Desde Bahía Blanca
Walter Uranga es Walterio, El Enigmático Señor Afiches; así, como un eco bahiense de Titanes en el Ring, se conoce más su nombre artístico que el que figura en el dni. Titán de la impresión tipográfica, nacido y criado en el barrio Noroeste de Bahía Blanca, el primer barrio de la ciudad, Walterio es maestro tipógrafo y linotipista egresado de La Piedad, escuela salesiana de oficios, tan antigua como el barrio y el ferrocarril. Su trabajo incluye afiches con colores y frases rotundas como la de Horacio Acavallo: “No me bajes los brazos, pendejo”, o con la contundencia de una consigna: “Mujer bonita es la que lucha”. Es editor de libros y de extraños y fascinantes artefactos poéticos como “Saquen una hoja”, o el que prepara para estos días: “Around the world”, y desde hace unos años va de gira por el sur argentino, de Santa Rosa a Trelew, de Sierra de la Ventana a Comodoro Rivadavia, invitado a encuentros o ferias del libro, para mostrar su trabajo y coordinar talleres. Su estilo es reconocido y admirado por varios maestros del oficio en el mundo, pero ni Walter ni Walterio se la creen, porque como bien dicen “el que se la cree, pierde”.
Llegamos hasta su taller junto a las vías, que es también la sede del Club Sixto Laspiur, del que Walter es el alma mater, para conversar sobre cómo ese aprendiz de tipógrafo recuperó un oficio en extinción y lo volvió un arte.
--¿Cuándo entraste en el mundo de la impresión tipográfica?
--De chico, en el 79, cuando hice el secundario en La Piedad. Un clásico de Noroeste era ir a La Piedad, hacías el secundario y aprendías un oficio. Yo me recibí de Maestro Tipógrafo y Linotipista. Y después entré a trabajar en unas cuantas imprentas. Había mucho trabajo en ese entonces, cuando egresé, en el 82, pero repartido, hacías dos horas en una imprenta, te tomaban cuatro horas en otra, te ibas un par de horitas más a otra… y así te armabas una jornada de 10, 12 horas, un poco acá, un poco allá. Hasta que enganché en Panzini, una imprenta histórica de Bahía, y ahí tuve la suerte de conocer a Luis Milanta, de Villa Mitre. Yo había aprendido lo básico en La Piedad, muy agradecido por eso, eh, pero él me dió vuelo, me enseñó cosas que otros tipógrafos no hacían en esa época. Un tipo con una paciencia extraordinaria y un muy buen gusto para las tipografías, y medio me adoptó laboralmente. Muy generoso, además, porque los viejos tipógrafos eran gente muy celosa de su oficio, muy escondedora, no compartían sus secretos ni sus mejores tipografías con nadie. Pero Luis era de otro tipo, además de creativo, generoso.
--¿En qué momento empezó a declinar la impresión tipográfica?
--Cuando yo en el 82 me estaba por recibir de tipógrafo en La Piedad se corría la bola que en el mundo ya no se usaba más la imprenta con tipos, que venía otra cosa. Te imaginás, cuatro años estudiando esto y cuando te van a dar el título te dicen “bueno, pero ahora se usa otra cosa” (risas), pero duró más, en Bahía yo trabajé hasta el 2005 en tipografía, también había incorporado el offset en mi imprenta. Pero yo al offset no le encontré el corazón jamás, en cambio en la tipografía está ahí, está latente, con todas las imperfecciones que la tipografía conlleva, en el olor de la tinta, en la circunstancia de tener que rebuscártelas con lo que tenés. La llegada de la computadora revolucionó todo, tenías todo ahí, no querías tocar una letra de molde ni de casualidad. Era fácil: una vez que tenías la idea, la hacías. Pero a mí nunca me gustó, yo siempre insistí en armar letra por letra. Además, eso de tener que estar sentado todo el día, a mí no me gusta estar sentado, me gusta moverme, ir, venir, el trabajo del tipógrafo es físico, por eso tengo tantas máquinas, uso una un día, otro día uso otra, y así, y juego, pruebo. Así no se me hace aburrido, tedioso, y además no me repito en lo que hago, porque en cada máquina trabajás distinto.
--Tuviste imprenta propia.
--Sí, después de casi diez años de dar vueltas por las imprentas de Bahía, en el 91 me puse solo: Imprenta Uranga. Era muy divertido pero no se hacía plata (risas). Había muchas imprentas en Bahía, mucha competencia, pero más que nada es que yo nunca fui comerciante. Fue una linda experiencia, los vecinos todavía se acuerdan de las locuras que hacíamos, siempre había música en ese lugar, y hacíamos cartelitos con frases que poníamos en la vidriera y la gente se paraba a leerlos, y te charlaba, se reía…
--Me estás describiendo lo que hacés ahora...
--Es lo que hago ahora, sí (risas) pero en ese momento no sabía que quería hacer esto.
--¿Y qué fue lo que te hizo tomar la decisión de dejar el trabajo de la imprenta a pedido y dedicarte a imprimir lo que tenías ganas de imprimir?
--Fueron muchas circunstancias. Yo hice durante nueve años una revista de fútbol amateur, hice 168 números, lo que me llevó a la ruina (risas), pero me divertí como nunca. Estuvo bueno mientras duró. La mató el celular, porque antes esperabas unos días para conocer todos los resultados del fútbol amateur, y ahora están jugando, sacan el teléfono y te mandan “vamos ganando 2 a 1”. También pasó que me aburrió hacer facturación, que es lo que quedamos haciendo todos los gráficos, talonarios de facturas. Y esa situación me aburría mucho, era muy monótona, a mí me gusta crear, no me gusta repetir los trabajos… y bueno, me llevó a pensar “me dedico a lo que me gusta y sé hacer”. No fue sencillo, eh, hubo momentos en los que me cag (risas). No, no pongas esto, por favor!
