La emoción, la embriaguez que provoca el festejo colectivo,comienza su in crescendo. Lionel acaba de levantar la copa, entre los gritos argentinos de sus compañeros, los gritos argentinos de las tribunas y los gritos argentinos que me rodean, en un living cábala de Villa Urquiza. La idea surge como un chispazo, una fracción de segundo. Se acaba de cerrar una parábola perfecta.
Podríamos situar su origen en 1976, cuando Diego debutó en la primera de Argentinos Juniors. Tenía apenas dieciséis años y su gambeta endiablada dejaba en ridículo a varios consagrados. Le podían pegar -si lo encontraban- porque en ese fútbol casi no había cámaras y los jueces, en vez de correr, caminaban. A Lio, en cambio, los clubes de su país le cerraron las puertas. Literalmente, no daba la talla. Lo adoptaron en La Masía e hicieron con él un trabajo de recría.
Diego ganó su primer mundial. El de Tokio, en 1979. Tocó el cielo con las manos en el '86, y dio todo en el '90 y en el '94, a pesar de que su cuerpo, a fuerza de noche, disfrute y desmesura, envejecía más rápido que el calendario. Fue de más a menos. Lio en los mundiales fue de menos a más. Pasó de ser el chico de la mirada perdida en Alemania, luego al líder incómodo con su rol, que se pegaba largas siestas en los partidos de Sudáfrica, Brasil y Rusia, a hacer, finalmente, el mundial perfecto en Qatar, a los 35 años. Edad a la que, recordemos, Diego ya había sido DT de Mandiyú y de Racing. Nos regalaría a los futboleros un último capítulo, con la franja amarilla en el pelo, manejando su camión, pero ya era casi un pateador de pelotas detenidas, como el Beckham del final.
Diego era líder natural, desde los potreros de Fiorito, pasando por las canchas amateur que trajinó con Los Cebollitas al San Paolo de Nápoli, a cualquiera de los grandes estadios del mundo. Pedirla siempre, jugar mejor en los partidos picantes, hablar con el réferi y con los rivales, son cosas que se le daban sin esfuerzo. Tal vez por su migración tan temprana, tal vez por su propio carácter, nada de esto le resultó fácil a Lionel. Tuvo que aprenderlo, por acumulación de sopapos, de la vida y del fútbol.
La vida privada de uno dio y seguirá dando para libros, series y películas. La del otro cabría en un tuit: en pareja con la novia de la adolescencia, padre feliz de tres pibes, familiero, sin escándalos conocidos. Uno se consumió como una llama. Otro administra las brasas.
En un fútbol hiper físico y competitivo, que cada día depende más de la tecnología y la big data, en el que ningún detalle queda librado al azar, Messi jugó, a los 35 años, todos los minutos del mundial. Soportó y eludió la marca de tipos mucho más jóvenes, grandes y fuertes que él. Su seriedad como deportista, su profesionalismo, que nunca estuvo en discusión, hoy se hace evidente.
El potrero que probablemente le faltaba, se lo trajeron sus amigos nuevos, Rodrigo y Lautaro, los pibes del Tita. El Tita Matiussi, recordemos, es el predio de inferiores de Racing que los socios se pusieron al hombro, en tiempos de quiebra y crisis institucional. El potrero se lo trajo también el desfachatado Enzo Fernández, oriundo de San Martín, donde sobrevivir tampoco es sencillo.
Diego y Lionel tienen trayectorias vitales y deportivas opuestas y complementarias. Uno parece el negativo del otro. Un hegeliano podría decir que son, respectivamente, tesis y antítesis. La pregunta obvia, entonces, es dónde crece hoy la síntesis, el tercer término de la tríada, el que completa la ecuación.
Puede ser en la cancha de tierra poceada de las inferiores de Colegiales, en el límite entre Munro y San Martín, no muy distinta de otras del ascenso. Puede ser en un polideportivo en Los Hornos o en Arana, en el Gran La Plata o en cualquier rectángulo de espacio libre, más o menos liso, donde se pueda improvisar o consensuar dos arcos. En cualquiera de esos lugares, un pibito cuyo nombre desconocemos da hoy los primeros pasos que lo llevarán, tarde o temprano, a ir por la cuarta, a recomenzar la parábola del fútbol argentino. Bajo la mirada atenta, protectora y paternal, de Diegote.