No consigo habituarme a mirar televisión. Ni la soledad, ni los años, ni el deterioro físico han conseguido convertirme en una buena televidente, y si de joven ésta era una desventaja, de vieja la desventaja se convierte en motivo de anatema o compasión, no por lo que me ocurre a mí, habituada desde siempre a que la gente hable sobre cosas incomprensibles en el lenguaje oscuro, corto, cargado de silencios y sobreentendidos de la televisión, sino porque los demás, antes acostumbrados a entender ‑y disculpar‑ mis excentricidades intelevisivas, me asignan en estos, mis días de madurez, una incapacidad general para comprender las cosas a causa de haber perdido plasticidad y memoria, o bien atribuyen mi escasa comprensión de estos tópicos a un acendrado fanatismo que anidaría en mi corazón cardiovascularmente intervenido, de donde vendría un fanatismo del que ya no podré salir a causa de mi avanzada edad y mis propios prejuicios, devenidos también de mi rígida matriz ideológica trabajada en las ciencias duras y el marxismo clásico, pero también fruto del deterioro natural de haber vivido, apasionada pero inútilmente, una vida de derivas durante la guerra fría.
Pero aunque con esfuerzo y voluntad ciertas veces consigo estar más de diez segundos concentrada frente al televisor, pocas pero algunas veces encuentro representaciones en la TV que me interesan un poco más que el álgebra de Lie o los espacios Rn+1.
Anoche, por ejemplo, estuve viendo una de unos que iban al supermercado y se quedaban encerrados. El tópico no es novedoso, ya había visto una producción norteamericana, creo que se llamaba Alien Raiders donde un grupo armado ataca un supermercado pero ‑y he aquí la novedad‑ la formidable y violenta acción resultaba ser el prólogo de una invasión extraterrestre y no sólo el habitual y triste asalto, asesinato en masa o saqueo masivo al que la televisión y el cine nos tienen acostumbradas.
Entre nosotros el género está bastante sobrevaluado en orden tal vez a lo que alguna vez se nombraba como "inconsciente colectivo", dadas las poderosas consecuencias políticas que han tenido las producciones televisivas en supermercados. Aunque no se las recuerde en un primer plano, tanto el original de 1989 cuanto la remake de 2001, generaron en el público fuertes y apasionadas reacciones, ya sea de euforia, de pánico o incluso, en no pocos casos, de deseo.
En este caso, el episodio ‑el que vi anoche por televisión‑ es un punto de cruce y confrontación entre distintas versiones del pensamiento vernáculo, distintas estéticas y diversas técnicas narrativas. Por una parte el Gobierno, el estado, la gobernadora, el Banco de la Provincia que se llamaba BAPRO y otras cosas, entes o personas que suenan más o menos "oficiales", convocan a una cantidad sorprendente de público, tentándolos con ofertas irresistibles de artículos de primera necesidad... ¡A mitad de precio! Advirtamos que la idea de una gobernadora puede remitir a algunos al Monkey Island, pero no se trata aquí de esa clase de piratas.
Razonablemente la multitud crece hasta desbordar la capacidad del supermercado. Es en este momento que, casi sorpresivamente, el supermercado cierra sus rejas, dividiendo la multitud en dos: la minoría de los que han comprado a mitad de precio adentro y la tremenda mayoría de los que no han podido comprar nada, afuera. Más allá del sentido metafórico que el realizador haya querido darle, hay que reconocerle su intención de comprometer al espectador, presentándole una serie de entrevistas a quienes están dentro del supermercado. Como es usual en todo el reino del suspenso, ninguno reconoce que ha caído en la trampa, pero todos se quejan de la situación. Por otra vía, el espectador es informado que se espera ‑como en Alien Raider‑ el inminente arribo de gente armada: la policía bonaerense, que es un personaje muy taquillero de la TV argentina y sobre quienes tanto el público como la prensa especializada tienen diversas y encontradas opiniones.
La vista entonces cambia de ángulo y, con el fondo del local con las rejas bajas en planos largos, empieza a entrevistar a quienes voluntariamente siguen haciendo fila desde los albores del día en la intención de entrar al supermercado para gastar la mitad y comprar el doble, con toda clase de matices y explicaciones sobre la singular situación que atraviesan, a la que se refieren con total naturalidad, sembrando en el espectador la duda respecto de las relaciones entre las formas racionales de producción de sentido y la posibilidad de hablar por los mass media.
En un homenaje al distanciamiento brechtiano, uno de los entrevistados de adentro le cuenta al movilero, a través de la reja baja, que él considera que esto no pasa ni en Springfield, en un recordatorio de que esto es televisión, a la vez que declara su adhesión a cierta estética Simpsoniana que quizás represente a su turno la fuente del sentido común de esta colectividad, sin dejar de expresar además el dominio absoluto y supremacía de la representación por sobre las reglas de ese mundo físico, que alguna vez El General nombrara como "la realidad".
Lamentablemente la reiteración sobreimpresa de las declaraciones que siguen presentándose, y la ausencia de policía, armas y acción que siguen haciéndose esperar, hacen que la tensión dramática decaiga, por lo que decido retomar el zapping y volver sólo de vez en cuando para ver que la policía no llega, la represión aún no comienza y el saqueo no termina.