Gracias muchachos. Esa palabra antigua, muchachos, que nos viene de nuestros abuelos. Muchachos, ese modo en que recuperamos el modo de nombrar amablemente al otro, a nuestro par, de un modo recíproco, el modo en que se labran las pasiones colectivas y también transversales.
Estas son palabras urgentes, como ocurre con las palabras emocionadas. ¿Se puede escribir sobre psicoanálisis un día como hoy, cuando todavía duran el temblor y el éxtasis de la Final con Francia? Solo puedo decir que no habría psicoanálisis para mí si no hubiera recibido el fútbol como una gracia cultural dada por mis mayores, ofrecida amorosamente desde mi infancia. Jugar fútbol es un lance con el vacío y con lo impredecible.
Uno analiza con el acervo cualitativo de su vida. Y este, como dijo mi amigo, es un saber que no se aprende, es intuición intergeneracional, son las cadenas de ADN pulsional. Por eso, este partido decidí verlo en la casa en la que nací, una de mis casas natales y muy queridas.
Y me arrojé a la marea de los festejos, nuestra multitud, me desvanecí con ella, como ocurrió con cada uno de nosotros después de ser Campeones del Mundo, este momento único en nuestra historia. Tenemos en nuestra cultura una mirada y un sentir sobre el fútbol que nos hace diferentes. Es nuestra singularidad, que tendremos que seguir despejando.
Y la Scaloneta, un equipo que jugó cada partido en su diferencia, incluido este último partido, único, inolvidable. Muestra de carácter que no es lo mismo que de prepotencia. Un equipo de fútbol que torció la realidad misma y cambió el paradigma del caudillo, del líder vertical a partir del que se produce el lucimiento individual, por esta otra propuesta, la de un líder colectivo, que permite que brillen todos, que brille el equipo, que “brillemos”. Desde el arquero a los utileros, desde el técnico a los zagueros y los laterales, desde el diez a su esposa y a sus hijos, desde los delanteros hasta el ayudante de campo, desde los suplentes a los mediocampistas, desde el plantel que enamora hasta el público en el estadio. De allí al país, a los barrios, al mundo por el que andamos desperdigados. Es un rizoma, una estructura sin centro fijo, nos movemos y giramos alrededor de ella, y hay espacio para que cada quién tenga su experiencia, su hermoso brillo personal y distinto.
Esta experiencia social compleja llamada fútbol, el fútbol para nosotros los argentinos. Un epifenómeno que sucede en todas partes, en las casas y en las mesas familiares, en los bares y en las márgenes, en las calles y en las trasnoches de los vínculos estrechos, de las amistades profundas y duraderas, en los trabajos y en las fábricas, en las plazas de la expresión política, conviviendo la exaltación de las pasiones personales y la exaltación del alma colectiva, emoción de respirar fútbol, proyectándose sobre tribunas, campos de juego, historias familiares, eventos históricos y políticos, sobre la intimidad de nuestras emociones que también son históricas, y posiblemente marcarán el flujo y el estilo futuro de nuestra cultura.
El fútbol que tiene sus raíces profundas, orilleras, arrabaleras, suburbanas, rurales. Este juego en equipo, de solidaridades dinámicas, inesperado, vivo hasta el tuétano, siempre sucediendo, incierto, este juego en el que el tiempo del reloj no se detiene y transcurre como en la vida misma.
No exageramos si decimos que el fútbol en Argentina es una cuestión de Estado, y no sólo por la utilización del que ha sido objeto en páginas oscuras de la historia nacional, sino porque también reúne una pregunta todavía en ciernes sobre nuestra identidad, desde la inmigración europea que lo trajo hacia finales del Siglo XIX y principios del XX, hasta su arrasadora expansión inmediata, hasta instalarse rápidamente como fenómeno transversal de la cultura argentina a la par de las instauraciones de la clase obrera emergente que discutía no sólo lo producido del país sino su modo de distribuirlo. Los clubes se fundan a la vera del ferrocarril, en todo el país, se independizan de la impronta inglesa, toman su propia fisonomía local y también multicultural, dialogan en el simultáneo de una época en la que están gestándose las primeras leyes laborales, los movimientos sindicales, las manifestaciones políticas.
Cuando jugamos fútbol, si lo hacemos en alma y vida, entramos en el vórtice de esa experiencia intergeneracional, transformamos nuestra propia existencia, hablamos con nuestros mayores. Por eso, del devenir de una jugada a veces depende la propia vida, incluso la de un pueblo, que la pelota alcance la red supone un desarrollo plagado de nudos hechos de vacío, vacío sideral, intergeneracional, a la vez compartido con tus compañeros de juego y de existencia.
Estos muchachos, estos amigos, estos cómplices necesarios, de la mano de la versión del Messi más lúcido y más transparente que nos haya regalado jamás, estos muchachos del domingo en que gritamos otra vez ¡Campeones!, nos han propuesto también una nueva manera de pensar lo colectivo, de pensarnos los argentinos de un modo menos prepotente, menos fugaz, más laborioso, más humildes, mejor acompañados porque reconocemos al otro.
Es un cambio de época y hará historia más allá de la línea de cal y de la circunstancia inaugural de este partido sublime, el día que vencimos a los campeones del mundo salientes, a los franceses imbatibles y arrogantes. La selección argentina no luchó, hizo su juego, bailó e hizo bailar, miró hacia su propia interioridad y hacia su historia profunda. Reconoció sus pérdidas y perseveró. Lo que emergió de tantos años de frustraciones futboleras y colectivas, incluso de la primera fatal derrota contra Arabia en este mundial, es una enseñanza que no está en las palabras sino en el acto. Miremos una vez más y descubriremos, participemos haciendo lo nuestro, propiciemos la estela en común, que exista para lo porvenir.
La de esta Final es una de las páginas más hermosas del Fútbol Mundial, de la historia de todos los mundiales. Una final única. Quedamos en estado de gracia, gozo de vivir. Tal vez, el título más lindo para Argentina en toda su historia, un triunfo colectivo de la mano de Messi y de estos muchachos, desde ahora una nueva realidad además del mesías.
Para Argentina, este es --en presente-- el Mundial de la diferencia. Y Argentina, incluso en el plano futbolístico, hizo de este principio su apuesta vital: no repitió equipo, con una dinámica táctica que no habíamos visto antes. Tiene carácter, pero no rigidez caracterial. El fútbol tiene en su propia estructura una dinámica y una respiración del instante en la vida. Como en la transferencia psicoanalítica, mejor no dar por sentado nada, y vivir la experiencia como irrepetible. En estos instantes plenos, el fútbol se acerca al arte, a los cantos poéticos de las grandes obras de la humanidad. Un río infinito y verdadero.
Ese desear lo infinito es por lo que vale la pena vivir. Después, la realidad moldea con sus márgenes de posibilidad. Y jugar fútbol es respirar de esas pasiones impredecibles y siempre vitales.
Esta Final de la Copa del Mundo es una de esas que se dan una en un millón, y fuimos bendecidos con ella. A largo plazo, ¿podremos entenderlo, disfrutarlo y aprovecharlo? La alegría, mientras tanto, es un regalo pleno y colectivo que hemos recibido de estos muchachos ¡Gracias chicos, gracias muchachos! Estamos en cada lugar, abrazados a los queridos y a los que se fueron, en una rueda en la que se conectan almas, tiempos de la vida, arcanos, mitos familiares --en los que hemos sido fraguados--, junto con los dones preciosos de nuestras marcas singulares y nuestras referencias únicas que nos hacen humanos.
Cristian Rodríguez (Espacio Psicoanálisis Contemporáneo, EPC).