La sala llena, la expectativa, un cierto clima de fiesta y excitación. Una nueva edición del Festival de Jazz de Buenos Aires, magistralmente curado por Adrián Iaies. Y una música, la de uno de los grupos más extraordinarios de la actualidad, en un sentido rigurosamente etimológico, que colmó todo lo que podía esperarse de ellos.
En formato de sexteto –bastante habitual en sus actuaciones–, el grupo llegó a esta inauguración del festival con un cambio y una baja. El legendario Stanley Cowell –si fuera necesario demostrarlo con apenas un par de discos, allí estarían Illusions Suite y el Winter Moon de Art Pepper, donde resulta una pieza fundamental– reemplazó al igualmente legendario George Cables, y el trompetista Eddie Henderson, recientemente accidentado en Londres, no fue de la partida. Esa particular combinación de potencia con sutileza y detalle, composiciones complejas e interpretación al filo del abismo, no se vio mermada en absoluto.
La mayoría de los temas pertenece a Billy Harper y a Cecil McBee (que, incidentalmente, también formaba parte de Winter Moon). Ellos, junto a Billy Hart, han participado en infinidad de proyectos juntos y son, en grupo o por separado, responsables del sonido de mucho del mejor jazz de las últimas cuatro o cinco décadas. Harper, por su parte, ha tocado mucho con Cowell –por ejemplo, en el notable Such Great Friends, de 1991, donde también estaba Hart– y los recién llegados, el brillante saxofonista Donald Harrison –que fue parte de una de las postreras ediciones de los Jazz Messengers de Art Blakey y de un magnífico quinteto con el trompetista Terence Blanchard–, y David Weiss, un virtuoso trompetista que oficia como aglutinador del grupo, no les van en saga. Lo que sale de lo ordinario, en este caso, no es sólo el altísimo nivel musical de sus integrantes y, desde ya, la apabullante seguridad con la que manejan el lenguaje, sino, sencillamente, el hecho de que toquen juntos.
The Cookers tiene un nombre de grupo (nombre perfecto, por otra parte) y funciona como tal. Ya en los intrincados cambios armónicos y de pies rítmicos del tema que abrió el concierto, el bellísimo “The Call of the Wild and Peaceful Heart” –que también inicia el último álbum, al que da título– fue notable, por encima de las virtudes individuales, de la fuerza perpetua de su baterista o del salvajismo de los solos, el nivel de interacción, la manera en que están conectados entre sí, como solo pueden estarlo quienes además de compartir una enciclopedia, de tener una misma lengua materna –el Hard Bop, qué duda cabe–, se conocen entre sí hasta el punto de adivinarse.
Un formato con desarrollos largos para cada pieza, con solos extendidos y llevados al propio límite por cada uno de los integrantes, y una exacta combinación de desenfreno y lirismo hicieron que la presentación estuviera entre los muchos puntos muy altos que este festival ha tenido a lo largo de su historia. La única mancha tuvo que ver con el sonido. Micrófonos inadecuados para los saxofonistas, una batería amplificada como si se tratara de una big band y no un grupo camarístico –desbocadamente camarístico, pero camarístico al fin– y un contrabajo cuya esencia como instrumento jamás fue entendida hicieron que el fantástico auditorio de La Usina se convirtiera es un club de fomento barrial, lleno de ecos y resonancias indeseadas, estridente y sin planos ni detalle.