad a otro genio del país del bife, el ilusionista René Lavand (El gran simulador, 2013) aborda la redondeada figura de este verdadero coso, con una diferencia: a Lavand, Frenkel lo tenía frente a cámara; a Federico no lo tiene más. Para traerlo de nuevo a la vida, Frenkel confecciona un collage (técnica que curiosamente el tataranieto del fundador de Mar del Plata jamás cultivó) de fragmentos que, puestos uno al lado del otro, van armando un retrato al que necesariamente le faltarán un montón de piezas, ya que el personaje era inabarcable.
Frenkel deja de lado algunos testimonios “cantados” (el del alma gemela y archienemiga Marta Minujin), para buscar otros más peculiares e igualmente transparentes: varios amigos (el artista plástico Pedro Roth, uno al que llamaba “Reverendo”, nadie sabe por qué, el dueño del bar Barbudos, de la Galería del Este, donde el hombre-obra se comía todos los días una ensalada de tomates; aporte notable: de allí vendría la frase “estar del tomate”), algún coleccionista, un galerista, un marchand (el aborrecible Gabriel Levinas), una técnica que restaura las servilletas y hojas de cuadernos donde FMPR escribía al paso cosas como la famosa “Misterio de Economía” o la menos conocida “Una forma de argentinizar una idea es no concretarla”. A este elenco se suma el actor Damián Dreizik, que lee fragmentos del autor. Como si se tratara del Rosebud de El ciudadano, Roth y el “Reverendo” parecen dar en una tecla cuando definen a quien antes de pasar a mejor vida se comió tres docenas de medialunas como “un bebote necesitado de cariño” y un “hijo eterno”. Aunque eso no explica mucho, claro, ya que se puede ser cualquiera de esas cosas y ser un negado, y Federico era un “psicodiferente”.