En una viñeta de su historieta La joven Bunch, un relato ni romántico ni de aventuras, Aline Kominsky –que murió hace pocos días, a sus 74 años, de cáncer pancreático– cuenta su primera experiencia sexual: una violación. Por un hombre que al terminar le dice “¿No quieres una hamburguesa?”.
Una mujer que hasta el final de su vida lució pelo rojo encendido, en el cuello un amuleto dramático contra el mal de ojo y que llegó a decir cosas como “el cáncer y el yoga son los responsables de mi esbelta figura”, Kominsky fue una dibujante pionera, editora y pintora, considerada la madre del cómic autobiográfico. Su trabajo inauguró toda un ala de la movida under norteamericana, y desde el principio fue una fuerza de la naturaleza capaz de producir esa clase de escenas: tan crudas y tan crueles, con experiencias tan reales y tan reconocibles para otras mujeres. Pero, al mismo tiempo, con un egoísmo tan refrescante, con un interés tan nulo por causar identificación en ellas, en otras, que sus dibujos deliberadamente grotescos –horribles y repulsivos dirían algunos–, totalmente inadecuados para acompañar la pompa del relato confesional, fueron su marca de estilo, su derrotero filosófico. “Aline dedicó su vida a sobreasquear a cualquiera que la llamara asquerosa”, dijo Diane Noomin, dibujante y colaboradora histórica. “Es la precursora de Lena Dunham, Amy Poehler, Amy Schumer, Sarah Silverman: mujeres que intentan lidiar con sus identidades de una forma no preciosista, una forma liberada y liberadora de verse a uno mismo”, dijo Art Spiegelman, ganador del Pulitzer, autor de Maus y su gran amigo.
Graduada en Bellas Artes, talento temprano de la pintura, Aline Kominsky rechazó el camino del canon para irse con los hippies y los sabandijas de la movida del East Village y luego abrazar, en el San Francisco de los años ’70, el lenguaje que los artistas siempre consideraron como el arte más bajo e indeseable de todos: el cómic, las caricaturas, los fanzines. “Tomaba muchas drogas, bebía, fumaba, comía mucha carne y tenía mucho sexo. Estaba totalmente degenerada”, dijo sobre esos años. Kominsky nació en una familia judía de Long Island, bajo el nombre de Aline Goldman, con padres irresponsables, decía ella: sociópatas, a los que se ocupó en dibujar como babosas y otros monstruos posibles. Fanática del humor de los comediantes judíos de entonces –Alan King, Joey Bishop y Joan Rivers– en su historietas moldeó un humor confesional y autodestructivo, ombliguista y divertidísimo, que la diferenció de las artistas feministas de su época, mucho más militantes y comprometidas con causas colectivas. En el relato autobiográfico según Aline Kominsky no hay delicadeza, ni autocompasión, ni generosidad. Solo ingenio, autodesprecio, sexo rancio y desagradable, con placer y con dolor, al punto de que algunos de sus cómics tienen nombres como: “Me odio Kominsky-Crumb”.
Hasta su muerte, y durante los 50 años anteriores, Aline Kominsky estuvo casada con Robert Crumb, quizás el dibujante más famoso del mundo: famoso e infame, por supuesto. Su relación, muy abierta y además muy pública, quedó plasmada en cómics personales de ambos, y varios de ellos colaborativos, como las viñetas del New Yorker que compartieron, o la tira Dirty Laundry, que hicieron entre los dos, fieles a la convicción de ella: que la ropa sucia, la que está realmente podrida, se lava en público. En los ’80, ella editó Weirdo, la revista que Crumb creó y que reunió nombres como Peter Bagge, Phoebe Gloeckner, Julie Doucet, Harvey Peckar y demás lumbreras, y además tuvieron una hija, Sophie, que también se hizo dibujante. Se mudaron a un pequeño pueblito medieval de Francia en los años ’90, justo a tiempo para esquivar el boom del notable documental de Terry Zwigoff, que le dio un envión aun mayor a él, pero que a ella no le gustó porque “creo que se me representó como la santa esposa estable y no me siento así en absoluto. Me dan ganas de comportarme como un animal salvaje".
Previsiblemente, mientras Crumb fue aclamado durante décadas, Kominsky no recibió elogios comparables hasta el cambio de siglo, cuando se hicieron muestras y antologías de su obra, y además ella presentó sus memorias. Cuando le preguntaron –una de las veces que le preguntaron– cómo era vivir en medio de la nada con un genio tal, ella respondió: “Robert es el mejor friegaplatos que he conocido y es divertido hablar con él en el desayuno. Siempre se ríe de mis chistes y es mi más grande admirador. Eso es para mí vivir con un genio”. En otra entrevista agregó: “Creo que mi trabajo es estupendo y, con el tiempo, se me reconocerá como el genio que yo soy".
Con el tiempo así ha sido. Su obra se estudia en universidades y se expone en museos. Ella, sin embargo, ya era una figura relevante y pionera del cómic desde hacía varias décadas. Fue miembro del colectivo exclusivamente de mujeres Wimmen's Comix en los 70, que ayudó a fundar y que también fue la primera en abandonar. Lo hizo y deshizo junto a Trina Robbins, dibujante e historiadora feminista, una mujer excepcional y gran responsable de conservar y difundir el trabajo de las mujeres artistas hasta hoy. Kominsky, en cambio, prefería el hedonismo por sobre la militancia, pero decir que macheteó camino para muchas, que inspiró a muchas, no es una novedad. Lo llamativo –lo que resulta un poco liberador incluso–, es que parece ser que no hizo nada por altruismo, que fue simplemente por irreverencia: su deseo personal y pedestre de vivir en sus propios términos abrió naturalmente camino para otras.
Después de dejar Wimmen's Comix, Kominsky fundó Twisted Sisters, otra antología de mujeres, junto a la co-editora Diane Noomin. La portada del primer número cristalizó su personaje, su visión de las cosas: es un autorretrato horrendo de ella sentada en el inodoro, con los calzones hasta los tobillos preguntándose cuántas calorías tiene una quesadilla. “En algunos aspectos, Aline Kominsky-Crumb personifica el espíritu underground. ¿Quieres dibujos toscos y garabateados? ¿Quieres autorrevelaciones dolorosamente honestas? Aline lo tiene todo”, dijo Gary Groth, el editor de la revista The Comic Journal, cuando se publicó Love that Bunch (con el subtítulo de comida, sexo, muerte, dolor, romance, placer), un primer intento de antología exhaustiva de su obra, cuando nadie sentía que era necesaria una antología exhaustiva de tal persona, y que sin embargo no ha parado de reeditarse y extenderse. “Y aunque su arte ha ganado en madurez y complejidad desde entonces, Aline Komisnky nunca, nunca renunció a su crudeza esencial, a su mordaz honestidad”.