Quién puede hacer nada con semejante calor, decime. Yo no. Quisiera escribir, pero es prácticamente imposible porque las palabras se me derriten en la mano apenas las agarro; se me van como deformando: se inclinan demasiado, se inflan mucho o muy poco las panzas y los rulos, y apenas si se levantan las montañitas de las emes, las enes y las eñes; intento acomodarlas igual, pero al final se despegan de las frases con un ruido pringoso como de cinta scoth y terminan cayéndose; se aplastan como esa goma viscosa que los vendedores ambulantes en Roma le quieren encajar a los turistas al grito de “funny, funny, funny for kids” mientras la arrojan con indolencia al piso y te miran con cara de “vos sos el culpable de toda la mierda que me pasó en la vida”.

Y ahí quedan, en el piso, todas pegajosas, unas más que otras, porque recuperarlas es un caso perdido. Y no solamente se pegotean las que guardaba para usarlas en alguna historia romántica con besos y caricias, no. Las que acumulaba para historias tenebrosas también se me estropearon; parecen moribundas y como cubiertas de un coágulo rojo que se asemeja a la sangre. Pero no es sangre. Es una materia que desconozco. Es el efecto del calor que las derrite y las pudre nomás.

Ya intenté despegarlas del suelo con una espátula para ver si todavía servían (de hecho, a esta altura de la página en blanco, andaba desesperado como Homero Simpson con el lechoncito que le arruinó Lisa: todavía sirven, todavía sirven, todavía sirven). Pero no hubo caso, al querer levantarlas se me estiraron y se partieron; quedaron inutilizables. Tengo ahí un pero ni sta que era peronista y un fre nte que era frente, por ejemplo, y así partidas no me sirven de mucho, más bien de nada. Por ahí podría levantar ese pelotudo que me sobró de cuando escribí a Marinelli, y podría quedarme con el pelo para usarlo cuando no quiero escribir cabello y al tudo mantenerlo en reserva para cuando me le anime al portugués. Pero la dejo ahí, nomás; que se pudra. Quién tiene ganas de nada con semejante calor.

El piso a los pies de mi escritorio es un verdadero chiquero. Si me levanto para ir al baño, o para calentar más agua para el mate (porque harán 40 grados, hermano, hermana, hermane, pero mates se toma igual) tengo que andar esquivando las palabras rotas de todo tipo que se me van amontonando. Pisarlas no sería un problema en tanto que pudieran llegar a lastimarme, porque por más punta y filo que hayan tenido alguna vez, ahora están blanditas de tanto calor. El tema es que se te quedan pegadas en la planta de los pies y ahí anda uno por toda la casa formando al paso retazos de frases incoherentes con palabras sueltas y partidas que ya no me sirven para nada.

Ponele por caso “hermane”, que justo usé en el párrafo anterior; la miro atento para ver hasta cuándo aguanta. Por ahora pareciera que se queda. Pero las palabras del inclusivo son a las que más les cuesta sostenerse. Y mirá que les meto cuidado y voluntad en el armado. Pero se ve que como, encima de este calor del orto, me hacen cosquillas en el entrecejo, las suelto medio al voleo y son las primeras que se me despegan. Y ahí quedan, en el piso. Las miro un rato para entender por qué me duran tan poco, por qué me hacen esa cosquilla molesta, si comprendo y avalo la razón de su existencia. Y de tanto mirarlas me doy cuenta de que en mi cabeza el vocablo se completa antes de que pueda terminar de leerlo o escribirlo y esa mínima diferencia entre lo acostumbrado y lo nuevo, entre la expectativa inconsciente y la realidad distinta, es lo que me hace chisporrotear el cerebelo. Y, viejo, vieja, vieje (a esta la sujeté con una chinche), hace mucho calor como para andar tentando al fuego. Así que las dejo en el piso, nomás; que se amontonen y se derritan hasta mejores días y climas.

Ya que no puedo escribir, voy a leer, me digo. Pero dónde. Porque mi sillón favorito es cómodo pero de una cuerina que se me pega a la espalda como una estampilla y me hace sudar esa gota gorda que cae por la línea de la columna, se cuela por el huequito de la espalda, en el único espacio que no tocan la cintura del short y el calzoncillo, y se mete derechito en la raja del culo.

Imposible leer, tampoco. Miro el cementerio de palabras a los pies de mi escritorio y se me ocurre que podría agarrarlas y hacer un mazacote como hacía de pibe con los restos de las plastilinas de colores, para ver qué queda. Quién te dice, por ahí hasta sale algo caótico pero bello. Ya lo hice alguna vez, pero era invierno; y a juzgar por lo que veo, así, a simple vista, me va a quedar un chorizo amasado más bien gris y cacofónico.

Puta madre con estos días. La canícula litoraleña y pampeana es enemiga de la literatura, de la vida. De todo. Todo se deforma, todo se arruina. Da bronca y un poco de envidia el verano de los otros. Un suponer (“un suponer”, qué espantosa expresión; pero qué hacerle, es la única que estaba más o menos usable y a mano): uno lee un título como Dandelion wine y ya percibe amable el calorcito que contuvo a Bradbury cuando lo escribió. En cambio acá no hay manera de que aguante semejante frase con una flor amarilla de verano. Acá más bien hubo que ponerle El vino del estío porque suena tan poderosamente a hastío. A furia y hastío. No hay manera de que aguante impoluta por mucho tiempo una frase de verano que diga diente de léon.

¡Impoluta! ¡Im-po-lu-ta! ¿Esa palabra sola logré que quedara intacta?

Ya está, me rindo. Así, con este infierno, no se puede escribir nada. Ni los vocablos correctos para el título me aguantan. “Canícula” se me desintegró, literalmente. Ya usé “calor” antes, varias veces, pero ahora como que se quiere desplomar también, esa turra. Y artículo con mayúscula inicial, utilizable, sólo me queda un “La”, que es de género femenino y “calor” es (puta madre, se cae; la levanto y la uso igual aunque se parta) más culino.

Má sí, yo uso esas. “La calor”, me queda. Y está bien así: “La calor”. Porque esta mierda de clima que me hace odiar la vida no merece ni siquiera el respeto gramatical.