Desde Barcelona
UNO Este 18 de julio se cumplen 200 años de la muerte de Jane Austen; 92 de la publicación de Mein Kampf de Adolf Hitler; y 81 años de la jornada en la que Francisco Franco –autor de Diario de una bandera– se sublevó contra la Segunda República encendiendo así los fuegos de la Guerra Civil. Sumarle a todo lo anterior el que también hoy –día oscuro para las letras si lo hay, piensa Rodríguez– cumple 54 años ese escritor argentino que a Rodríguez no le gusta mucho. Pero con el que se cruza demasiado. Y al que, en ocasiones, siente como si lo tuviese metido dentro de su cabeza, asquerosamente meta-autorreferencial, como en una de esas películas de Spike Jonze & Charlie Kaufman, obligándole a pensar en cosas como...
DOS ...que a él nunca le interesó demasiado Jane Austen, sin que esto signifique el que no la estime. Rodríguez (o como se llame el otro que piensa lo que él piensa) prefiere al cerebro de George Eliot. O a las ardientes hermanas Brontë, quienes despreciaban con orgullo y prejuicio a la autora de Sense and Sensibilty por considerarla demasiado preocupada por frígidos protocolos, porque nadie moría en sus tramas (caminar bajo la lluvia equivale, apenas, a contraer una pasajera gripe), y por esos bailes en los que esas doncellas recreadas una y otra vez por la BBC parecen flotar dentro de sus túnicas. Pero Rodríguez se pregunta si en verdad bailaban así y si en realidad podían conversar tanto entre giros y reverencias. ¿Cómo puede saberse? ¿Quedarán manuales de la época para aprender a bailar? En cualquier caso, seguro que esos instructivos no recomendaban parlotear tanto mientras se bailaba. ¿O sí? Quién sabe y, después de todo, ¿no vivimos años pensando en que los dinosaurios eran grises y verdosos cuando en realidad estaban cubiertos por plumas technicolor?
TRES Con este ánimo, Rodríguez entra (desventurada y poseidónica ola de calor, aire acondicionado, leer refresca) a hojear varios recientes ensayos austenianos y conmemorativos en su librería muy amiga: Jane Austen: The Secret Radical de Helena Kelly (que la propone como gran reformista social subliminal), Among the Janeites de Deborah Yaffe (concentrándose en las obsesiones de sus cada vez más fans y continuadores y pasticheurs que no dudan en añadirle zombis y divorcios que, tal vez, habrían conformado a las Brontë), The Making of Jane Austen de Devoney Looser (analizando la evolución e impacto de quien comenzó figurando en las portadas de sus eternos best-sellers como “By a Lady”) y The Genius of Jane Austen de Paula Byrne (descifrando las claves que la han convertido en moda sin vencimiento y en guionista favorita de Hollywood y alrededores).
Y Rodríguez sale de allí como flotando; convencido de que tal vez debería volver a Emma, sí, pero pensando en Cathy.
CUATRO La cantautora británica Kate Bush se hizo famosa al debutar con su canción “Wuthering Heights” y muchos años después grabó una larga canción/suite, “The Ninth Wave”, que canta y cuenta la historia de una mujer sobreviviente de un naufragio, flotando en el centro del océano, pero aún así segura de que va a morir antes de ser rescatada. Ahí, en suspenso, repasa su vida con modales de libre flujo de conciencia modernista.
El primer gran éxito de Shakira se titula “¿Dónde estás, corazón?”, uno de sus últimos hits es “La bicicleta”, y la colombiana ha grabado una anuncio de tv para la línea de cruceros Costa donde camina por pueblo mediterráneo, sonríe a marineros, es ojeada por curas, y se despide en un muelle con un críptico “Benvenuti a la felicita al quadrato”.
Kate Bush gira y flota y aúlla porque Heathcliff la deje entrar.
Shakira sale a sacudir caderas pero no se moja y, seguro, suspira por Darcy.
Ustedes elijen.
