"Y si no hubiera sido porque alguien vino a cerrarlos y a decirme: 'Ella ya no está', yo no me habría movido de ahí, porque no, porque yo sabía que aquella mirada suya era la misma que solía poner cuando se le derramaba el cariño que me tenía". Juan Rulfo.
A mi Nonía
Cuando era chica me mandaron a vivir con la abuela. No tengo recuerdo de esto. Me parecía natural que mi hermano, por ser el menor, viviera con mis padres y yo con la abuela.
La abuela era una mujer sencilla. Y limpia. “Pobre, pero limpia”, repetía a modo de chiste. Dormíamos juntas en una cama de una plaza, en una habitación oscura, húmeda y fría. Dormimos en esa cama hasta que cumplí 12 años. La tía llegó una mañana con un flete y una cama de dos plazas. La idea era que yo me quedara en la de una plaza, pero esa cama se había convertido en un espacio donde dejar ropa, bolsas y cajas, y yo pasé a la de dos, junto a la abuela.
Ella se levantaba temprano, a las seis, y recorría la casa con un camisón largo y blanco. Iba al baño, preparaba el mate y se sentaba a desayunar y a escuchar las noticias. A las siete iba y me despertaba con una taza tibia de té con leche y galletitas. A veces con tostadas con manteca. Cuando hacía tostadas, la casa se llenaba de humo. A mí me encantaba. Disfrutaba de ese olor. Después, yo me iba caminando a la escuela, que quedaba a unas pocas cuadras. Ella me acompañaba. Y a la vuelta me esperaba en la puerta de la escuela, junto con las otras mamás. Cuando mi hermano comenzó a ir a la escuela, me resultaba gracioso ver a mamá y a la abuela en la puerta. Mi madre esperando a mi hermano. Mi abuela esperándome a mí.
La amé hasta la locura. Por las noches lloraba, pidiéndole a Dios que por favor ella no se muriera, que no me dejara sola. No podía imaginar una vida sin mi abuela. Era un amor terrible.
Los domingos íbamos a misa. Caminábamos agarradas del brazo. Las vecinas la saludaban y se quedaban conversando. Yo, en silencio, la cabeza gacha, pateaba la calle.
La abuela tenía ciertas manías. Servía el mate sobre un repasador, como si protegiera la mesa, cuando en verdad, lo que daba pena era arruinar esos repasadores blancos, y limpiaba la punta de la bombilla antes de darle el mate a alguien, como si le diera asco. También revolvía la bombilla, aunque todos dicen que eso es algo que no se debe hacer.
Decía que su color era el negro. Yo miraba sus raíces blancas y me parecía imposible. Zanahoria, ese era su color. Me mostraba fotos suyas en blanco y negro. Y ahí aparecía. Tan negro como el mío.
Le pasaba el peine. Ella se adormecía en la silla. Roncaba. Pasarle el peine por el pelo a alguien es una caricia, pensaba. A las cuatro empezaba la novela. Tenía que mirar la hora en el reloj de pared y avisarle. Todas las novelas eran iguales. Siempre había una chica pobre que se enamoraba de un tipo rico. Después de mucho sufrimiento, terminaban casándose. Y eran felices para siempre. Por eso debía ser que, cuando conversaba con alguien, para cerrar alguna idea, decía al final: “eso sólo pasa en las novelas”.
Traía frutas. Naranjas y manzanas. Pelaba una naranja y la cortaba a la mitad. Yo veía el color naranja fuerte. ¿Y si el tiempo se detuviera y pudiéramos permanecer así? La tele con el volumen bajo, como un susurro constante. Ella, pelando naranjas o manzanas en medio de la humedad de las paredes. Yo, mirándola hacer.
Se puede saber mucho acerca de una persona según su forma de comer. Mi hermano pelaba la naranja y le hacía un corte en la punta, como un sombrerito. Era travieso. Y divertido. La abuela era prolija. Por eso la cortaba en rodajas, como gajos. Sin desperdiciar nada ¿Y yo? ¿Cómo era?
Pelaba la manzana. Una sola tira circular, gruesa. Yo comía la manzana y ella la cáscara.
Buscaba el estuche de cosméticos. La crema blanca con la tapa celeste. Metía dos dedos en el pote frío. Sacaba un poco de aquella crema y se la esparcía por la cara y el cuello. Masajeaba. Después la retiraba con un algodón. Veíamos el algodón en la luz, para saber si la crema servía o no, si salían los puntos negros. La cara le quedaba aceitosa y colorada. Buscaba la pincita y le sacaba los pelos de los lunares. Pelos largos y blancos. De la pera, del bigote. En la ceja no, ya casi no le crecían.
Ella me decía que estudiara. Que no me pusiera de novia. Que fuera feliz. Hasta cuando comenzaron los primeros síntomas de la enfermedad, repetía aquellos consejos, como una letanía.
No sé por qué pienso en estas pavadas, pero son las cosas que recuerdo de ella: me dejaba poner los pies en su espalda para calentarme en invierno. Cuando viajábamos en auto, tren o colectivo, llevaba bolsas de nailon para que pudiera vomitar. Les hacía un nudo y las tiraba por la ventanilla. Me curaba el empacho tirándome del cuerito. Hacía mate de leche y tortas asadas dulces y saladas. Le gustaba el tango.
La primera señal fue una caída. Cayó al piso y no supo explicar cómo o por qué. Después empezó a olvidar cosas: el gas y las hornallas encendidas, cómo jugar a la escoba de quince. Si preparaba el mate, se equivocaba y le ponía chocolate. La encontré masticando tapitas de botellas. Pero recordar su decadencia se siente como una traición. La traición de haberla sobrevivido.
Ahora, en lugar de pedir que no muriera, pedía que dejara de sufrir.
En los últimos años, todos en la familia decían que según los estudios ella ya no conocía a nadie, que su cerebro estaba en blanco. Pero cuando iba a visitarla, me palmeaba la cola, me sentaba sobre sus piernas y me llamaba su chiquita. Después miraba a mi madre y le decía: “esta es mía, yo la crié”.
Un mediodía se broncoaspiró en casa y la internaron. Por momentos, parecía recuperarse. En la sala del hospital, las viejas y los viejos estaban encantados con ella. Decían que era una muñeca, que reía, les hablaba, les ofrecía ayuda. Dos semanas estuvo internada. Una noche le dije que se mejorara, así volvía a casa. Ella, la mirada perdida girando por el hospital, dijo: “no creo que pueda, mi chiquita”.