Diego Hurtado es físico, historiador de la ciencia y especialista en políticas tecnológicas de países semiperiféricos de la región. Está convencido de que el período 2003-2015 fue el más virtuoso en materia de ciencia y tecnología, y que en el contexto actual sobran soluciones aunque escasean voluntades. Reivindica la importancia de un Estado interventor como fórmula ineludible para el robustecimiento de la soberanía económica, cultural y científica; recupera la centralidad de los cientistas sociales en la planificación; al tiempo que repasa la historia de la ciencia argentina desde 1816 para denunciar los intentos extranjeros (y locales) de frenar aquellas iniciativas que buscaban promover “un auténtico avance del sector”.
En el último lustro, uno de los conceptos que más resuenan es el de “articulación” entre instituciones, pero también entre disciplinas, laboratorios, objetivos de corto plazo y proyectos de largo aliento. Pero ¿qué implica “articular”? “Se trata de erradicar las divisiones entre ciencia básica y aplicada y reemplazarlas por una noción más útil e integradora como ecosistemas de producción de conocimiento. Además, se requiere de la definición y el desarrollo de áreas estratégicas que se orienten hacia la concreción de un proyecto de país, con un Estado inteligente capaz de generar las capacidades organizacionales entre universidades y empresarios”, indica Hurtado.
Un esquema en que el sector privado pueda maximizar ganancias, pero con las reglas de juego dictadas por la dinámica democrática, a través de un Estado interventor conformado por representantes activos. Desde la perspectiva del especialista, esa fórmula comenzó a desarrollarse de manera virtuosa durante el período 2003-2015. “En América Latina, el único camino es Estado y más Estado, una ecuación que ayuda a los empresarios a ganar dinero pero también los insta a invertir en tecnologías y no a fugar divisas. El Grupo Macri, que tanto subraya las bondades de la sociedad del conocimiento, no tiene ni un solo laboratorio de investigación y desarrollo”. Desde aquí, la interconexión entre las diversas áreas necesita de la incorporación de funcionarios experimentados y científicos sociales con compromiso y capaces de “devolverle el cerebro al Estado”. Para que la rueda del conocimiento circule y el ciclo se retroalimente “se requiere que fluya la información, que se acumule conocimiento en los laboratorios, en las oficinas, así como también en las fábricas. Los obreros son sujetos de producción del conocimiento, por eso necesitan estabilidad y salarios altos”, plantea.
En este escenario, ¿qué tipo de conocimiento necesita Argentina? En contraposición a lo que se pudiera aventurar, “no debemos generar conocimiento de punta porque tampoco podemos acceder a la tecnología de frontera. Eso constituye un gran error en la retórica que caracteriza a las autoridades del MinCyT”. Entonces, ¿a qué aspirar? A un proceso de aprendizaje paulatino de prueba y error que quiebre falsas expectativas e identifique metas posibles. “Generar procesos de aprendizaje y escalamiento tecnológico para comenzar a acortar la brecha. Un buen ejemplo lo constituyen los reactores nucleares, cuyo diseño comenzó en 1950”. Así, se promueve la ejecución de procedimientos híbridos –propios de los países semiperiféricos– que combinan áreas de desarrollo avanzadas y otras menos constituidas, pero con una agenda orientada a objetivos. Otro caso ilustrativo lo constituye Arsat que “se propuso la realización de satélites de telecomunicaciones en 2006 porque se venían desarrollando satélites de observación desde la década pasada”, subraya Hurtado.
Es que la historia de los fracasos y los éxitos es inherente al quehacer científico. En este sentido, “si bien el kirchnerismo cometió muchísimos errores en materia de ciencia y tecnología, lo que ocurrió entre el 2003 y el 2015 fue lo mejor que le pasó al sector desde 1810”, afirma Hurtado. No obstante, este período no estuvo exento de contradicciones: “entre 2012 y 2013, en medio de una crisis, el sector continuó evolucionando. Mientras Salvarezza diversificaba la agenda de Conicet para acompañar las políticas contracíclicas del Gobierno, Barañao encapsulaba al Ministerio y cerraba los intercambios solo con empresarios afines. Por ello, por un lado estaba el MinCyT que impulsaba políticas desconectadas de la realidad socioeconómica del país y, por el otro, el Ministerio de Planificación que era el encargado de desarrollar los lineamientos tecnológicos”. Y concluye: “las políticas del sector no son independientes del contexto económico y político del país. Eso nos quiso hacer creer Barañao porque para él un proyecto de industrialización inclusiva es lo mismo que un plan de fundamentalismo neoliberal periférico”.
