El espíritu de Diego Maradona está en en el aire. En la casa de la calle José Luis Cantilo al 4575, en Villa Devoto, hay más de mil personas saltando, gritando y llorando; un mar de lágrimas que se desata cuando Gonzalo Montiel convierte el penal que corona a Argentina campeona del Mundo después de 36 años. Cristina, una vecina del barrio con las mejillas pintadas de celeste y blanco y el cuerpo envuelto en una bandera argentina, cuenta que unos segundos antes miró al cielo con las manos en posición de oración y le pidió al Diego que por favor “nos diera una mano”, que pateara el penal desde allá y ayudara a convertir el gol. “Gracias por escucharme, Diego, tengo 63 años y no me voy a olvidar de este mundial”, dice Cristina y vuelve a levantar los ojos agradeciendo el sueño cumplido. Chicos y grandes se zambullen a la pileta para festejar; el agua limpia los nervios previos de un partido que tuvo un segundo tiempo y un alargue infartantes.
La historia de la casa
En 1981, cuando Maradona pasó de Argentinos Juniors a Boca, cumplió el sueño de muchos futbolistas de familias trabajadoras y humildes: comprarle una casa a sus padres. Entonces eligió el chalet de tres plantas sobre José Luis Cantilo, una propiedad que tiene 17 metros de frente y 43 de fondo. En total son 700 metros cuadrados cubiertos y otros 500 metros al aire libre. Vivió un año en esta casa con Claudia Villafañe, con sus padres y alguno de sus hermanos. Después se mudó con Claudia al famoso piso de Segurola y La Habana. La vida en Devoto empezó a cambiar con la llegada de Diego. Los niños de la zona, recuerdan los vecinos más memoriosos, tocaban la puerta de la casa de la calle Cantilo y recibían a cambio fotos de Diego con su firma y hasta les daban vasos con agua. En el Mundial del 86 los vecinos no fueron a celebrar al Obelisco; prefirieron cortar la cuadra y cantar frente a la puerta de la casa de Maradona.
Ariel Fernando García, un empresario de 47 años que dirige un laboratorio, una empresa alimentaria y una firma que fabrica alambres y cables baratos, a principios de este año leyó un artículo que le partió el corazón en mil pedazos: si la casa de Maradona que estaba a la venta hacía más de un año no se vendía, la iba a comprar un grupo inversor que pensaba demolerla para construir una torre de departamentos. Se comunicó con la inmobiliaria y junto a sus dos hermanos, Diego y Damián, pidió prestado 50.000 dólares para dejar una reserva. Por cuestiones de la sucesión entre los hijos de Maradona la escritura se terminó de concretar casi 6 meses después por 900 mil dólares. “Nos entregaron la llave de la casa en el segundo partido y empezamos a ganar: creer o reventar”, resume Ariel, una hora antes del inicio del partido, mientras llegaban vecinos y periodistas a la casa, y confirma que habló con Verónica Ojeda y con Dieguito porque encontró 30 cajas con fotos. “Hoy jugamos con doce en la cancha: los once más el Diego”, agrega y le chispean los ojos como si Maradona estuviera gambeteando sus pupilas.
Messi se volvió Maradona
La casa de la gente, la casa del pueblo. Eso quiere Ariel que sea este chalet de tres plantas de la calle Cantilo. No sabe si tendrá la forma de un museo, pero aclara que no la compró para lucrar. “Quiero que entren los chicos de los clubes y que sepan que con esfuerzo ellos también pueden llegar”, declara ante un puñado de periodistas y repite algo que escuchó que dijo un nene chiquito hace un rato: “Messi se volvió Maradona”. Se le quiebra la voz al empresario y propietario de esta casa, minutos antes del comienzo de la final: “Diego, este domingo te pedimos la última y andá a descansar en paz”. Ariel compró 250 kilos de carne de ojo de bife y lomito para compartir con la gente. Además había aguas saborizadas y gaseosas; cerveza y vino estaban prohibidos. Grisel pondera la generosidad del propietario de esta casa a la hora de recibir a los vecinos de Devoto, y canta “muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar”... y después “el que no salta es un inglés”. Hay remeras de Messi, varias de Maradona, algunas de Julián Alvarez, y una con una especie de inscripción religiosa: “Dios es el fútbol”.
