El baturrillo de sentimientos y emociones comienza a producirse en las vísperas del acontecimiento. Se trate de examen o viaje o fiesta o casamiento o partido de fútbol. Ese tiempo previo se desplaza por imaginarios tules de colores verde brillante y gris opaco. Optimismo y pesimismo. Alegría o tristeza del porvenir. Se es optimista o pesimista siempre respecto de un futuro cercano o lejano. En cada instante del presente simplemente somos -ni optimistas ni pesimistas- nos atrapó el instante, lo único que realmente poseemos, por su fugacidad, quizás.

Optimismo proviene de optimus (lo mejor), pesimismo de pessimus (lo peor). El concepto de pesimismo (pessimisme) fue acuñado por Voltaire para rebelarse contra la filosofía optimista de Gottfried Leibniz y su famoso y bastardeado “vivimos en el mejor de los mundos posibles”.

¿Qué es el optimismo sino creer que las fantasías auspiciosas se volverán realidad? Mientras el pesimismo cree que las fantasías auspiciosas no se concretizan jamás. Pero hay matices.

Las cosas buenas de este mundo solo lo son relativamente: lo agradable para unas personas no lo es para otras, lo beneficioso para un país o una individualidad puede perjudicar con efectos colaterales. La alegría por un triunfo conlleva -necesariamente- la tristeza del perdedor. Pero el dolor de quien pierde es así mismo promisorio. Aprendemos del error se dice en epistemología. Sin olvidar que tanto quien pierde como quien gana tiene ante sí la degradación o la dignidad según cómo administre sus pasiones. Pongamos por caso el odio a las sexualidades no binarias en pleno festejos de ganadores del Mundial 2022. Entre la afición exitosa circulan manifestaciones transfóbicas. Hostigan a la estrella rival Kylian Mbappé (además de por bocón) por su presunta relación con una chica trans.

El presente es realidad siempre grávida de futuro. Los mundos posibles de Leibniz son los que cada subjetividad puede llegar a imaginar para sí, o una multitud para su comunidad. Pero los mundos posibles no son reales sino imaginarios. No existen. Por el contrario, este mundo que conocemos -con sus imperfecciones y virtudes- logró dar el salto ontológico. Accedió al ser empírico, se mantiene. Pero no es el mejor mundo porque exista, sino que existe porque es el mejor de los mundos posibles, el único real. Lo había adelantado Aristóteles: “La naturaleza hace lo mejor únicamente entre lo que es posible”.

Se concluye así que el de Leibniz no es un optimismo a tontas y a locas (como lo satiriza Voltaire). El optimismo leibniciano no peca de candidez. Mantiene el paraguas abierto para protegerse del caos, de lo que puede traer consecuencias negativas. Es un “optimismo pesimista”, cuidador. Un escudo contra el optimismo superficial.

El pesimismo sabio no confunde simulacros con realidades concretas o deseo con cumplimiento del deseo, como le ocurrió al optimista Mbappé ante la final con el Seleccionado argentino. Se declaraba ganador a priori, desestimaba al contrincante por sudaca y terminó perdiendo. También fueron atropelladamente optimistas los patrocinadores de su Seleccionado. Pusieron a la venta online -durante el partido- camisetas de Francia con tres estrellas doradas, como si ya hubiese ganado el Mundial. Parece que algo los despertó de su sueño dogmático y borraron. Pero ya era virus. Al menos alguna cabeza va a rodar. Es el sino del optimista ansioso. Por eso una actitud pesimista -si no va contra la vida e incita a la acción productiva y precavida- es auspiciosa.

Pero, ¿el pesimismo no es compañero de la tristeza? No, más bien de la prudencia. El máximo filósofo pesimista, Arthur Schopenhauer, invita a abrirle la puerta a la alegría cuando quiera que aparezca, pues nunca es inoportuna. El pesimismo positivo festeja hechos, no proyecciones de la imaginación. Ilumina recovecos que esconden falsas ilusiones, como el idealismo. Nos fortalece contra las insustanciales palabras de quienes cuentan los pollitos antes de nacer.

El optimismo voluntarista (a lo Mbappé) además de sorprender con desagradables cachetadas de realidad, es reaccionario. En La mujer unidimensional, la filósofa británica Nina Power, denuncia ese optimismo en los “feminismos” conservadores y propone un feminismo pesimista que se oponga al machista tipo Sarah Palin, la política republicana estadounidense que se muestra empoderada exaltando la alegría de ser mujer, ama de casa, antiderechos, triunfadora en la empresa y la política mientras adhiere a las exigencias heteronormadas. La argentina Lucía Ariza sintetiza la crítica de Power al optimismo bobo de Palin. Considera que es una instrumentalización capitalista efectiva de todo lo que el movimiento de mujeres ha resistido: el deseo de la mujer diseñado por el patriarcado, la belleza joven como eje de figuración social y la voluntad de inculcar que el capitalismo es el mejor amigo de la mujer cishetero. Con el agregado -en el caso de Palin- de poseer membresía en la Asociación Nacional del Rifle.

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La fábula de la campesina y el cántaro con miel -en la versión del Conde Lucanor- o la mujer y el ánfora con leche -en la versión original de Esopo- alertan a quienes viven de falsas ilusiones. Doña Truhana era más pobre que rica. Un día portaba en su cabeza una jarra cuyo contenido pensaba vender. Imaginaba que con el dinero que le darían se compraría una partida de huevos, de los que saldrían pollitos. Con el dinero que obtendría cuando los vendiera, compraría ovejas. Y así fue comprando y vendiendo siempre con ganancias hasta que se imaginó más rica que todas sus vecinas. Siendo tan rica podría casar a sus hijas e iría por la calle acompañada por su hermosa familia y la gente comentaría su buena fortuna. Así, festejando su vano optimismo comenzó a reír con mucha alegría y se dio una palmada en la frente, la jarra cayó y se rompió en mil pedazos. La mujer, por poner sus energías en ensoñación se quedó sin nada. ¿Moraleja? “En realidades ciertas os podéis confiar, más de vanas fantasías os debéis alejar”. En este sentido un pesimismo de la fortaleza asume lo imprevisible cotidiano y no asegura nada a futuro, pero apuesta a vivir con intensidad. Pues ve el devenir no como algo terrible, doloroso o fatídico sino como un aura que celebra y ama la vida más allá del bien y del mal.