--Ponemos “momentos de mucha penuria económica” si te parece.
--Eso me gusta más, con un toque literario (risas), bueno, hubo momentos de mucha penuria económica, pero yo tengo una frase de cabecera que es “la necesidad agudiza el ingenio”, si estás cómodo no te la rebuscás. Además, yo escucho a todo el mundo, por ejemplo, una técnica de marketing me la dió el carnicero, me preguntó “Walter, ¿cuál es la verdulería que más vende?”, “qué sé yo, la que mejor verdura vende” le digo, “no, la que más exhibe”. Y con los afiches son los colores, llenás la mesa de afiches de colores, eso atrae el ojo. Y una vez que se arrimaron a la mesa, revisan, eligen y compran. Pero primero primero tenés que traer a la gente a la mesa, al stand. El otro consejo me lo dió Amos Paul Kennedy Jr (https://www.instagram.com/kennedyprints/?hl=es, una celebridad mundial de la impresión tipográfica que hace unos años viajó especialmente a Bahía Blanca solo para conocer personalmente a Walter, al que ya conocía por los trabajos que circulaban en las redes). Amos me dijo que vender un libro te lleva unos cuarenta minutos, y vender un afiche, cinco. Así que hay que mostrar y vender afiches, así podés hacer y vender libros (risas). Claro, vendo cinco, seis afiches, y después sí, estoy un rato convenciéndote de que lleves el libro, porque a mí me gusta hacer libros, lo disfruto también. Igual, el trabajo por encargo de a ratos aparece, solo que ahora es cien por ciento tipográfico, y lo que me encargan son afiches, como este de una vinería con mucha onda que me encargaron. Es como que di una vuelta.
--¿Cómo elegís las frases de los afiches?
--Yo imprimo lo que me gusta. Lo que leo o escucho, y por algún motivo me moviliza. Y después eso pega o no. Hay frases que pegan y otras ni agitan, y a veces depende el lugar también. Voy a Santa Rosa, capaz, y me sacan unos afiches de las manos, digo “estos andan bárbaro”, voy a Comodoro y a esos ni los miran, y pegan otros. Ahora, si fuera por vender, imprimiría frases de autoayuda. Vendería ocho mil de esas, pero me estaría vendiendo a mí mismo. Mal o bien tengo un montón de gente que me sigue y se interesa en lo que hago por lo que soy. No me puedo traicionar. Lo mismo con el precio de los afiches. Yo tengo claro que los afiches los tengo que cobrar barato. Hay mucho trabajo atrás, ojo, y no es algo que vayas a encontrar en otro lado, pero yo quiero que la gente, si le gusta, tenga mi trabajo, y que la guita no sea un impedimento. Cuando vienen pibes les hago precio por grupo. El otro día una pibita me preguntaba y me preguntaba por uno, y me di cuenta que no tenía un mango. Se lo regalé. Yo también fui pibe y nunca tenía un mango.
--¿Y ahora en qué proyecto andás?
--Ahora estoy haciendo estas cajitas, vos las abrís y hay treinta cartoncitos, cada uno con una palabra. Se van a llamar "Around the world". Primero iban a ser las cajitas con los cartones y un dibujito en cada uno, un clisé tipográfico antiguo. Se veía bien, pero no me cerraba, faltaba algo. Así que les agregué una palabra a cada dibujo.
--Esa es tu manera de crear, tu proceso creativo, digamos
--Sí, prueba y error, hacés una prueba, te parece que falta algo, probás otra cosa, y así. Lo mismo con los colores, las tramas, todo. Una vez que tenés el concepto, es prueba y error.
--¿Cuántas máquinas tenés?
--Veinticuatro máquinas, porque no descarto ninguna, cuando puedo conseguir alguna, voy, la busco, me la traigo. Y como ya me conocen, me las ofrecen.
--¿Y las máquinas que conseguís las conocés, las sabés usar?
--Muchas no, las traigo y aprendo a usarlas, me permiten hacer cosas nuevas, probar. Me divierte eso, me estimula creativamente. Yo estoy siempre aprendiendo.
--¿Y cómo hacés? porque no me imagino tutoriales en YouTube de alguna de estas
--¡No! (risas) Lo mío es al viejo estilo, si no sé, pregunto. Llamo a algún viejo imprentero y le digo “me conseguí tal máquina y hay cosas que no entiendo”. Y me explican. Nos conocemos todos. Yo estoy todo el tiempo pescando, máquinas y tipografías, de talleres viejos, sé dónde meterme. Y además hablo con todo el mundo. Acá, como verás, ya casi no entra nada, pero siento que con cada máquina que traigo mantengo vivo… no sé, el oficio, sí… pero es más que eso, es la memoria de las imprentas de Bahía de donde vienen estas máquinas, y de toda la gente que las usó, imprimiendo afiches, folletos comerciales, invitaciones de casamiento. Pensá que cuando alguna de estas máquinas se vende como chatarra toda esa historia se pierde. A mí me duele en el alma eso. En cambio yo las tengo acá, funcionando, por eso quiero hacer la escuela de tipografía del Sixto, para que haya pibes y pibas usando las máquinas, todos los días, y que algo de todo eso siga vivo.