Había dos tipos de moñitos. Los simples y los doble. Los primeros los hacíamos para todos los regalos y los dobles solo para los más caros. Mamá compraba cinta de muchos colores. Decía que le aburría que fueran todos iguales. La canastita de los moños, de lejos, parecía plato de fideos de esos que vienen muchas verduras mezcladas.
A mí me gustaba pasar parte del día anterior a Reyes, haciendo moñitos. Cuando mi mamá me lo pedía, yo me sentía importante. Era una tarea que exigía detenimiento y paciencia. Los moños no se hacen solos. Tal vez, con el tiempo, como la gente que teje sin mirar, se pueda improvisar pero no al principio.
El ritual tenía sus pasos. Buscaba la mesa y la sillita que estaba en mi dormitorio y las colocaba en la puerta del negocio, del lado de afuera, en la vereda. Arriba de la mesa, disponía las herramientas, como las había visto ordenadas en la carpintería de José: una al lado de la otra: los rollos de cinta, la tijera y la cinta scotch.. Casi como si fuera material quirúrgico. Una vez acomodados los materiales, empezaba el proceso de creación.
Primero había que hacer como dos ojales de cinta, uno para la derecha y otro para la izquierda. En el medio, un círculo muy redondo, los unía. El redondel coronaba hacía que las alas de los costados no se zafaran y permitía el acto mágico: convertía al moño, casi en una flor.
El procedimiento (si bien parecía idéntico) era único cada vez porque daba lugar a un nuevo nacimiento. Así, con la naturalidad que tienen las cosas que son, sin más. El adorno que acompañaba el regalo y avisaba que lo era, surgía como esos huecos de agua que aparecen en los arroyos después de mover algunas piedras. Antes no existía, ahora sí. Pero paradójicamente era también, como si hubiese estado allí esperando, como una hoja de otro color caída al pie de un árbol. Una suerte de acto mínimo en el que las manos y luego, la mirada daban nacimiento a un objeto único.
El acto mágico culminaba con el cierre de la cinta scotch que afirmaba la creación y le aseguraba la vida. Finalmente, los moñitos caían en la canasta multicolor a la espera de su regalo.
Ya hace mucho tiempo que no me siento en la puerta del negocio a hacer moñitos pero, a veces, hago alguno para un regalo que decido envolver. Tengo siempre muchas cintas de colores y antes de empezar, cierro los ojos como quien invoca un recuerdo que le traerá nitidez.
A menudo vuelvo a este momento, tal vez porque la infancia es en gran parte, la tierra en la que la poesía no necesita esfuerzo. Está, existe. El acto de hacer, o mejor dicho, de crear moñitos resultó mi forma primera, de ver la poesía en los días.
En la creación no hay elementos débiles ni desechables. El tema es siempre si vemos y qué vemos. Puede que pasemos los días habitando un mundo neblinoso. Puede que sea un poco como canta Charly, “alguien me vio, alguien me descubrió”. ¿Y si crear es en realidad una forma de ver? No de volver a ver sino de ver, por primera vez. Como una Anunciación o una epifanía, inevitable e irrenunciable, una vez que ha sucedido. Ya no podemos huir de lo que hemos descubierto. Quien ve, quien escucha ya no deja de ver por más que se tape los ojos, los oídos.
La mirada poética del mundo es una invitación, una posibilidad, una escucha fina, mínima, efímera y eterna en un momento presente que se esfuma y se extiende gracias a los materiales (palabra, pintura, imagen). Como el amor, la mirada poética descubre en la demora, en del detenimiento, aquello que no vieron ni escucharon otras personas. Si bien todxs podemos ver, no todxs estamos dispuestxs a transitar los tiempos y los modos de la poesía.
Ver poéticamente el mundo implica atravesar a diario la alegría de la incertidumbre, de la falta de forma y de nombres. La limitación del lenguaje, el desafío de pervertir, tensionar y faltarle el respeto a la sintaxis, a las normas para poder decir, decirnos.
Habitar la poesía de los días o quitarnos la venda, implica poder ver que en cada cosa o ser hay un material corriente y salvaje lleno de potencia que nos invita a ver la novedad de la vida misma, como los moñitos. La repetición no hace a lo homogéneo sino a la diferencia, a lo singular, a lo particular, a lo único. Nada se repite. Todo nace siempre y ahora ante nuestra mirada.
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