Extraña manera de morir para una estrella punk: John Graham Mellor, más conocido por Joe Strummer, sufrió un ataque cardíaco el domingo por la tarde y ya no despertó. Ni cocaína, ni heroína, ni excesos alcohólicos, ni un accidente en una habitación devastada de hotel. A los 50 años, el líder de The Clash, auténtica voz generacional, protagonista de un quiebre inolvidable en la historia del rock, se despidió plácidamente en una silla de la cocina de su casa de campo en Broomfield, Somerset (Inglaterra), al volver de un paseo con sus perros. Para ponerle sal al asunto, el guitarrista y cantante murió el mismo día que un tal Luca Prodan, años atrás. Claro que las reacciones por este ingreso al panteón serán a escala planetaria: para una considerable masa de gente, la partida de Strummer es tan significativa como la de John Lennon. Y ni siquiera hay un Chapman a quien echarle la culpa.
Puede parecer exagerado por la dimensión de la obra de unos y otros, pero la aparición de The Clash fue a la escena musical británica de los ‘70 lo que los Beatles fueron a los ‘60. A diferencia de Sex Pistols, conocidos tanto por sus himnos al hastío como por las triquiñuelas comerciales de Malcolm McLaren, The Clash trascendió el estallido punk, le agregó color y profundidad, generó más y mejores canciones y, gran diferencia, enarboló un discurso mucho más combativo y efectivo que el no future.
Del seminal The Clash a Combat Rock (mejor no contar la triste despedida de Cut the crap), pasando por sus obras capitales London calling y Sandinista!, el grupo que completaban el guitarrista Mick Jones, el bajista Paul Simonon y los bateristas Terry Chimes y Topper Headon marcó a fuego una generación, sin fronteras (sus influencias en Argentina fueron de una cita de Charly García en “No bombardeen Buenos Aires” a sentidos covers de Attaque 77 y Los Fabulosos Cadillacs), y llegó a ganarse un mote que muy pocos podrían enarbolar en la industria musical: “La única banda que importa”.
Todo eso eran simples sueños de estudiante para Strummer cuando aún se llamaba John y era sólo el hijo de un diplomático inglés, circunstancia que lo hizo ver la luz en Ankara (Turquía), el 21 de agosto de 1952. Acostumbrado a moverse desde pequeño en lugares como México, Chipre y El Cairo, el joven músico se independizó a su familia a lo grande, ocupando un squat en 101 Walterton Road, en Notting Hill. Un lugar que, mediando los ‘70, ardía de manifestaciones por la igualdad racial y protestas políticas, un lugar que servía de hogar a un tal Bob Marley.
En ese caldo callejero, en esa mixtura social que impregnaba la cultura y el pensamiento, Joe se empapó de músicas vibrantes, extraños colores y olores con la marca del reggae, el dub, el ska y los sones tribales de Africa. Pronto integraba un grupo de pub llamado 101ers, pero el verdadero punto de partida fue en 1976, cuando un amigo llevó al guitarrista a ver la nueva gran cosa, un cuarteto salvaje liderado por Johnny Rotten. Strummer no lo pensó dos veces: decidió llevar su música al extremo, se despidió de los pubs y buscó nuevos amigos. El nombre para el nuevo proyecto llegó de los diarios, donde la palabra clash (“choque”), espejo de tiempos violentos, se repetía una y otra vez.
Fueron sólo cinco años, pero la historia está llena de revoluciones concretadas en menos tiempo. Además, The Clash contaba también con otra usina creadora en Mick Jones. Esa sociedad (algo sumamente valioso en el rock: Lennon/McCartney, Jagger/Richards y siguen las firmas) permitió que el grupo jugara libremente con sus horizontes, pero también fue una fuente de tensiones que tuvo influencia decisiva en el historial. Strummer venía de una familia acomodada, y Jones provenía de un hogar obrero de Brixton: en esa diferencia nacieron varias batallas internas de The Clash –algunas literalmente sangrientas–, pero seguramente también buena parte de su fiereza en vivo.
Desde el escenario, entonces, Strummer y sus muchachos lo arrasaban todo. En 1999 vio la luz From here to eternity, y aún con la distancia que impone una vieja grabación puede apreciarse la bien canalizada violencia del grupo. Que contaba con piezas inmortales como “London calling”, “White riot”, “Rock the Casbah” (que, ironía de ironías, sonó en los aviones que bombardeaban a Saddam Hussein en la Guerra del Golfo), “Train in vain”, “Straight to hell”, “Bankrobber” o “Should I stay or should I go”, que en 1992 desató las iras del pueblo punk al ser utilizada en un aviso de Levi’s.
Enormes en las islas británicas, apenas considerados en Estados Unidos hasta que fue demasiado tarde, los Clash fueron honrando leyendas de detenciones por usos y abusos –o peleas a puño limpio con fans molestos–, hoteles destrozados y giras tormentosas. La enorme paleta estilística con la que ampliaron los tres acordes de rigor del punk sirvió para construir obras monumentales como el doble London calling –para muchos, su obra maestra– y el triple Sandinista! (directa alusión a la intervención estadounidense en Nicaragua), pero la combustión interna hizo volar todo por los aires.
En 1982, Strummer echó a Jones de la banda por “diferencias políticas”, aunque la verdadera razón pasaba por la adicción de éste a la heroína. Los intentos posteriores dejaron tristes resultados, hasta que Strummer y Simonon decidieron cerrar el capítulo a comienzos de 1986. Algunos años después Joe aceptaría que “a Mick lo apuñalé por la espalda”, pero aún así resistió toda oferta, por millonaria que fuese, de reunir a la bestia. No es que le faltara tiempo: el cuerpo de obra solista de Strummer es sucinto, repartido con su trabajo para bandas de sonido y como actor en películas de Alex Cox (Walker, Straight to hell) y Jim Jarmusch (Mistery train). Tras diez años de silencio, sus dos discos con The Mescaleros (sobre todo el brillante Global a Go-go) lo exhibieron en plena forma, en una síntesis total de su pasión por la furia rockera y los sonidos de otras latitudes.
El mes pasado, Strummer y los Mescaleros liquidaron una gira europea de precalentamiento para la edición de su tercer disco. En el show del 15 de noviembre en el Acton Town Hall de Londres se produjo el milagro: a veinte años de su última aparición conjunta, Strummer y Jones se unieron en escena para “London’s burning”, “Bankrobber” y “White riot”. Todo parecía estar preparándose para un encuentro cumbre, ya que en febrero de 2003 The Clash será el segundo grupo punk (el primero fue Ramones) en ingresar al Salón de la Fama del Rock and Roll, y se descontaba un show nostálgico y furioso a la vez.
Ayer, cuando Lucy Strummer ya había dado la noticia y pedía respeto y consideración por la familia, la rueda de declaraciones empezó a girar: Bono se declaró “shockeado”, no dudó en definir a Clash como “la mejor banda de rock de la historia”, y afirmó que “escribieron el libro de reglas para U2”. Bob Geldof, que en sus tiempos de Boomtown Rats tuvo más de una agria discusión con Strummer sobre cómo sacarle partido a la industria, ofreció la mejor definición. “The Clash será influyente por siempre, una banda que no morirá nunca. Si pueden influir a la gente, sobre todo en esta era de música pop manufacturada, entonces habrá dejado algo indestructible”.
Ni ardió de pronto ni se extinguió lentamente: Joe Strummer se apagó al medio siglo de vida, cuando aún brillaba con fuerza. Extraña suerte para un totem punk.