El musculo del sufrimiento todavía late, resiste. Es cuestión de tocarse y sentirse vivos. El corazón amenazaba salirse por la boca, aunque la boca estaba ocupada en otra cosa. Maldecía, se quebraba, como si se quejara de las manos que buscaban taparla con aplausos. Porque Argentina ganaba y jugaba muy bien. Merecía un recital de palmas con Di María en primer lugar, el gran ausente en Brasil 2014 y reivindicado en esta final de Qatar.
La Selección estaba a un tris de lograr su tercer título mundial. Primero parecía que sí, después que no, otra vez sí, pero no. Las pulsaciones a mil se devoraban toda la energía. La voz escupía serpientes, gastada por una final de coramina. Los penales marcaban la hora de un final tenso, inmodificable. Un padecimiento inmerecido. Un desenlace que para el espectador imparcial sería como invitarlo a una obra de teatro o un concierto de piano.
El fútbol en su estado de nirvana suele jugar muchas veces con la salud. Cautiva, emociona, dispara adrenalina, voltea, levanta y deja un tendal. Pone a prueba la resiliencia del mejor alumno en supervivencia. ¡Argentina es campeón mundial, sí! ¿Costó? ¡pero claro que sí! Ahora caemos y el desahogo que se siente nos afloja, nos va poniendo de nuevo en el eje, como si hubiéramos sobrevivido a una batalla que para los franceses fue un Waterloo deportivo.
La selección guiada por Scaloni se repuso de tres piñas y siguió con el pecho inflado en este Mundial. Sin alharacas. Orgullosa pero de pie. Primero recibió una de Arabia Saudita. Después otra de Países Bajos que nos llevó a los penales. Y por último esta de Francia, una selección cosmopolita, con profundas raíces africanas. Pero ninguna de esas piñas le quebró la mandíbula.
Se paró frente al público como un actor consagrado, con la convicción de creer en una idea, su idea, esa combinación made in casa que reúne lo que el poeta Vicente Zito Lema decía del fútbol, “una respuesta humana de gigantesca belleza”, con el optimismo de la voluntad gramsciana. Si lo sabría el teórico italiano que murió en las cárceles del fascismo.
Argentina levanta la Copa Mundial después de 36 años de espera y es un desahogo futbolero. No había nacido Messi en el ‘86, ese hombre que besa ahora la Copa como besaba a la pelota de niño. El jugador que recibió una corriente casi unánime de energía planetaria para levantarla. El que por sí solo amplificó los apoyos al seleccionado. Desde Bangladesh a La Matanza y de la India a La Quiaca. Era su Mundial y no había cómo quitárselo. Ni con diez Mbappé, la revolución jacobina, el genio militar de Napoleón o el bloqueo anglo-francés.
Merci, Messi. Merci á tous. Te lo decimos y se lo decimos a vos y tus compañeros en francés. Pero también en criollo: ¡Gracias por tanto juego!
Desde el fondo de la historia se levantan los pueblos de América del Sur –solidarios con nuestra gesta deportiva– contra la arrogancia europea que el fútbol acelera y expone a la intemperie. No, no es por nacionalismo berreta. Es por la billetera dispendiosa y prepotente que compra lo que encuentra a cada paso, porque se va quedando con casi todo. Y lo que no, es de capitales estadounidenses o de las monarquías del Golfo Pérsico. Ahí están el PSG qatarí o el Manchester City de Emiratos Árabes para ratificarlo. Dos clubes de Estado.
Por eso, semejante reivindicación –pequeñísima comparada con otras por las que siguen luchando los sufridos que hoy gozan y lloran de alegría– infla de orgullo por unas horas, acaso días, hasta que vuelva cada uno a sus quehaceres y a sus heridas cotidianas.
El último tango en París lo bailó Argentina con la emotiva convocatoria de su gente. La que viajó a Qatar endeudándose o porque podía pagar cash unos miles de dólares, como la que agitó la marea humana desde el Obelisco hasta cada una de las plazas del país. Esa gente que en el fútbol puede sentirse candidata a entreverarse con las potencias –como una más– aunque después viva en un país periférico, debilitado, de economía deficitaria y desarrollo siempre postergado.
El fútbol es hoy un termómetro de la autoestima del argentino promedio. El Mundial de Qatar, el más criticado de la historia –acaso más que el de la dictadura genocida en 1978 – dejará una huella indeleble en el imaginario colectivo. Se volverá un recuerdo simpático, imperecedero, en que la Selección superó todos los contratiempos. La vida seguirá, Messi algún día se retirará, el fútbol argentino atesorará su tercera Copa Mundial, pero este 18 de diciembre de 2022 será un parteaguas de nuestra historia deportiva.