CINCO Y algunos en esas “ciudades flotantes” leen a Jane Austen (porque ahora es lo que toca; aunque apenas haya barcos en su obra y en la de sus contemporáneos; breves menciones, apenas, de caballeros levando anclas para hacer fortuna en el Continente o en el Nuevo Mundo y regresar de allí bien equipados para desposar o esposar a esas damiselas que los esperan bailando y conversando entre ellas); mientras muchos otros optan por La sombra del viento a la espera de la próxima de Dan Brown. Porque ambas “pasan” en esa ciudad a la que se disponen a descender gritando “¡Al abordaje!” Y los locales –infelices y con los ojos a cuadros– saben de la importancia económica de los cruceros para Barcelona (primer puerto crucerístico europeo y sexto del mundo; segundo destino preferido para el turismo “de luxe” luego de New York) pero los aguantan cada vez menos y peor. Y no dejan de pensar en lo que le pasó a Venecia –¡venecianos a los botes!– cuando fue tomada por estos colosos acuáticos con nombres como Harmony of the Seas o Meraviglia. Aquí vienen. En fila como leviatanes blancos. Inmensos y tóxicos y portadores de tipos gritando a proa –mientras fotografían el yate investigado del investigado Cristiano Ronaldo– eso de “King of the World!” pero que se parecen más a las ratas ascendiendo desde las bodegas del Demeter en Drácula.
La parte íntimamente exhibicionista del asunto (muchos viajaban así para que los vean viajar, todos juntos, en familia) ya fue cubierta inmejorable y definitivamente por David Foster Wallace en aquel divertido ensayo suyo sobre algo supuestamente divertido pero no. La parte secretamente pública (Rodríguez lee en El País que esta industria ha crecido un 62% en la última década; que en 2017 unos 26 millones de pasajeros se subirán al casi medio millar de buques en actividad; y que las rutas favoritas son la caribeña y la mediterránea) está cada vez peor redactada y tiene incuestionable poca gracia. Terminales gigantes alterando la línea de costa, envenenamiento rampante de las aguas por fuel (que es más barato pero contamina 3.500 veces más que el diésel) y por residuos surtidos (en una semana un navío de 3.000 pasajeros produce 75.000 litros de desechos humanos, más de 370.000 litros de agua procedente de baños y lavaplatos y lavarropas y unas ocho toneladas de basura sólida que, en muchos casos, se arrojan por la borda cuando nadie mira), humo de chimeneas, polución lumínica que ya impide contemplar la Vía Láctea desde la orilla (para hacerlo en Barcelona hay que adentrarse 30 kilómetros en el mar). Y –last but not least– hordas que no duermen en la ciudad pero que sí la exprimen a fondo gastando poco y nada, porque vienen con todo pago a bordo. Añadir posibles intoxicaciones y epidemias contagiándose de un camarote a otro y tripulación esclavizada y rumores de actividades ilegales de diferente calibre y gente que piensa que puede caminar sobre las aguas y barcos en mal estado que siguen dando vueltas por ahí. Rodríguez se dice que a J. G. Ballard le faltó tiempo para ubicar una de sus pesadillas entrópicas en el S. S. Sarasvati o en el Crystal Simphony o en el Fascinosa o en el Disney Magic y...
SEIS ...el 18 de julio (de 1955) fue el día en que Disneyland abrió por primera vez sus puertas. Entonces el turismo dejó de ser lo que había sido hasta entonces y a flotar (y a ahogarse) en esos ríos artificiales y lagos temáticos y falsos arroyos subterráneos a bordo de vapor de rueda de Tom Sawyer o de submarino de Capitán Nemo.
Y el show y la travesía deben continuar.
Y, de nuevo, hace tanto pero tanto calor.
Y Rodríguez –en tierra infirme– se dice que, de embarcarse en algo, lo haría en ese colosal iceberg que acaba de desprenderse de la Antártida. Y lo bautizaría Tekeli li.
Y allí –lamiendo helado ruido blanco en su cabeza, otra vez esa voz y ese vos, al que no va a desearle un “feliz”, porque el que los cumpla ya es suficiente, ya es mucho– Rodríguez iría a la deriva pero con persuasión y recordándose todo el tiempo intentar olvidar, en vano, que poder flotar no es lo mismo que saber nadar.