El domingo 18 de diciembre de este año la selección argentina de fútbol obtuvo la ansiada Copa en el mundial de fútbol disputado en Qatar al vencer en la final a su similar francesa, que hasta entonces ostentaba el título de campeón. Tras el triunfo una algarabía desbordante estalló –y esto no es metáfora- por todos los rincones del país. De esta manera, hogares; calles; plazas; paseos; puentes; esquinas; y hasta transportes públicos -desde colectivos hasta aviones-, se convirtieron en escenarios de una celebración inédita que entre cánticos; bailes; abrazos; gritos y música permitió la descarga de tensión acumulada por los cuerpos. O sea: una Fiesta.

A la hora de conjeturar las razones para tamaño festejo no faltan motivos. Basta visualizar las imágenes de ese enorme conglomerado humano que re-unió a millones de personas con el solo fin de brindar cauce a su felicidad, como para colegir las consecuencias del obligado encierro al que nos conminó la pandemia. Por otra parte, “Necesidad de celebrar” dicen las crónicas y tienen razón, sobre todo si se advierte el difícil momento político y social que atraviesa nuestra nación. Para no hablar de la “grieta”, ese nefasto artilugio sostenido por el poder económico para infundir desánimo y tristeza en los corazones. A esta altura de la reflexión se nos impone una pregunta: ¿Hay que sufrir como condición para La Fiesta? La coincidencia temporal de la conquista de la Copa del Mundo con las denominadas Fiestas de Fin de Año nos brinda un marco propicio para ensayar respuestas a partir de algunas consideraciones sobre la fiesta y el juego.

El juego

A juzgar por la experiencia que nuestra selección atravesó en este Mundial podríamos responder a nuestro interrogante de manera afirmativa. Derrota inicial; partidos en que recién avanzado el trámite de la contienda aparecían los goles del triunfo; resultados aparentemente consolidados en que el contrincante empataba en el último minuto; una final no apta para cardíacos en que tras “bailar” al equipo contrario nuestro arquero – no por nada distinguido como el mejor del mundial- nos salva del desastre. “Hay que sufrir!”, decían exhaustos nuestros jugadores.

Lo cierto es que el valor simbólico del juego –sea cual sea el deporte o la actividad de la que se trate- tramita los contenidos más intensos y trágicos de la existencia. De hecho, tras destacar que no se trata “del lugar que al juego corresponda entre las demás manifestaciones de la cultura, sino en qué grado la cultura misma ofrece un carácter de juego”[1], Johannes Huizinga propone considerar un homo ludens como rasgo distintivo de la esencia humana. A partir de allí, la poesía, la guerra, lo sacro, y hasta el saber “portan esta función llena de sentido”, según refiere el lúcido historiador holandés, que no se priva de citar a Platón para demostrar que la filosofía misma se nutre del carácter agonístico propio de los mitos y diálogos socráticos: “Hay que proceder seriamente en las cosas serias y no al revés. Dios es, por naturaleza, digno de la más santa seriedad. Pero el hombre ha sido hecho para ser un juguete de Dios, y esto es lo mejor en él. Por esto tiene que vivir la vida de esta manera, jugando los más bellos juegos, con un sentido contrario al de ahora”.

A partir de esta condición estructural con que Huizinga dota a la actividad del juego, bien podemos preguntarnos: ¿No es el juego una escenificación privilegiada de la experiencia del ser hablante signada por la finitud? Y aún más: ¿Es que el juego y la fiesta necesitan del sufrimiento o más bien tramitan el dolor propio de la existencia? De hecho, según la perspectiva psicoanalítica, el aparato anímico requiere del trauma para constituirse como tal. La cuestión es decisiva por cuanto importa la consideración según la cual el dolor, lejos de emerger cual accidente, conforma un dato originario en la experiencia humana. Avancemos con Las Fiestas para cernir estos interrogantes.

Las Fiestas

El origen cultual de la fiesta indica que lo celebrado no es otra cosa que la porción de goce que hemos cedido a cambio de postergar la muerte: la entrega que se le ofrenda a la divinidad a cambio de un nuevo pacto de convivencia. “La fiesta funda una comunidad entre los hombres y con los dioses”, dice Han en La desaparición de los rituales[2]. Durante un cumple años, la reunión de amigos o en la rave, lo que nos convoca es el acceso a un renacimiento entre-otros. “La fiesta es comunidad, es la presentación de la comunidad misma en su forma más completa.”[3], dice Gadamer en La actualidad de lo bello. Vale rescatar entonces el sentido compartido que hace a las Fiestas, esto es: el fin de un ciclo y el comienzo de uno nuevo, no solo por el año que amanece sino también por lo que la Navidad hace resonar de nacimiento, oportunidad y contingencia. De allí el desenfreno o la euforia que suele suscitar la re- unión. Pero, si se liberan impulsos y se da rienda suelta a los excesos, es porque toda celebración esconde una sombra, y el enmascarado en la fiesta es el duelo.

De hecho, suele suceder que, conforme se acerca el fin de año, sobrevenga una sensación de agotamiento, stress o nerviosismo, a la que a veces se agrega el franco rechazo a compartir celebraciones o encuentros con familiares o amistades. Resulta común escuchar: “No hay cosa que odie más que las Fiestas”. Lo llamativo es que también solemos decir: “Nos tenemos que ver antes fin de año”. Y quizás en esta contradicción -entre rechazo y compromiso-, encontremos la raíz del malestar que acompaña la despedida del año que pasó. Para decirlo todo: se trata de la posición que cada sujeto adopta frente a la finitud. El límite que aporta el término de un año puede facilitar la acción de jugarnos por aquello que nos interesa: sea la confirmación de un rumbo apenas insinuado hasta ahora o, por el contrario, bajarnos del tren que probó no ser el esperado. Pero elegir siempre supone perder algo. Los excesos que conforman el oscuro costado de toda celebración no esconden otra cosa.

Algunas conclusiones

El dolor forma parte de la experiencia del ser hablante. La posición subjetiva ante la finitud y la imposibilidad de la plena satisfacción es la que hace toda la diferencia entre el duelo y el sufrimiento neurótico que prefiere lamentarse por el Todo que no se alcanzó antes que darse por enterado de su imposibilidad. La templanza expuesta por nuestros jugadores ante la adversidad demostró una posición ética frente al componente imprevisible que, por definición, porta el juego como vivo testimonio de la existencia misma. A tener en cuenta cuando hagamos nuestro balance de fin de año, en especial si queremos ganar antes que reducirnos al ruinoso goce de la queja.

*Psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

[1] Johannes Huizinga (1938) , Homo ludens, Buenos Aires, Alianza Editorial, 2015, p. 10.

[2] Byung Chul Han, “La desaparición de los rituales”, Argentina, Herder. 2021, p. 59.

[3] Hans georg Gadamer, La actualidad de lo bello, Barcelona; Paidós, 1991, página 102.