Suelo decir que no me gusta el fútbol, pero la verdad es que sólo escondo las ganas frustradas de no haber podido nunca jugar. Y también un resto de resentimiento por quedarme afuera históricamente de esa pasión popular. Porque todo bien con mi librito bajo los árboles cuando les amigues se lanzan al potrero, pero yo quiero ser parte siempre de las mayorías apasionadas. Y para eso está el Mundial. Este Mundial que es de otro planeta, uno en el que ganamos con un equipo, que como decían las pibas durante el partido del martes -una cantidad enorme de pibas y un pibe trans que regalaron la más hermosa y desaforada compañía-, es un grupo de amigos. Lo hacen por amor y se nota, también dijeron. Y cada vez que atajaba el Dibu coreaban a los gritos “salud mental”. Nunca hay un solo relato para lo que se juega en la cancha.
Soy una feminista aguafiestas -según la cita ya popular de Sara Ahmed-, de esas que tiran del mantel cuando la mesa está tendida o te enrostran los datos de explotación laboral infantil que hay detrás de las zapatillas que te acabás de comprar. A veces trato de evitarlo, imposible. Pero también soy una persona que vive libando potencia de la fiesta. La fiesta como lugar para salirse de sí, para dejar de creerse que importa tener un nombre propio, la fiesta como ese dispositivo que ofrece pruebas irrefutables de que nos necesitamos, que nadie vive sin les otres, que los paraísos son efímeros pero existen, que las caricias y los besos forman corrientes eróticas colectivas en las que es posible hacer la plancha y flotar más fácil que en el Mar Muerto. Fiestas en la calle, en las pistas, con un parlante diminuto en una vereda, en la puerta de una fábrica recuperada, en un encuentro feminista.
Así que en este Mundial a la fiesta me entregué desde el primer partido aun cuando el ruido de mi corazón roto en ese 2 a 1 se debe haber escuchado hasta en Qatar. Qué importa si el martes fui parte de esa corriente erótica, afectiva y apasionada que salió a la calle a cantar, saltar y treparse donde sea, a buscar cómplices para decir “Argentina” y que eso signifique algo más que crisis, dolor e incertidumbre. Que signifique juego, que diga niñez, éxtasis, amistad, sudor, amor, equipo. Qué despampanante palabra es equipo y cómo vuelan las narrativas que detona, igual que una de esas cañitas voladoras que despiden diez estelas de colores. El lugar de origen de cada jugador, sus sueños de pequeños, la colaboración en la cancha, los 26 guerreros, les hijes de los guerreros en las tribunas, los colores en el corazón, América Latina contra el imperio, las ganas de que gane Marruecos, de una final sur-sur contra todos los pronósticos de los diarios del odio y los opinadores del norte a los que de pronto les molestan los modales aunque dejen morir refugiades en el Mediterráneo como si fuera una catástrofe natural y apenas firman un comunicado por el futbolista sentenciado a muerte en Irán.
Porque sí, el Mundial es un negocio millonario, todo el mundo cuenta dólares y la FIFA es Monsanto, como dice mi amigo Moyi, de Fútbol Militante, porque produce cuerpos, jugadas y modos de estar en la cancha seriados y prácticamente alterados genéticamente contra toda idea de diversidad. Pero viendo a los nuestros en la cancha, chaparros, granudos, con pancita -véase la del Dibu-; sudakas aunque vivan en palacios. Y aun cuando me equivoque en todo, dan ganas de hilvanar relatos, es más, se hilvanan solos.
Los hinchas que cantan arrorró después de haber asustado a un niño en el subte, un beso de lengua en la punta de un semáforo, el pasajero que robó un colectivo para llevarlo a su casa porque llegaba tarde al partido, el celular que alguien perdió y una esquina entera de Lanús cantó hasta que apareció el dueño, las lesbianas que fueron a Qatar a celebrar su luna de miel para desafiarlo todo. Es que el amor derrama amor. Y eso es lo que se siente cuando la alegría desmadra los cauces de un solo cuerpo. Explota.
¿En serio nunca te entusiasmaste con un Mundial? Me preguntan mis amigas futboleras de quienes me confieso botinera. Y no digo la verdad cuando digo que es en serio porque lo intenté. Me desperté a la madrugada cuando jugamos en Japón, inventé cábalas en 2014 cuando mi hijo y mi nieta eran chiquitos y hasta lloraron abrazados cuando perdimos la final. También me recuerdo parada en el asiento de un 3Cv con el techo abierto viendo volar papelitos con el Mundial 78, pero aun cuando no tenía las palabras exactas para definir lo que me pasaba, la tristeza inmensa de mi madre desaparecida por esos mismos milicos que festejaban en las tapas de las revistas me dejaba afuera de todo sentimiento apasionado. Algo de abrazar a esa niña desolada tiene este Mundial. Y bienvenida sea la costura para mi corazón herido.
Escribo mientras sucede el partido entre Francia y Marruecos, deseando un error por arrogancia del equipo de los azules para que un país africano se meta en la final y ya no sea tan importante ganar porque me imagino a todos los jugadores abrazados y a los dos continentes haciendo temblar la tierra con sus saltos enamorados del juego y de la fiesta. Del pito catalán para el imperio colonialista y explotador, aun cuando todos los que estén en la cancha sean ricos que apenas recuerdan el sufrimiento de estar haciendo cuentas todo el día para vivir. Escribo mientras me dejo llevar por los posteos ingeniosos, los diálogos de nuestros jugadores -nuestros, sí- confesándose amor, llamándose sexo –“Sexo Fernández, Messisexo”-entre ellos, diciéndose “mi motorcito”, “hacés todo bien”, “que lindo es jugar con vos atrás”; esos varones de romance porque son un grupo de amigos, son un equipo antes que cualquier otra cosa. Escribo con el deseo de que dure un poco más esta pasión desatada, pasión de pueblo que se apropia de los relatos, los gestos y las cábalas. Les hace decir su nombre, el de cada quien, el de todos, el nuestro: pueblo.
Ojalá esta impresión en el cuerpo, esta marca de agua en la sensibilidad después de haber flotado en la corriente erótica de la alegría colectiva se quede en mis ojos como una cicatriz en el cristalino, algo que me deje mirar en adelante a lo que me rodea con ternura renovada. Y si no al menos que este verano me regale un picadito en alguna cancha improvisada y yo esté pidiendo la pelota para errar un gol o hacerlo. Para poder decir de una vez ¡qué hermoso es el fútbol!