Mañana al mediodía --hora local-- la selección argentina de fútbol jugará la final del Mundial que se disputa en Qatar. Un compromiso soñado por millones de compatriotas, muchos de los cuales sin ser amantes del fútbol han quedado seducidos por la nobleza, el talento y el ensamble grupal demostrado por la escuadra que lidera el técnico Lionel Scaloni. Es que, de menor a mayor, la “Scaloneta” hizo gala de una templanza que a lo largo de los partidos generó un entusiasmo casi inédito. Por otra parte, en esta oportunidad la palabra final cobra un sustantivo valor por cuanto con probabilidad el encuentro que mañana la selección sostendrá con su par francesa será el último de Lionel Messi en un mundial. El astro rosarino tiene treinta cinco años. De esta manera son muchos los millones de personas --no solo en Argentina sino en el planeta entero-- que quieren ver a este jugador excepcional levantar la Copa del Mundo, el último logro que le resta obtener a este superdotado al que ya muchos consideran como el mejor de la historia.
Se abre ahora entonces una previa apasionante ante la inminente posibilidad de que nuestro conjunto, que ha hecho de la palabra equipo una realidad tan nítida y palpable como los colores de la camiseta que sabe defender, acceda al título de campeón.. Aquí la palabra equipo se hace extensiva también a un conjunto social que hoy se muestra particularmente receptivo de los logros del combinado que lo representa. Resulta llamativo el acompañamiento --aun en la derrota-- que la afición argentina ha demostrado por este puñado de jugadores cuya entrega supo encender la luz del entusiasmo y la ilusión en la inmensa mayoría del “vulgo” [léase pueblo] argentino. La expectativa, el sufrimiento, los comentarios y los festejos --desde la interioridad de los hogares hasta las esquinas, plazas y calles de las ciudades--, así lo demuestran. Si intentáramos buscar un registro subjetivo, un color, un tono, acerca del cual gira este sentimiento hoy generalizado nos gustaría decir que se trata de un deseo de felicidad. Una suerte de búsqueda amorosa por sonreír, llorar, abrazar, cantar, saltar y rendir honor a la existencia en compañía del semejante.
Felicidad es una palabra cara para el discurrir filosófico. Para Aristóteles el hombre busca de manera natural la felicidad, es el fin de la existencia según las pautas que ordena el orden teleológico de un Cosmos El psicoanálisis, en cambio, presenta un ángulo bien distinto. Dice Freud: “se diría que el propósito de que el hombre sea «dichoso» no está contenido en el plan de la «Creación». Lo que en sentido estricto se llama «felicidad» corresponde a la satisfacción más bien repentina de necesidades retenidas, con alto grado de estasis, y por su propia naturaleza sólo es posible como un fenómeno episódico. Si una situación anhelada por el principio de placer perdura, en ningún caso se obtiene más que un sentimiento de ligero bienestar; estamos organizados de tal modo que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado”[1]. Tras lo cual en una nota al pie cita a Goethe cuando apunta: “nada es más difícil de soportar que una sucesión de días hermosos”.
Impactante, lo nuestro, lo propio del ser hablante, no se lleva bien con la satisfacción de las necesidades. La satisfacción --si por ella entendemos la acción de colmar las expectativas del sujeto-- es un imposible.. Desde este punto vista es el deseo lo que otorga vitalidad al aparato anímico. Ahora bien, en su faz neurótica el deseo se presenta bajo el ropaje que provee lo ya conocido. De allí la repetición que --para bien o mal-- distingue a la experiencia humana sobre esta tierra. Bien distinto es el deseo que abre paso a la contingencia, al advenimiento de lo Nuevo. Si la primera privilegia la saciedad del anhelo, la segunda deja un resquicio para advertir aquello que --más allá del objeto actualizado (sea la Copa del Mundo, un partenaire o un logro laboral)--, transcurre en la experiencia. Lo cierto es que el neoliberalismo degrada el deseo de felicidad a la mera obtención de objetos con que suturar la angustia por el deterioro de los lazos amorosos, signo de nuestra época si los hay. Por algo, Slavoj Zizek critica a la felicidad. Dice que es una categoría anti ética[2]. Como contrapartida, este filósofo que supo leer a Lacan afirma que cuando uno está tomado por algo creativo, allí se está pronto a sufrir. Pero en ese dejarse tomar también hay una suerte de buen vivir al que se podría llamar felicidad, o quizás un estado que no tiene que ver con la satisfacción sino con el estar librado de ella. No en vano Lacan decía que la sublimación --ese recurso subjetivo del cual se sirve el juego y el deporte-- “es una satisfacción que no le pide nada a nadie”[3].
Encuentro que es aquí donde la felicidad, la alegría y el alborozo que en estas horas abrigan los cuerpos deja traslucir algo mucho mejor que la obtención de un campeonato de fútbol. Ese deseo de felicidad puede suponer también el acto de asumirnos como sujetos de derecho para así enfrentar, no solo las puntuales adversidades que --desde la deuda, la pandemia y la guerra-- hoy asfixian nuestro cotidiano transcurrir, sino también la tóxica prédica que de manera permanente nos hacen oír con el fin de sumirnos en el desánimo y la tristeza.
Esto es: esbirros de la prensa hegemónica que tildan de “pueblo de mierda” a la comunidad que les paga sus sueldos; funcionarios judiciales que traicionan la Constitución para así instalar un estado paralelo y mafioso; legisladores que degradan su investidura con gestos obscenos en plena sesión; para no hablar de una clase empresarial que, a despecho de la comunidad de la cual se sirven, hace de sus mezquinos intereses el norte de sus afanes y elucubraciones. Las vallas y los gases lacrimógenos lanzados en la zona del Obelisco durante el festejo tras el logro del pase a la final hablan por sí solos. Los que alimentan el odio saben que un simple evento deportivo puede transformarse en acontecimiento cuando las impredecibles coordenadas sociales así lo disponen.
Para terminar: el deseo de felicidad es un reservorio y una fuente vital para enfrentar los desafíos que la hora nos impone. Bien lo saben los psicólogos que trabajan con deportistas, cuyas intervenciones preservan el disfrute del juego como recurso privilegiado a la hora de lidiar con las responsabilidades que supone la práctica de una actividad profesional hiper competitiva. Que esta alegría constituya un escenario para el encuentro con el semejante. Una fiesta que nos despabile de la repetición.
*Psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Profesor Nacional de Educación Física. Ex entrenador de equipos deportivos.
[1] Sigmund Freud [1930(1929)], “El malestar en la cultura”, en Obras Completas, A. E: tomo XXI, Buenos Aires, Paidós, 1998, p. 76.
[2] Slavoj Zizek “¿Por qué ser feliz cuando puedes estar interesado?” https://www.youtube.com/watch?v=Hr_E5tVF0c4
[3] Jacques Lacan (1959-1960) , El Seminario: Libro 7 “ La ética del psicoanálisis”, Buenos Aires, Paidós, 1998, p. 142.