Los orígenes
“En 1816, cuando recién nos habíamos independizado políticamente, todavía faltaban científicos argentinos. Era necesario construir una tradición, pese a cargar con dos siglos de retraso respecto al nacimiento de la ciencia moderna en Europa, cuyos ojos ya habían visto a Galileo, Descartes y Newton”, apunta Hurtado. De modo que cuando la nación todavía se tambaleaba el plan fue el siguiente: crear instituciones y traer científicos extranjeros. A diferencia de Brasil, ya que Portugal no construía universidades en sus colonias, “la ciencia y la técnica argentina acompañarían desde principios de siglo XIX el proceso de construcción del Estado-nación”, subraya.
A partir de 1870 se crearon los primeros espacios científicos como la Sociedad Científica Argentina (1872) y el Observatorio Astronómico de Córdoba (1871), al que asistían médicos e ingenieros locales, acompañados por científicos provenientes de Alemania, Italia y Suiza. Sin embargo, el ingreso en 1880 al mercado mundial como agroexportador convirtió a Argentina en un país que, en apariencia, podía darse el lujo de prescindir de los desarrollos científicos y de su conexión con el proceso productivo. Habrá que esperar, entonces, a 1930 y al inicio del proceso de sustitución de importaciones promovido por militares industrialistas “que desarrollaron una concepción de defensa geopolítica y estratégica, basada en la industria y los recursos naturales. Entre ellos, se destacaron el general Enrique Mosconi, el brigadier Juan San Martín y, luego, por supuesto, Juan Perón”, explica el historiador científico.
Sin embargo, desde un comienzo, los esfuerzos de la industria fueron fragmentados, desorganizados y subsidiarios del sector agroexportador. Cuando ganaba visibilidad el PBI industrial y los desarrollos tecnológicos emergían en áreas puntuales, se detuvo su inercia con la doctrina de la seguridad nacional, promovida por los gobiernos estadounidenses en el marco de la Guerra Fría. A las presiones externas se sumaron conflictos puertas adentro. Pronto, se avivaron las disputas entre el Gobierno peronista y los grupos de las ciencias biomédicas representadas en la figura de Bernardo Houssay, científico reconocido en 1947 con el Premio Nobel. De este modo, la tradición peronismo-antiperonismo tuvo su correlato al interior de los laboratorios. “El gobierno de Perón tenía muy en claro la ciencia que necesitaba un país como el nuestro. Basta con repasar el segundo Plan Quinquenal para recordar la primera vez que Argentina tuvo una política tecnológica. Tampoco es un reproche para Houssay, quien sostenía la importancia de la autorregulación de la investigación respecto a la intervención estatal. Eran conflictos de perspectivas, enfoques de ciencia y de país”, indica.
En 1958 se creó el Conicet y Houssay fue su primer director. Desde su lugar sostenía la necesidad de que el presupuesto fuera destinado al impulso de la ciencia fundamental. No obstante, el peronismo había sembrado una semilla, la Comisión de Energía Atómica, a la que más tarde se sumarían otras instituciones como el INTA y el INTI. Desde aquí, “si bien Argentina nunca desarrolló un proyecto consolidado de políticas científicas, hay que destacar la actividad de sujetos como Rolando García que siempre pugnaron por el reconocimiento de los científicos sociales. Creía en su rol de vigilancia y control respecto de una planificación en materia de ciencia y tecnología capaz de responder a las necesidades de un país industrial y moderno”, señala.
En este mapa geopolítico, siempre que países como Argentina se proyectaron como naciones emergentes, los poderes centrales desarrollaron estrategias para frenar su progreso. “En 1976, con la excusa de combatir el avance del comunismo, se intervinieron las fábricas y las universidades. Como Estados Unidos necesitaba vender el conocimiento que producía, era necesario que en el ámbito local no se produjeran desarrollos propios ni robustecer la soberanía. Por eso, el blanco preferido de ataque fue la ciencia”, afirma. Y completa: “en la actualidad, si lo pensamos bien, con el Gobierno de Macri la realidad no es tan distinta”.