Irreverente y rebelde, Hans Magnus Enzensberger falleció el pasado 24 de noviembre, a los noventa y tres años. Polígrafo, autor de poesías, novelas, ensayos, libros para niños, obras teatrales y guiones, nació en 1929 en Kaufbeuren, estudió Literatura y Filosofía en Friburgo y en Hamburgo, y en Francia en la Sorbona. Fue redactor, editor y profesor. Sus primeras publicaciones fueron los poemarios Defensa de los lobos (1957) y Hablar alemán (1960), y entre 1965 y 1967 perteneció al Grupo 47, reunión de escritores y artistas que incluso planificó una revista que –pese a la abundante correspondencia, actas y borradores– nunca vio la luz. Como traductor, se ocupó de César Vallejo y Rafael Alberti; además del castellano, tradujo del francés y el inglés. Y, recibiendo importantes premios y reconocimientos nacionales e internacionales –además de traducciones de sus obras a múltiples idiomas–, residió en Noruega (donde editó la revista Kursbuch), Italia, Estados Unidos, México y Cuba. Como se puede apreciar con este acotado recuento, Enzensberger fue un espíritu tan lúcido como lúdico, inquieto y siempre despierto, atento a las señales y fenómenos de los tiempos que le tocaron vivir, siempre con independencia de criterio, con espíritu abierto, crítico y polémico.
Como ocurre con cualquier auténtico escritor, Enzensberger dejó gran parte de su vida impresa en sus propios libros. Por ejemplo, en el volumen más reciente Un puñado de anécdotas (2022), donde revisita los años de infancia, con el recuerdo del crack de octubre de 1929 en Wall Street, ocurrido poco antes de su nacimiento, junto a una variedad de episodios, con abundantes fotos públicas y familiares, reproducciones facsimilares de periódicos y documentos, y objetos de época, acompañando e ilustrando los textos.
El autor que recuerda se autonombra o indica sencillamente, en tercera persona, con su inicial, “M.”, y da cuenta, a lo largo de situaciones y eventos de sus primeros lustros de vida, del Tercer Reich, pasando por la posguerra, hasta lo que serán “los ‘68” en Europa y América, con un hilo conductor: un interés, una necesidad acuciante, rayando el fanatismo, por la lectura y los libros.
En una Alemania crecientemente racista, militarizada y regimentada, el niño M. disfruta las experiencias de las mudanzas de casas, debido a los trabajos profesionales de su padre. “Una aventura” en la que lo que ve y oye acrecienta los misterios e incógnitas del lenguaje: “le gustaba la furgoneta de mudanza verde oliva y observaba cómo los mozos subían armarios, cajas y cómodas por la escalera. No le importaba que algunas cosas se rompieran y que algunos trastos acabaran en la basura. Tenía que aprender nuevas palabras. ¿Qué era una oficina de giros postales? ¿Qué se suponía que era eso de un giro postal? ¿Qué escondía ese nombre? ¿La vivienda para funcionarios era solo un eufemismo? Pero ¿de qué?”. De su polifacético padre dice conservar Llega el nuevo fotógrafo, un libro de herencia, y aún más sobre él: “Cuando ya no quedaban libros ingleses en Alemania, el padre de M. tradujo más de una docena de novelas, cuentos y ensayos. La lista de autores es impresionante, desde Somerset Maugham hasta George Orwell. Consiguió los textos originales en anticuarios; eran ediciones de folleto de Tauchnitz Editions. Mecanografió los textos con una máquina de escribir portátil y los encuadernó, todo para un solo lector: su esposa. Nunca pensó en ganar dinero con eso o con sus otros pasatiempos. El mercado se lo dejaba a los comerciantes, verduleros y bancos”. En “Guerras de niños” se recuerdan los distintos barrios y las bandas y pandillas que allí se vivían y actuaban, en una urbe desolada, en crisis por la guerra, y así cierra el texto: “A veces, M. se sentía como un turista en las incursiones en su propia ciudad, como si no perteneciera a ninguna parte”.
Más experiencias y ocurrencias: un tío profesor de química que menciona elementos en una conversación en voz baja (más allá de los conocimientos que se imparten tradicionalmente en clases), y el joven M. relacionándolo con la novela recién leída de Hans Dominik Peso atómico 500, de la novedosa ciencia ficción, a la sazón género prohibido en el Tercer Reich. Y junto a eso, las llamadas “chicas relámpago”, un cuerpo auxiliar femenino de telecomunicaciones –con un uniforme y logo con dos rayos eléctricos– vigilante del espacio aéreo.
