Nadie escribe sin escribirse.

O en todo caso sin que asomen antes, durante o después del estallido de palabras, ciertos jirones, ciertos huecos y suturas de una misma.

Hasta hace unas horas, mi casa era una de las tantas casas de Argentina. Una velita encendida, quizás, como signo de un ritual en ciernes. Un fuego urgente que a la hora del almuerzo dominguero cocinó las achuras que los amigos de Isidro devoraron mientras la tele mostraba las imágenes de un estadio tan costoso, tan maqueta, y a la vez, apropiado y ocupado por una hinchada variopinta y casi ronca de aliento y fe.

Mientras tanto, recordé. Cuando era una nena de nueve años y la maestra de cuarto grado del viejo colegio preguntaba qué habíamos hecho el fin de semana, yo contestaba: “Fuimos a la cancha, mi padre nos lleva a la cancha”. Todas las otras nenas hacían silencio: nadie iba a la cancha, un asunto de varones, de pasiones terrenales que la religión de la época miraba de reojo y que en mi familia se resolvía sin opción, sin plan B. Pero yo lo contaba desde un flequillo implacable que igual dejaba al descubierto las cejas y mi desparpajo: sabía que algún día ese hueco de silencio iba a llenarse.

No sé cuál ha sido tu altar, me dijiste una noche de verano. Tampoco sé si tus dioses son los míos, pero hay una tierra común que transpira un sudor, dulce y acre a la vez, de la que nunca me voy a ir. Entonces nos quedamos juntos, para pertenecer a esta tribu que alienta sueños cuando otros duermen y se despierta aún cuando el reposo no ha sido bastante.

Vuelvo al quincho de los pibes, a las latas de cerveza que se amontonan en un cesto trajinado que debería cambiar por otro, a los mensajes al otro lado del océano donde Angie y Tomito abrieron su departamento pequeño para acurrucarse con la celeste y blanca de los que están lejos, a la casa de Brooklyn de Fabi atestada de rosarinos, al grupo de hermanos del Whatsapp que estalla de mensajes, a mi Santa Rita, al palo santo con el que sahumamos una historia que empuja, se detiene, avanza y se abre paso como una pelota esquiva.

Siempre tenés que pensar que hay chicos que tienen mucho menos que vos y por eso siempre hay que compartir. La voz de mi madre vuelve, susurra. Vuelve y me sube el cierre de un vestidito rosa con pechera blanca y yo me abrazo a la planta de naranja lima de la que habla José Mauro de Vasconcelos, a ese niño llamado Zezè que se refugiaba en sus ramas y a la nena con la que compartía las masitas que eran un lujo.

Explotan las emociones. Todas y al mismo tiempo. Las que sobrevuelan el corazón aunque no lo sepamos, únicas para cada quien, las que nos son comunes, todas. Todas.

Las imágenes de la tele nos llevan a un oriente lejano que no deja de sorprenderse por una especie de aluvión de eses no pronunciadas, de abrazos que abrazan de verdad, de pintura celeste y blanca derretida por los besos y las lágrimas.

Hemos estado llorando el llanto de otros, me dijiste antes de irte. Habría  que buscar la pócima que te despierte la fe.

¿Vos decís que el Diego está?, me preguntaste cuando los penales nos dejaron sin respiración. Está, asentí en silencio. Él es como un mar que te devuelve sus olas más bravas y amorosas si te abandonás para que su inmensidad te cuide.

El gol, el arco, el dibujo (el Dibu) de la grandeza. El pibe que cuenta la historia de la bici y su hermanita y te regala un corazón hecho con dos manos que supieron de carencias. Y el ungido de talento y sencillez que desde Rosario se abre paso al mundo. Su destreza y ese impensado “andá pa’ allá”, tan barrial que deviene cosmopolita y le devuelve al fútbol una rebeldía que rezuma frescura. Las familias que fueron parte de una mesa tendida cuando pequeños, no lo olvidan ni frente a la opulencia impersonal del estadio. El conductor que se anima a llorar porque necesita contarle al mundo que no es fácil, los seis kilos de oro levantados por tercera vez. Y todos y cada uno, porque no hay un todo si te acecha la torpeza y la mezquindad de pretender la conquista del uno solo.

Las calles se pueblan de un deseo plural, sublevan todos los pronósticos, desconciertan a los agoreros. Hay un nosotros que nunca se acaba y un cielo que se abre, como diría Páez en una canción de juventud, DLG. Esa gema temprana que cierra el disco Giros, de 1985, quizás sea menos conocida que el Dale alegría a mi corazón, patrimonio de los estadios porque el fútbol y el rock son comunión. Mi corazón siente alegría en esa mezcla que no reniega de la picardía ni del sudor ni de la poesía ni de lo sublime ni de lo profano. Esa mezcla inefable a la que llamamos “épica”, que otros países del mundo intentan descifrar porque la entienden casi tan poco como al peronismo, ese lugar desde donde me sitúo para pensar y repensar la patria una y mil veces, en los triunfos e inclusive en las derrotas.

Nos miramos, nos reconocemos, nos aliviamos de las palabras que sobran y elegimos que nuestro cielo gire sobre nuestras cabezas, ebrio de gozo, porque es celeste y blanco y en este lado del mundo se llama bandera.

El umbral más sombrío parece haberse derrumbado y mientras el olor de los fuegos artificiales se disipa, ya cerca del amanecer, buscamos una almohada que cobije el sueño para descansar de tanta espera.

Para soñar sabiendo que, al despertar, la felicidad es un quiebre en medio de la tristeza, un hallazgo, una navidad anticipada, el gesto simple de ese dulce compartido que talla una victoria, enorme, necesaria. En mi casa de infancia nada de esa belleza faltó, nada de esa alegría. Por eso me gusta que a mi familia tampoco le falte. En verdad, deseo que a nadie le falte. Sí, hay un cielo que se abre, eso.

Durante todo el partido esperamos al colibrí, el que viene con las almitas a decirnos que no están lejos. Cuando finalmente llegó, ya todo era silencio. Quizás él también supo resguardarse de nuestras urgencias de mar embravecido y a la vez quiso evitarnos cualquier atisbo de melancolía. Porque no se olvida de que en esta tierra cuando rueda una pelota, rueda algo parecido al porvenir.

 

Y porque esta lengua sin eses de Rosario, Santa Fe, Argentina, donde nací, también lleva consigo el perfume del futuro y la esperanza.