El clima en la casa es extraordinario para una final soñada. La alegría aleja los nervios y los malos presagios. Los chicos se lanzan al agua y las manos se alzan al cielo (o se dirigen al pecho) para cantar “oh, juremos con gloria a morir”. El grupo “La percusión de la 12” acompaña interpretando el hit de este mundial (“Muchachos”) y otros temas para alentar a la selección. Jackeline llegó desde la Matanza junto con su marido Vicente, que toca el bombo en el grupo, y sus dos hijos: Diego Armando y Santino Damián. “Yo siento que el Diego nos acompaña y nos alienta desde el cielo”, revela Jackeline, que está sentada a la sombra, al costado de la pileta. “¡Qué partidazo!”, comentan unos y otros al final del primer tiempo. “¡Burro!”, le grita un señor con una peluca celeste y blanca a Kylian Mbappé cuando tira una pelota por arriba del travesaño de Emiliano “Dibu” Martínez en el segundo tiempo. “Mirá que el negro es peligroso”, le retruca otro, más cauteloso, sin imaginar lo que vendría.
Besar la copa
Hasta los percusionistas se quedan mudos cuando Francia empata el partido. En menos de dos minutos emergen los gestos adustos, la preocupación y la bronca, las manos a la cabeza como tratando de acomodar el alboroto anímico de ganar cómodamente a un empate injusto con una posible derrota en el horizonte. La alegría vuelve con el tercer gol argentino y se evapora nuevamente con el empate francés. Fernando, un abogado de 43 años hincha de Ferro, se pone de espalda a la pantalla. Avisa a esta cronista que no puede ver la definición por penales. No los puede soportar; es un manojo de nervios incontrolables. Hasta se tapa los oídos con las manos. No es el único que toma esta decisión. Hay varios que le dan la espalda a la pantalla gigante que está al costado de la pileta. Hay corazones que no aguantan tanto vértigo. Después del penal de Montiel lo abrazan por la espalda y salta y grita como si estuviera poseído por el demonio de una felicidad desaforada. “Me cansé de ver cómo levantaban la Copa los demás y Messi no podía. Argentina jugó un gran primer tiempo, pero ganamos por los penales. El fútbol es así; lo que importa es que ganamos. Tengo al Diego tatuado en mi pierna izquierda, ahora me voy a tatuar a Messi en la derecha”, promete Fernando. “Yo soy abogado y trato de ser racional, pero el fútbol es pura pasión”.
Ariela de 34 años jugó como arquera en Ferro hasta hace unos meses. “Dibu es un arquerazo, no solo en la cancha, sino en los penales”, lo defiende una y otra vez después de un partido memorable. Guillermo, de 65 años, se limpia con la mano las lágrimas y menciona que “Argentina tiene un equipo increíble”. Anabella, de 25 años, sonríe y advierte que es muy difícil describir la emoción que siente. “Sufrí muchísimo con los penales, me bajó la presión, casi me desmayo. Pero somos campeones al fin. ¡Lo merecemos!”. Además de la pantalla gigante cerca de la pileta, había dos más en el living de la casa. Franco, de 60 años, aplaude cuando ve a Lionel Messi besar la copa del Mundo. “Besala, sí, besala, ¡por fin, Dios!”, y su voz se ahoga en un hilito que combina la emoción y el llanto. “¿Es pesada la copa, Messi?”, le pregunta a la pantalla cuando recupera el tono de su voz. La fiesta continúa en las calles del barrio. Enriqueta tiene 90 años y está en la puerta de la casa de Maradona festejando junto a otros vecinos. Sacude el andador, da unos pasitos hacia adelante, sonríe y su cabello colorado parece más rojo por el sol de la tarde. Ariel, el dueño de la casa de Maradona, concluye: “Yo les avisé que la energía de Diego está con nosotros”.