Pocos días atrás, la escena de un gol argentino visto desde arriba se convirtió en un cuadro con marco dorado, relieve y ornamentación de museo, la respuesta a esa imagen viralizada fue: “obra de arte”.
No fue la única escena, no fueron esos cuerpos, la pelota y la línea blanca pintada sobre un fondo verde los únicos protagonistas que le ganaron al fulgor expresionista de un catálogo indiferente al culto de la radio portátil con forma de mundo. Los óleos nuevos en pantalla, acumularon comentarios y sumaron una pandilla de obras de arte a la ronda de los colores.
Algunas eran fotos profesionales, otras, dibujos infantiles. “Futbolistas” de Niki de Saint Phalle fue una de las obras de la caravana. La colorida escultura de grandes dimensiones en acrílico sobre resina de poliéster de 1993 donde dos jugadores disputan el destino de la pelota -uno de ellos está acostado sobre el suelo defendiendo y el otro está parado en posición de ataque- fue uno de los enlaces entre fútbol y arte que se coló detrás de las fotos de las hinchas del proyecto colectivo convocado por Erica Voget y de tantas otras escenas dibujadas con jugadas ideales y pases imaginarios.
La obra de Niki de Saint Phalle, (escultora, pintora, grabadora, modelo y cineasta que nació en Francia, en Neuilly-sur-Seine, Altos del Sena y murió en los Estados Unidos, en California) y su ejército de mujeres (Nanas), esculturas multicromáticas de cinco metros de altura pintadas a mano con colores brillantes y hechas con lana, papel maché o resina de poliéster y liderado por Hon (Ella, en sueco), la mujer recostada que medía más de veinte metros que recibió con las piernas abiertas y la vagina como puerta de entrada a quién quiso disfrutar de la obra en el Moderna Museet de Estocolmo en 1966, renueva en estas horas de despilfarro emocional paletas cromáticas y altares de gloria.
Hon duró tres meses, fue visitada por más de cien mil personas (fotos de niñes haciendo fila para poder entrar dan vuelta por las redes) y albergaba en su espacioso interior un bar, un cine, un planetario, un acuario y una galería de arte con famosas obras modernas falsificadas. En continuo prodigio, otras de sus obras, los “tirs”, plafones de yeso blanco sobre los que estallaban a tiro de rifle unas bolsitas llenas de pintura de todos los colores, dan en el blanco de la rabia y sacuden aires complacientes.
Descubrirla o recuperarla -según el ojo que la nombra- exige cuando la exigencia es el deseo y no una orden, salir a su encuentro en un escenario propio siempre político, siempre feminista que eligió compartir el infinito poder de los pigmentos. Su padre la violó cuando tenía once años y a los veinte le dijo en una carta que había querido convertirla en su amante. Muchos años después resistiendo ahogos, diagnósticos de esquizofrenia y terapias de electroshock pudo matarlo simbólicamente en Daddy, su película de 1972 (una voz en off dice: “madre, tengo una noticia maravillosa: finalmente, papá está muerto”) y escribirlo en Mon secret, un texto en modo carta para su hija: “El verano de las serpientes fue cuando mi padre, este banquero, este aristócrata, puso su pija en mi boca (…) y comprendí que todo lo que me enseñaron era falso.”