Mi hija me hizo notar, a raíz del triunfo de la Selección Argentina por haber llegado a la final, que la gente se comportaba de manera más afable con el otro. No solo se refería al furor que acompaña el momento del partido, sino el clima posterior, benévolo en el lazo social. Se dice además que nuestro pueblo es el de la hinchada más fuerte, y basta mirar la imagen de la multitud que rodea al obelisco, que bordea las esquinas de los barrios, que se multiplica en el monumento a la bandera, que desfila en las calles, que clama en las provincias, para que brote una emoción que no se hace esperar. Pero, ¿qué es lo que hace surgir esa conmoción, esas lágrimas que también, sin llegar al paroxismo, puede experimentar aún el no futbolero? Es el triunfo, seguro, pero más que eso, es el triunfo compartido, es la fuerza de la unión y por eso los partidos no se ven en soledad. Por el contrario, la unión que genera nuestra bandera es el mejor antídoto frente a la orfandad. Acerca las distancias, borra las diferencias. Y ahora que “ganamos” el mundial, ese plural muestra la identificación de un pueblo con el equipo que llevó su bandera. La alegría compartida supera en creces a la individual, ya que la potencia en esos momentos tan peculiares y únicos donde la gente se aúna en un canto común.

Se sabe que la “pasión de multitudes” fue detestada por Borges, quien consideró que el fútbol despierta las peores pasiones, básicamente las de ese nacionalismo que despreciaba. En las antípodas, varios escritores dieron cuenta, por medio de la literatura, de su amor por el fútbol: En Memorias del Míster Peregrino Fernández y otros relatos de fútbol, Osvaldo Soriano imprimió, en esas historias primeramente publicadas por Página 12, el testimonio de su pasión, Roberto Fontanarrosa escribió Puro fútbol (2000) y Eduardo Sacheri vio en ese juego a la máxima expresión de la democracia: abrazamos al otro al que solo nos une la misma camiseta. Me interesa ahondar en ese sentimiento de una fraternidad fundida en el apretón, donde la mismidad parece elevar el alma. Como si los argentinos nos amalgamásemos a Messi que ante el gol semeja tocar el cielo, de Maradona se decía que era la mano de Dios. Ilusión momentánea sí, pero necesaria. Revisemos desde Freud sus motivos.

Sin duda, los reparos de Borges pueden vincularse con los planteos de Freud relativos a las masas. Vayamos a la notable caracterización de esas multitudes, hecha por Le Bon y tomada por el creador del psicoanálisis, sin antes mencionar como gran antecedente de estas organizaciones a San Agustín[1]. La ocupación de Roma por Alarico influyó en la producción de la Ciudad de Dios, escrito donde se reconsidera el problema de las relaciones humanas dentro del Estado. Allí, San Agustín postula una ciudad celestial donde las relaciones entre los individuos se armonizan a través de la relación de cada individuo con Dios. Increíble la semejanza con lo que plantea Freud acerca de las identificaciones horizontales entre los sujetos mantenidas por un ideal común. En la masa desaparecen las adquisiciones de los individuos y, por lo tanto, su peculiaridad, lo heterogéneo se hunde en lo homogéneo, por el hecho del número el individuo adquiere un sentimiento de potencia invencible que le permite entregarse a pulsiones que, de estar solo hubiese sujetado esfumándose así el sentimiento de responsabilidad, el contagio y la sugestión se unen con la merma de rendimiento intelectual experimentada a raíz de la fusión con la multitud.

A juicio de Mc Dougall, los afectos de los hombres difícilmente alcancen bajo otras condiciones la intensidad a que pueden llegar dentro de la masa, los miembros se entregan a sus pulsiones sin barreras perdiendo el sentimiento de individualidad. La compulsión automática (Zwang) se vuelve tanto más fuerte cuantas más son las personas en que se nota el mismo afecto:

“Entonces se acalla la crítica del individuo, y él se deja deslizar hacia idéntico afecto. Pero con ello aumenta la excitación de esos otros que habían influido sobre él, y de tal suerte se acrecienta la carga afectiva (Affektladung) de los individuos. Es innegable: opera allí algo así como una compulsión a hacer lo mismo que los otros, a ponerse en consonancia con los muchos. Las nociones afectivas más groseras y simples son las que tienen las mayores probabilidades de difundirse de tal modo en una masa”[2].

Efectivamente, el riesgo de cualquier inserción en una masa es el de la pérdida de individualidad y ello era lo que lo espantaba a Borges. Sin embargo: ¿la emoción que produce el fundirse en una misma bandera no nos habla de una fuerte necesidad? Es que también Freud vio en los lazos un reaseguro frente al peligro, aunque se tratase de un reaseguro ilusorio. Y llamó “pánico” a un tipo particular de angustia que no dudó en llamar “social”, ya que la vinculó con el quiebre de los vínculos. En su célebre trabajo “Psicología de las masas y análisis del yo”[3] describe al fenómeno de masa que está en la base de la conformación de los grupos sociales. La cohesión de estas formaciones proviene de una identificación entre los individuos que la conforman, cuya base reposa en que todos ellos comparten el mismo ideal. Así los sujetos identifican entre sí su “yo” en tanto todos ellos tienen idéntico ideal del yo, esos lazos otorgan fuerzas a estas formaciones y las preservan de su disolución. Freud nos dice que cuando desaparecen los lazos recíprocos, se libera una gran angustia desencadenada por sentimientos de indefensión.

Freud se pregunta por la razón de ese crecimiento tan intenso de la angustia. Al tomar como modelo lo que ocurre en el ejército (piénsese que el escrito tiene la marca de la incidencia de la primera guerra mundial) considera que el aumento del peligro no puede ser el culpable de tal magnitud, ya que el mismo ejército, ahora presa del pánico pudo haber soportado incólume peligros similares y aún mayores, y es propio de la naturaleza del pánico no guardar relación con el peligro que amenaza. Entonces concluye diciendo que “cuando los individuos, dominados por la angustia pánica se ponen a cuidar de ellos solos, atestiguan comprender que han cesado las ligazones afectivas que hasta entonces les rebajaban el peligro. Ahora que lo enfrentan solos, lo aprecian en más”. Sin que el peligro haya de por sí aumentado, será la sensación de vulnerabilidad ante el mismo la que sí se ha acrecentado por el debilitamiento de las ligaduras afectivas que mantenían vinculados a los miembros del grupo.

Una misma bandera puede conllevar segregación, pérdida de la singularidad, disolución del espíritu crítico, sugestión, pero también esa fraternidad sin ambivalencia que necesitamos, aunque no dure. Tanto más cuanto mayor desamparo ante el debilitamiento de los lazos sociales que produce el capitalismo.

Silvia Ons es psicoanalista.

Notas:

[1] San Agustín, Ciudad de Dios, Madrid. Editorial Gredos.

[2] Freud, S., (1976) “Psicología de las masas y análisis del yo”, Obras Completas, Amorrortu editores, T XVIIIp.80

[3]Ibid.