Y siguen los libros en las anécdotas: desde una biblioteca pública absolutamente vacía, salvo por el responsable a cargo, sitio ideal para ocultarse de los obligatorios ritos y ceremonias públicas –Enzensberger dice que, como Günter Grass, tuvo que vestir varias veces uniformes de las Juventudes Hitlerianas–, hasta encuentros y cruces fortuitos. Acontecimientos como el de un tren que explota tras un ataque aéreo, y las mercancías que se desparraman, y la gente acudiendo a “buscar restos utilizables de la carga destrozada”. De cualquier explosión podía surgir alguna sorpresa para alguien curioso y con hambre de lecturas: “De los escombros, M. recuperó intactas las ediciones del correo militar de las obras de Theodor Storm y Will Vesper. También encontró una selección de Hölderlin, en una edición enorme, que Goebbels había enviado a los soldados del frente para sugerirles ‘morir por la patria’”.
Enzensberger se refiere al sistema escolar y a varios de sus personeros bajo el nazismo, pero también aprovecha su puñado de anécdotas para plantear una crítica de carácter más abarcativo y general: “El éxito a la hora de enseñar de tales educadores dejaba mucho que desear. Pero lo que se conoce como ‘formación’ nunca ha sido el objetivo principal de la escuela, lo que queda demostrado por el hecho de que el personal docente necesita tres o cuatro años para enseñar a los niños a leer y escribir, a sumar y multiplicar, unas habilidades que cualquier niño normal puede adquirir en seis semanas con facilidad”. Y dice, a modo de conclusión: “La larga estancia obligatoria en la escuela sirve más bien para ensayar las reglas básicas de la política, probar las relaciones de poder, las intrigas, las alianzas cambiantes, los ardides de guerra y los acuerdos”.
En “Línea Sigfrido”, Enzensberger recuerda que, para 1944, sólo Goebbels hablaba de “la victoria", y M. es parte de un grupo de jóvenes reclutados, unos “desanimados estudiantes”, para ir al Palatinado a cavar zanjas -inútilmente- durante 12 días. Fin de la historia: “Como premio, los participantes en ese largo e inútil viaje oficial recibieron una medalla de chapa de la Orden de la Carne Congelada al regresar a casa: era el nombre irónico de la medalla que recibían los soldados del Frente Oriental. M. la tiró por la letrina ese mismo día”.
Títulos como “Búsqueda errante de declaraciones que valga la pena escuchar” y “Un estudiante de Medicina en prácticas falso” ya indican el tenor de las aventuras del protagonista, quien además se anotó en un seminario de Heidegger para terminar “repugnado” por “la incapacidad del filósofo para dialogar”: “nadie tuvo la oportunidad de hablar”. Y en “Viajes austeros”, narra las experiencias de hacer autostop: “Según dicen, M. llegó de esta manera a Sevilla, a Kalmar e incluso a Estambul”.
En otro libro de corte autobiográfico, Tumulto (2014), Enzensberger reflexiona en torno a otra etapa vivida, recuperando cuadernos y notas de juventud, ya avanzados los años de la segunda posguerra. Unos “Garabatos de diario sobre un viaje por la Unión Soviética y sus consecuencias”, de 1966, reflexionan durante un viaje a la URSS sobre una de sus instituciones: la Unión de Escritores Soviéticos. Dice: “En Occidente uno no se hace una idea de la importancia política, del poder y de la riqueza de dicha institución. Estar afiliado a ella es una cuestión existencial para cualquier escritor soviético. Quedar excluido equivale a la muerte social”. El joven Enzensberger veía con sus propios ojos y mediante la información que le llegaba el bluf, una década luego, de lo que fuera aquel histórico XX Congreso del PCUS, para una supuesta desestalinización. Consigna: “En 1964 Joseph Brodsky fue detenido en Leningrado y condenado a cinco años de trabajos forzados por ‘parasitismo’. Sólo hace poco fue puesto en libertad después de que su caso provocara un escándalo internacional. Y no fue el único. André Amalrik sufrió una suerte similar. También el escritor Andréi Siniavski acabó mal por haber hecho publicar sus críticos ensayos en el extranjero bajo el seudónimo de Abram Tertz. Un tribunal de Moscú lo condenó, en el simulacro de proceso al más puro estilo estalinista, a siete años de prisión agravada en un campo de reclusión. Recuerda la campaña contra los ‘cosmopolitas sin raíces’ desencadenada por el jerarca del Kremlin a principios de los años cincuenta”.
