Cuando se piensa en la estructura cíclica del melodrama –en esos relatos que empiezan y terminan con los mismos tonos y las mismas anunciaciones, marcados por el diseño de un mundo que se repliega sobre sí mismo, para ver repetida su tragedia en un reloj que se enreda en sus propias agujas– se evocan los colores intensos de Douglas Sirk, o en el distanciamiento metafísico de Rainer Fassbinder, en los salones suntuosos de la aristocracia viscontiana, o en el esperpento grotesco del México visto por Luis Buñuel. Pero hay otros melodramas que asumen el rostro áspero de entornos pedestres como una cárcel, la fatalidad opaca de leyes inhumanas, el reloj implacable de un sistema fallido que funciona a fuerza de la repetición de sus errores. Time asume su circularidad en ese juego de espejos que conjuran su principio y su final. Un hombre condenado viaja hacia su destino carcelario. En el camión celular que lo transporta, los gritos de otros prisioneros lo aturden, los recuerdos confusos del pasado lo acompañan. Cuatro años de encierro, de castigo, de expiación. Cuatro años en los que la justicia revela las trampas propias de lo humano.
Time es una miniserie de apenas cuatro episodios creada por Jimmy McGovern, producida por la BBC y estrenada en estos días en HBO Max. Su linaje es amplio en la narrativa inglesa, desde esos ejercicios casi perfectos sobre el ritmo del policial, los dilemas morales de cuño shakesperiano, hasta las grandes actuaciones de la escena británica. Pero McGovern anhela una complejidad que excede el truco narrativo del género y por ello dispone las piezas de su relato más allá de esas especulaciones. Primero conocemos a Mark Cobden (Sean Bean), un maestro de primaria que llega a la prisión de Craigmore para cumplir su condena. En sus recuerdos laten imágenes de un accidente automovilístico, un ciclista atropellado, ecos de su alcoholismo y su culpa. Solo le permiten un llamado infructuoso a sus padres, ahora que su irresponsabilidad lo convirtió de nuevo en hijo. En su ingreso le preguntan nombre, profesión y religión; tentado de declarar el esperado anglicanismo, se revela católico no practicante. Una identidad incierta para un tiempo incierto.
Eric McNally (Stephen Graham, en un trabajo notable) también se dirige a Craigmore esa mañana. Desde hace 22 años cumple impecable servicio como guardián de la cárcel. “Sí, jefe o Sí, señor McNally”, le aclara al aturdido Cobden cuando se encuentran por primera vez en una celda. Así debe llamarlo. Una autoridad ganada con esa misma creencia incierta que ofrece el catolicismo para Cobden. “Severo pero justo”, lo nombrará el condenado. A uno y otro lado de las rejas, prisionero y guardián comparten el respeto a las normas, la observación de esa ley que los castiga o los ampara. Cobden se repite una y otra vez que es un maestro escolar para sortear las riñas y aceptar las humillaciones; McNally rechaza aprietes de los capos del penal cuando amenazan la integridad de su hijo, preso en otra cárcel. Hombres silenciosos que cargan con sus debilidades y renunciamientos, que muestran en la máscara que ofrece con precisión McGovern la implacable erosión de su humanidad. Destinos cruzados en un sistema que exhibe sus fallas en el mismo gesto de cumplir su propósito.
En la primera noche de su encierro, Cobden responde al interrogante sobre su crimen. “Maté a un hombre”. Las risas de los otros presos revelan el descrédito en la supuesta jactancia del maestro y desde entonces su delito es un secreto guardado entre fantasmas, liberado en las noches de pesadillas, en los intentos de escribirle a la esposa de su víctima una carta de perdón. Otros hombres también cargan el misterio de sus faltas, la banalidad de sus motivos, la sangre que todavía mancha sus manos. McGovern modela ese universo tan desgastado por la ficción humanizando a sus criaturas más ordinarias sin ningún heroísmo o villanía, sorteando los clisés de la épica carcelaria, entretejiendo un escenario tenso y ominoso con sucesos cotidianos en un sistema que intenta disciplinar la falible condición humana. Para McNally el desafío es aún más apremiante, convencido de la envergadura de su servicio y la honestidad de sus valores. ¿Cómo hacer oídos sordos a la injusticia que se comete bajo el cumplimiento de la ley? ¿Cómo mantener el cumplimiento de su deber cuando su familia está en peligro?
En sus ficciones anteriores, McGovern –nacido y criado en Liverpool– ya había explorado las contradicciones entre la moral social y la conciencia individual, un tema de ribetes metafísicos que bajo su mirada adquiere una dinámica ágil y concreta, sin extravagancias filosóficas. En la serie Broken (2017), también con Sean Bean, un sacerdote debe lidiar con las tensiones entre la institución eclesiástica y su propia práctica religiosa; en Reg (2016), película de David Blair para la que McGovern escribió el guion, un padre debe enfrentar a la institución militar luego de la pérdida de su hijo en Irak; en la exitosa Acusados (2010-2012), nuevamente la justicia y la legalidad encuentran un rostro más complejo en las vidas de hombres y mujeres que reciben su veredicto. Esas trampas carcelarias de las que habla el melodrama, esos tejidos espesos que resultan asfixiantes, escrutados desde la mirada perpleja o irónica ante lo inevitable, siempre son mérito de los hombres y mujeres que las conforman y las padecen.
Sin perder pisada al crecimiento dramático, el universo de Time esquiva toda dimensión sensacionalista; el rostro mundano de Jackson Jones (Brian McCardie), el hombre que maneja los hilos criminales en la cárcel, se afirma en la expresión despiadada de la supervivencia; la religiosa Marie-Louise (Siobhan Finneran) comprende que el camino de cualquier salvación exige palabras amigas antes que dogmas inamovibles; la negativa de McNally de abrazar a su hijo en prisión se remonta a los miedos a esa entrega que siempre es percibida como debilidad. Nada explota en provocaciones ni sacudones al espectador, el preciso ritmo del relato consigue desplegar su historia con genuina emoción y esa punzante demanda reflexiva que nunca nos deja relajarnos. Su espiral es doloroso y persistente, los caminos nunca se liberan de sus espinas, pero el tiempo que nos une a esos personajes, a su anhelo de entender a qué precio se puede sobrevivir y qué limites supone la pérdida de la humanidad, es la medida justa de nuestro pensamiento.