Escuché por primera vez “La mer” cuando comencé mis estudios universitarios en inglés en la Universidad Nacional de Tucumán. Yo estudiaba batería de jazz y ganaba mi sustento tocando standards en los bares de la ciudad. Mis orígenes como baterista en la adolescencia se dieron en el seno del hardcore metal, aunque más adelante mi curiosidad musical se expandiría hacia el jazz y la bossa nova hasta llegar a la impensada orilla de enfrente: la música clásica. Aparecieron en mi vida grandes compositores, pero cuando escuché esta obra, sentí que la música me hablaba íntimamente en el lenguaje de mi propia imaginación. Desde entonces no he dejado de sentirme unido a ella, a su magnífica evocación de las mareas en su calma y sus tormentas. En ese final que me transporta como si un batallón de tritones y nereidas me llevaran cabalgando enormes olas, soplando conchas marinas y derramando vino en dirección al sol enrojecido.
“La mer” llegó a mí en formato CD en una colección del diario La Nación, que a veces compraba los domingos en la Plaza Independencia dónde me sentaba a tomar café y admirar la estatua de “La libertad” de Lola Mora, rodeada de enormes lapachos y naranjos. La edición, bastante sobria para la música que encierra, es un compilado que incluye varias obras de Debussy, todas interpretadas por la orquesta de Radio Francia, dirigida por Désiré Emile Inghelbrecht. Lo reproduje incansablemente hasta que ya no fue suficiente para mi. Necesitaba analizar la obra en mayor profundidad, no podía solo escucharla porque se me escapaban todos los detalles, no podía siquiera formular las preguntas para revelar alguno de sus misterios. Conseguí la partitura pirateada e imprimí las casi trescientas hojas con anillado y tapa de plástico duro en la fotocopiadora de la Facultad de Filosofía y Letras en el Parque 9 de Julio.
En ese momento estaba abandonando la UNT para dedicarme de lleno a trabajar de músico. Este rubro en Tucumán requiere el paso obligado por la orquesta como medio de trabajo estable. Yo venía consiguiendo muchas suplencias encadenadas en la Orquesta Estable de la Provincia. Era el cuarto percusionista, encargado de triángulo, pandereta, campanas tubulares y tam tam –platillo enorme que se toca con mazo– entre otros. Tengo recuerdos maravillosos tocando los platillos en el clímax de las danzas polovtsianas durante el cierre del Septiembre Musical. ¡Con qué pasión le daba a esos pobres platillos!
Se abrió un llamado para cubrir cargos en la orquesta. Luego de dos años trabajando de suplente, finalmente podría ocupar mi puesto con un salario fijo. La audición se realizó en el majestuoso teatro San Martín, a telón cerrado para evitar favoritismos por parte del jurado. Si el concursante revelaba su identidad de alguna manera, se invalidaría su candidatura. Yo quería que me reconocieran, porque de seguro elegirían a alguien con quién ya estaban acostumbrados a trabajar. Sentía esa mañana antes de concursar que todo era un simple trámite que resultaría en mi nombramiento oficial. Pero al llegar al concurso vi que la cola de percusionistas era importante, ya que además de concursantes de otros organismos estatales habían venido músicos de otras provincias.
En el tercer movimiento de “La mer” hay una famosa línea de glockenspiel que muchos percusionistas preparan para dar en concurso. Es un pasaje corto pero muy rápido, además el glocken es un instrumento que no perdona, el más mínimo roce de una tecla equivocada arruina la pieza con sus armónicos desbocados. Preparé también los platillazos de Romeo y Julieta de Tchaikovsky, que suelen pedir para probar lectura a primera vista. El concurso requería además una parte de pandereta y otra de triángulo.
Uno a uno fueron pasando los candidatos y brindando su mejor performance. Cuando llegaba el momento de la lectura a primera vista, el ayudante colocaba la partitura de los platillos de Romeo y Julieta en el atril, y yo veía con atención cómo uno a uno fallaban en el tercer compás donde un silencio de corchea cambia furiosamente el ritmo para asemejar una pelea de espadas. Pensaba que si yo lograba tocar bien ese pasaje ya estaría listo.
Primero me tomaron triángulo y pandereta, todo bien. Tambor, todo bien. Glockenspiel, tercer movimiento de “La mer”. “¡Sí!”, celebré por dentro, y toqué esa parte con seguridad, a la velocidad precisa, con el matiz deseado. Luego llegó el turno de los temidos platillazos que, aunque los había practicado muchas veces, los nervios convirtieron a la pelea con espadas en sablazos que me traspasaron a mí.
A continuación concursó una rosarina que la rompió toda y se ganó el puesto en la orquesta. Fue bastante triste pero justo. Al menos pude tocar la parte de glocken de “La mer” en público, una obra que la Orquesta Estable de Tucumán nunca ha puesto en sus programas y que yo todavía no he visto en vivo. Supe ahí que mi carrera en Tucumán ya no iba a ser posible, así que armé mi equipaje y me tomé el tren a Buenos Aires para trabajar como baterista de Rosario Bléfari.
Me enamoré de muchas otras obras, incluso relacionadas con mi proyecto de campanas, pero nunca dejé de sentirme acompañado por “La mer”. Me doy cuenta ahora, que aquel CD que vino en La nación algún domingo perdido en el calor tucumano, está aquí en mi escritorio de Almagro y le doy play a sus enormes olas mientras rescato estas memorias del naufragio del tiempo.
Federico Orio es músico y compositor. Publicó el álbum Concierto de metales pesados (2022), produjo Sector apagado de Rosario Bléfari (2018) y compuso Timbre (2021) junto a Cecilia Biagini. Ha realizado más de veinte conciertos de campanas entre Tucumán, Santiago del Estero, Buenos Aires y Mar del Plata. Estudió campanología y carillón en la escuela Beiaard Centrum Nederland, Holanda. Compuso “Bronce”, una obra de percusión de cámara estrenada en el festival Atemporánea (2019). Actualmente dicta talleres y conferencias sobre campanología y prepara próximos conciertos de campanas que se realizarán desde febrero de 2023 en Buenos Aires.