En “Recuerdos de un tumulto (1967-1970)”, Enzensberger indica que en el Berlín del ‘68, él estaba en Berkeley: “Allí también había mucha movida”, anota. Y en en su estadía en Cuba, además de las conversaciones con Haydeé Santamaría, y de un encuentro con Fidel Castro, junto a la mención de Lezama Lima y su “obra capital”, Paradiso, la existencia de “tiendas especiales” para los miembros del gobierno y los visitantes “expertos extranjeros”, con excelentes productos que no estaban al alcance del cubano común y corriente: “Yo, con mi alma sencilla de izquierdista, sospechaba de tales privilegios y vacilaba en hacer uso de ellos”.
A veces como descolocado, y/o desentendido, el escritor llega a mencionar que, por entonces, ¡prefirió con un colega discutir sobre “el futuro de la poesía experimental” que sobre la Primavera de Praga!
Otro recuerdo: “en Moscú también me reencontré con Neruda. Cuando iba a Rusia, sólo podía haber para él la mejor habitación con la mejor esquina de la mejor planta del hotel Nacional, con el Kremlin al alcance de la mano. Enseguida me invitó a desayunar. La camarera, con cofia y delantal blanco, acercaba en su mesita rodante lo que él ordenara: blinis, caviar y champán. Apartaba las cuestiones ideológicas con un mero gesto de la mano. ‘¿Qué estás haciendo?’, me preguntó. ‘¿Cuándo vienes a Chile? ¿Qué quieres beber? ¿Té? ¿Vodka? Ten, te regalo mi último libro, una edición de lujo, sólo hay cien ejemplares.’ Y me puso una dedicatoria con su garra desbordante. Consideraba natural que todo aquello le correspondiera por su condición de poeta. Actuaba como si fuera lord Byron, si bien este célebre antecesor suyo seguramente pagaba sus facturas de su propio bolsillo. Esa actitud fachendosa se había convertido en su segunda naturaleza”. Hacia el final de Tumulto, en “Después (año 1970 y siguientes)”, aventura, cerrado el proceso de radicalización y ruptura de “los ‘68”, una relación entre teoría y filosofía, y por comparación apuesta por la literatura, desobligada de toda definición o concepto cerrado-definitivo, con sus formulaciones abiertas e indeterminadas en múltiples áreas y aspectos, lo que permite al autor múltiples libertades para desarrollar su oficio, alejado de todo precepto u obligación política.
ALMACÉN DE IDEAS
Otro volumen de Enzensberger, Mis traspiés favoritos. Seguidos de un almacén de ideas (2011), lista y glosa proyectos descartados, más o menos avanzados, que por una u otra razón no terminaron de concretarse: una obra teatral sobre Lenin y Parvus -discutiendo fuertemente en una visita que le hace este último- durante la primera guerra mundial; revistas, como Gulliver (“Algunos de los instigadores de este proyecto éramos los sospechosos de siempre: Uwe Johnson, Ingeborg Bachmann, Martin Walser, Günter Grass y yo”), y otra que se llamaría Story: “Una publicación mensual que ofreciera exclusivamente short stories y reportajes de buen nivel literario. Debería hacer la vista muy gorda a la usual diferenciación entre literatura seria y no tan seria. La short story de un premio Nobel debería poder aparecer junto a un policial atrapante; un reportaje sobre un centro de investigación neurológica, junto a un artículo sobre los entretelones de una película de Bollywood. Todo estaría permitido: desde la ciencia ficción hasta la forma clásica de novela breve o una narración olvidada de la literatura universal”. “Lo que sí quedaría totalmente descartado”, agrega a modo de chiste o remate, “sería la teoría literaria, al igual que el tono académico”.
En la obra enorme de Enzensberger se destacan en la narrativa volúmenes como El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti, y Hammerstein o el tesón, novela dedicada a uno de los prominentes jerarcas del ejército alemán que se opuso a los planes de Hitler. En ensayos, Política y delito, El laberinto de la inteligencia y El perdedor radical, son algunos títulos destacables, al igual que Conversaciones con Marx y Engels, delicioso libro donde el autor recopila y edita las cartas entre estos, repletos de epítetos de los más variados (y hasta alternadamente opuestos) hacia amigos y enemigos, y cartas, recuerdos e informes de terceras personas sobre esta famosa dupla y su entorno.
