En un restaurante de Doha --hace años-- un mozo señaló con disimulo una mesa con un hombre grandote de la familia Al Thani --la del emir de Qatar--, un alcohólico rodeado de cinco guardaespaldas italianos, no para cuidarlo sino controlarlo: “Se irrita si no le damos más whisky; a una moza le dijo 'yo soy el rey ¡puta! Tenés que besarme la mano'”. El alcohol, en teoría, está prohibido para musulmanes. Y en el menú había carnes de todo el mundo, pero ni un plato de cerdo.
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Subí al rooftop vidriado de un hotel con ascensor de oro y una moza brasileña me contó que, a veces, llegan cinco amigos con túnica blanca y piden platos hasta ocupar toda la mesa con exquisiteces globales: “pican un sushi, hacen la selfie con la mesa llena y se van, dejando la comida sin tocar; yo creía que no les había gustado, pero luego entendí que el sentido de la salida era ese; ya habían comido antes”. En esos hoteles, qataríes varones se toman licencias --como en una zona franca internacional-- pero así y todo, no hay cerdo. Y es lógico: es un tabú arraigado ya desde los albores de la civilización en Oriente Medio. Yahvé en el Libro del Génesis prohíbe su carne por impura y 1500 años después, Alá reafirmó ese asco divino a Mahoma en El Corán.
Yo comía en barcitos sándwiches de cordero por dos dólares con obreros nepalíes e hindúes, los que levantaban estadios. Eran casi todos hinduistas compelidos a no comer vaca, quienes sí aceptan el cerdo (no lo había para nadie). Tampoco res, a pesar de que venían pakistaníes musulmanes que se la permiten, cuyos abuelos en los años 40 quizá hayan recibido ataques mortales desde aldeas hinduistas, horrorizadas de que los del pueblo vecino fuesen “asesinos de vacas”.
El emir Al Thani compró un mundial para insertarse al mundo y globalizarse. Pero hay consenso entre población y gobierno en mantener su identidad lo más fija posible: la pureza de las raíces, ese imposible. Por eso respetan --hasta donde se pueda-- las prohibiciones del islam. Las sociedades arábigas conservan lógicas de clan: la autoridad paterna es fuerte sobre los hijos, en general numerosos (los padres reciben una asignación mensual de 800 dólares por vástago hasta los 18 años). Esos hijos no deben ser descubiertos irrespetando un tabú. Casi todos son muy religiosos en Qatar. Un deber de un adulto es dar una mensualidad a sus padres --mil dólares-- y donar el 10 por ciento de su ingreso a los pobres. De lo contrario, Alá perjudicaría los negocios (un tabú para balancear la sociedad).
En esa parte del mundo se nace musulmán, un culto omnipresente cada día a lo largo de toda la vida. Cada noche --4.20 a.m.-- oí en mi cama de hotel el llamado lacrimoso del muezzin desde un minarete. Y vi tras la ventana un millar de hombres arrodillarse en la vereda de la mezquita a orar sobre una alfombra traída enrollada bajo la axila. Un buen musulmán cumple por convicción: reza cinco veces al día. Y en Qatar la mayoría lo hace. El Al Thani del restaurante era en verdad una oveja negra, una deshonra que, siendo parte del clan, no es posible expulsarlo: este sigue siendo el mundo cultural de los beduinos.
Quizá la proscripción más respetada sea la del cerdo, algo esperable si a uno lo educaron --y al padre y al abuelo y al bisa y al tátara-- en que esos gorditos cuadrúpedos son lo más repugnante que existe. Occidente --como cada cultura-- proyecta sus estructuras mentales al mundo y tilda de atrasados, salvajes y perjudiciales a los tabúes de la vaca sagrada en India y del cerdo en Medio Oriente. En 1974 el antropólogo Marvin Harris publicó el libro Vacas, cerdos, guerras y brujas: detrás de esos mandatos sagrados habría saberes prácticos nada espirituales, de origen material. La sacralización de esas imposiciones no es arbitraria, sino la estrategia de sabios de las aldeas para hacer cumplir conductas necesarias para la sobrevivencia. Son reglas que el hombre, milenariamente indócil, no seguiría sin la instalación de un temor divino.
Dice Harris que antes del Renacimiento se atribuía la porcofobia a la suciedad de los chanchitos, limitados en glándulas sudoríparas que sufren el calor: se revuelcan en barro, excrementos y orina para refrescarse. Pero las vacas encerradas hacen lo mismo y en Oriente Medio siempre las han comido, sin culpa ni repugnancia. Además, los cerdos bien criados en un ambiente fresco, devienen en decorosos animales domésticos.
El antropólogo James Frazer dijo que las culturas no consumen ciertos animales, simplemente por haberlos divinizado. Para Harris eso no explica nada: a lo largo de la historia, varios animales sagrados fueron comidos por sus adoradores en Oriente Medio. Su tesis es que la Biblia y el Corán condenaron al cerdo porque criarlo era una amenaza a la integridad de los ecosistemas naturales y culturales. Hace 3000 años, los hebreos --que tienen vedado al cerdo-- anteriores a los musulmanes se habían adaptado a la geografía árida poco poblada de Mesopotamia y Egipto. Gran parte eran pastores nómadas con rebaños --como el abuelo de cada catarí adulto-- conviviendo con agricultores sedentarios ribereños.
La vida nomádica en planicies infértiles requiere vacas, ovejas y cabras que consumen hierba. El cerdo se adaptó a bosques y riberas comiendo nueces, frutas, tubérculos y granos: compite con el hombre por comida (no puede vivir a puro pasto). Los nómadas nunca han tenido cerdos en cantidad, difíciles de conducir y pobres en leche. Un animal criado trabajosamente solo para saborear su carne es demasiado lujo en el desierto: se debe optar por los que dan leche, queso, piel, bosta combustible para cocinar y calentarse, fibra para hilar, tracción para arar y carne. Para los pueblos sedentarios el cerdo era una amenaza que acechaba sus sembradíos. Concluye Harris desde el materialismo cultural: “en ese mundo, la prohibición del cerdo fue una estrategia ecológica acertada”.
El cerdo valía solo por su sabor, preciado en todo el orbe y también en tierras de Cristo y Mahoma. Al ser grande la tentación, mayor la necesidad de prohibición divina (como en el tabú del incesto). Si el placer de la carne es tan fuerte y a la vez perjudicial, la autoridad máxima --dios-- pone un límite absoluto. Al cerdo no se puede ni tocarlo: transmite impureza, aun limpio. No se lo debe criar ni a pequeña escala: su mera presencia, aumentará el deseo. Será mejor la eliminación total.
Harris propone que la religión la creó el hombre para necesidades concretas. Y se pregunta por qué tabúes ya innecesarios como la porcofobia aún se mantienen: son rasgos que dan sentido y cohesionan sociedades, generando identidad y estabilidad. A los musulmanes los define, por ejemplo, el no comer cerdo, ese manjar. Pero esa regla carece de la irracionalidad inescrutable o arbitraria que Occidente le suele asignar. Más bien parece la conclusión de un milenario análisis instrumental ya perdido, pero muy presente y eficaz en el inconsciente cultural de los pueblos. Son conductas tan obvias y naturales, que ninguno de ellos las podría explicar. No saben, pero saben.