Hace miles y miles de años, en la antigua Mesopotamia del siglo XXIII a.C., un rey sumerio llamado Lugal-Zagesi fue derrocado por un tal Sargón, que pasaría a la posteridad como Sargón I de Acadia, hombre con afán de imperio que, tras tomar el poder en el norte de la región, se expandió hacia el sur, conquistando territorio tras territorio, incluida una ciudad estratégica: Ur. Sobra decir que el clima estaba caldeado, entonces el flamante soberano delegó en alguien de su círculo más íntimo la supervisión de la prestigiosa urbe: su hija Enheduanna, que fue nombrada suma sacerdotisa de la deidad tutelar de la ciudad, Nanna, dios de la luna, garante de los ciclos de la vida y de la noche, bien top en el panteón mesopotámico. Tenida por concubina terrenal de la susodicha entidad suprema, Enheduanna no solo se ocupaba de asuntos religiosos sino también políticos y económicos, y bastante bien se habrá desempeñado, dado que su cargo se “institucionalizó”.
Así las cosas, la muchacha -cuya existencia histórica ha sido demostrada por joyas pretéritas y un disco de alabastro encontrado en el templo del mentado dios lunar- vivió un momento de gran zozobra cuando, tras una revuelta, fue obligada a exiliarse. Y aunque su advocación oficial era Nanna, viendo que él le había soltado la mano, Enheduanna se encomendó a una diosa feroz e implacable, tan sensual como poderosa: Inanna, representante de la guerra y del amor sexual, reina del verano y de la primavera, asociada a la posterior Ishtar, a la Afrodita griega, a la Venus romana…
¿Que cómo sabemos de la devoción de la princesa por esta diosa? Porque, mientras vagaba, la visitaron las musas y necesitó volcar su inspiración en formato de súplicas a Inanna sobre tablas de arcilla. Ducha en escritura cuneiforme, la sacerdotisa anotó: “Soy Enheduanna, déjame hablarte con mi oración, mis lágrimas fluyen como un dulce embriagador” en textos que son considerados el primer registro de un autor -cualquiera sea su género- que se identifica a sí mismo con su propio nombre. Dicho de otra manera, el primer escritor conocido de la Historia habría sido esta mujer, que en primera persona describió las penosas circunstancias de su exilio forzado. Sobre el usurpador, por caso, señalaría: “Me hizo volar como una golondrina por la ventana. Me hizo caminar entre los espinos de las montañas. Me despojó de la vestimenta que le correspondía a la sacerdotisa. Me dio una daga, y dijo: 'Estos son adornos apropiados para ti’”.
“Por primera vez en la Historia, alguien da un paso adelante y usa la primera persona del singular, introduciendo la autobiografía ¿Y sobre qué escribe? Acoso, profanación, exilio, las fuerzas destructivas de la naturaleza, temas que resuenan hoy día. Es profundo y muy personal, una voz fortísima”, remarca Sidney Babcock, curador de la muestra She Who Wrote: Enheduanna and Women of Mesopotamia, que por estos días se presenta en el Morgan Library & Museum de Nueva York. Celebrando, obvio es aclararlo, a la suma sacerdotisa mesopotámica, primera autora de la que se tiene registro, que en sus obras también habla del desafío de encapsular las maravillas divinas a través de la palabra escrita, cuenta cómo pasa largas horas trabajando en sus composiciones por la noche, para luego interpretarlas durante el día, etcétera.
Las súplicas a Inanna, por cierto, rindieron frutos, porque al tiempo la princesa fue restaurada en su rol de líder espiritual y política en Ur, ciudad emplazada en lo que hoy es Irak (donde actualmente los derechos femeninos son constantemente vulnerados, cabe recordar, ya sea por los matrimonios forzados y los crímenes de “honor”, ya sea porque el analfabetismo entre mujeres supera con creces el masculino, porque el maltrato doméstico es moneda corriente, porque lo que se espera de las mujeres es sumisión).
“Hemos hecho exposiciones sobre Emily Dickinson, sobre Mary Shelley, sobre las hermanas Bronté, así que nos pareció lógico montar una exhibición sobre el primer autor conocido, que resulta ser una mujer. La mayoría de la gente no lo sabe, no se celebra ¿Cómo es posible? En muchas escuelas se habla de Safo, ¡y ella llegaría recién mil años más tarde!”, manifiesta Babcock. Y aclara -por si las mosquitas- que todos los textos que nos llegan de Enheduanna son copias realizadas siglos después de su muerte, ya que sus escritos -de impacto duradero- fueron replicados por escribas mucho rato más tarde de que falleciera. De hecho, hay consenso entre eruditos/as en que al menos dos himnos a la diosa sumeria (“La exaltación de Inanna” y “Un himno a Inanna”) serían de su autoría. Menos certezas, empero, revisten poemas posteriores, que ciertos estudiosos le atribuyen por estilo y contenido, mientras otros no están tan convencidos.
Dicho lo dicho, aún haciendo de Enheduanna su punto focal, la muestra presenta además una selección de piezas antiquísimas que capturan la vida de las mujeres en la Mesopotamia de fines del cuarto y tercer milenio antes de Cristo, y que dan testimonio de sus roles como diosas y sacerdotisas, como madres y nodrizas, como laburantes y gobernantas. “Había mujeres desempeñando toda suerte de oficios: tejedoras, alfareras, cuidadoras de ganado… Muchas participaban en transacciones económicas, supervisaban banquetes festivos, incluso tenían un papel muy activo en los templos, ya sea como sacerdotisas que supervisaban el culto, ya sea como adoradoras que traían ofrendas y dedicaban imágenes a deidades”, destaca Babcock. Cita algunos ejemplos de este período lejano; entre ellos, los registros que sugieren que una muchacha llamada Ka-Gír-gal vendió tierras de su propiedad; o bien, el hallazgo de inscripciones que acreditan la existencia de la reina Puabi de Ur, anterior a Enheduanna, identificada en su cámara funeraria a través de su nombre y título soberano, no en relación a su esposo o padre, lo que indica que gobernó por derecho propio.