Ya la década de 1960 conoció los trabajos de Enzensberger en castellano, no sólo por traducciones de editoriales españolas (Seix Barral, y poco después Anagrama, quien ha terminado publicado un buen grueso de su obra), sino de la Argentina: por caso, la revista Sur publicó en 1963 su ensayo “Aporías de la vanguardia”, y poco después Sudamericana el volumen Poesía alemana de hoy (1945-1966), con traducción de Rodolfo Alonso y Klaus Dieter Vervuert, con siete piezas de dos poemarios. Y hay que destacar los discursos de Günter Grass, recordando a su colega junto a otros por su poesía de posguerra, novedosa, conteniendo un “nuevo tono, agudo, exacto y juguetón”, y la opinión del crítico norteamericano Harold Bloom en El canon occidental, valorizando y rescatando para el futuro el libro de Enzensberger Poesías para los que no leen poesías. Su otro gran título en este registro, El hundimiento del Titanic (1978), traducido al castellano por Heberto Padilla, alterna la catástrofe histórica con su propia experiencia, medio siglo después, en la Cuba revolucionaria, y la pérdida de un poema del mismo nombre, enviado por correo, concluyendo así una suerte de metapoema que recupera aquello y lo remoza, en un cruce entre historia y humor, experiencia personal y documentos periodísticos, con metáforas en abarcativos y sorprendentes alcances. Porque si hay algo fundamental en la obra de Enzensberger es su calidad de poeta.
>Fragmentos de Un puñado de anécdotas
UNA PRIMERA DECEPCIÓN
Cuando M. todavía era lo suficientemente pequeño como para pasar entre las piernas de un adulto, vio a un hombre que consiguió reunir a media ciudad para que lo saludara.
La vida cotidiana quedó suspendida, cerraron la avenida de circunvalación y se interrumpió el servicio de todos los tranvías. Gente con brazaletes y cintos de cuero formaban una barrera para contener al público. Una promesa flotaba en el aire. M. no tenía la edad suficiente para entender lo que la gente esperaba, pero se dejó llevar por la vorágine de la multitud.
Se deslizó entre las relucientes botas de caña alta de los gigantes y vio un coche con la capota descubierta que se acercaba por la calle ancha y vacía, precedido por un convoy de motocicletas. Una nube de júbilo se alzó, el público estiró el cuello, levantó los brazos y gritó.
En el coche había un hombre insignificante con bigotes y la vista fija hacia delante. Llevaba el pelo pegado a la frente. Levantó el brazo derecho y lo dejó caer bruscamente de nuevo.
Entonces, la comitiva terminó de pasar, la barrera se disolvió y la multitud se dirigió animadamente a los puestos de salchichas y las mesas de las terrazas para recuperar el ánimo. ¿Eso era todo? M. no sabía lo que era un nazi. Esa abreviatura no figuraba en su vocabulario. No podría haber dicho lo que esperaba. Pero tenía que ser por fuerza algo inaudito. Después de todo, el Führer había pasado por delante de él. Le hubiera gustado estar tan entusiasmado como algunos de los presentes, pero solo había notado una sensación de aburrimiento en el estómago. Era como si le hubieran regalado un paquete prometedor en Nochebuena que resultara estar lleno de serrín.
M. tiene más que agradecer a sus decepciones que a sus fantasías.
SOBRE EL VICIO DE LA LECTURA
Tuvo suerte con sus padres. Casi siempre le dejaban hacer lo que quería, al contrario del mundo exterior, que siempre tenía reglas, ya fuera en la escuela, en los desfiles o en los gimnasios. Maestros, funcionarios, compañeros de clase, conserjes, sacerdotes, policías, todos querían algo de él que no le gustaba. Solo en casa estaba tranquilo.
Nunca quiso matar a su padre ni acostarse con su madre. Ciertamente le encantaban Sófocles y sus tragedias y le gustaba leer los extraños y divertidos relatos de Sigmund Freud, pero le resultaban exóticos, como si se trataran de imágenes de colonias lejanas. Incluso trabajos científicos que caerían después en sus manos, como Autoridad y familia o Eros y civilización, no pudieron cambiar eso.
En casa de sus padres, no había libros prohibidos. Esa es una de las razones por las que sucumbió al vicio de la lectura a la edad de cinco años. En aquella época, no le gustaban los supuestos libros infantiles, que apenas merecían ser llamados así porque se leían en un abrir y cerrar de ojos; sospechaba que detrás de tal escasez de placer se encontraba el ánimo de fraude de los editores codiciosos. Prefería obras más voluminosas. Uno de esos “libros de verdad”, gruesos e interminables, la colección de cuentos de hadas de los Grimm, estaba encuadernado en lino verde, impreso en tipografía Fraktur y decorado con centenares de xilografías de Ludwig Richter, en cuya frondosa vegetación el ojo podía pasearse durante horas. En la biblioteca de su padre, sin embargo, realizó otros descubrimientos emocionantes. Estudió detenidamente La mujer de los pueblos primitivos y La belleza del cuerpo femenino con una linterna bajo la colcha.