Hace un año, debuté en SOY con una visita a los fantasmas de las navidades pasadas. En esa crónica traje de vuelta una frase que en las fiestas sonaba seguido: “El aire se corta con un cuchillo”. Más acá del malestar social que traía diciembre, en mi casa todo parecía latir al compás de una bomba de tiempo. Un desnivel en los aportes comestibles, una copa de más lubricando el machismo, un rencor acumulado; cualquier motivo era bueno para encender la pirotecnia familiar. Pero, en general, el malestar no pasaba a mayores porque había que actuar el teatro de la normalidad. Nadie estaba por encima de su rol.

Yo, marica, era una isla en el mapa familiar. Actuar el teatrito de la normalidad me parecía un oficio desgastante. Al cuchillo que pendía sobre el aire, se sumaba otro, interno, que yo usaba para recortar los ademanes delatores y apuñalar cualquier proyecto de emancipación. No recuerdo el momento exacto en que dejé de actuar, solo sé que progresivamente me alejé del teatro hasta que ya no volví.

Nochebuena pasó a ser una ocasión para reunirme con amigues, mirar películas o salir de fiesta, para brindar por brindar y no porque pondremos un muñeco en un pesebre de plástico. Pero en mi rebelión queda una idea de familia. Una idea queer, digamos, en tanto pervive la intención de un encuentro con otres, ya sin la opresión de los lazos políticos. En Utopía queer, J. E. Muñoz piensa en este tipo de encuentros como una tercera alternativa ante las dos posturas dominantes en el activismo LGBT+, es decir, la postura de la familia homonormativa —opción preferida por los trolos y las tortas exitosamente asimilades en el sistema heteropatriarcal— y la de la cancelación absoluta de una iniciativa familiar.

Para Muñoz, la tercera alternativa tendría más que ver con las houses drag: una red de afectos tejida creativamente para contener a les individues queer en medio de la desolación del mundo. A lo largo de estos años, justamente, con mi amigo Herni, partner in crime en lo que a torcer la Nochebuena respecta, adoptamos a otres rebeldes en nuestras casas y también nos dejamos adoptar en casas que no eran nuestras. Fuimos probando diferentes formas de aunar soledades.

Ahora es Navidad otra vez, y aunque continúo con el plan de no dedicar la noche del 24 de diciembre a esperar algo en lo que no creo, mi modus operandi tiene esta vez una sombrita de duda. El 2022 fue, también a nivel familiar, un año de convulsiones con consecuencias catastróficas. Diferentes cuestiones que no vienen al caso, pero que por supuesto tienen una raíz menos emocional que económica, destrozaron la última ilusión de normalidad que guardaban mis viejes. En una palabra, mi núcleo familiar está aislado de la estructura familiar mayor, y en su aislamiento veo un reflejo del que históricamente viví yo.

La disgregación del teatro viene bárbaro para leer la obra a contrapelo y encontrar sentidos nuevos. Un ejemplo: mi abuela paterna siempre prefirió a los hijos de mi tía. Aun hoy, débil como está, nos hace sentir la preferencia con una desfachatez que pasó a ser cómica. Mis primos son epígonos de la normalidad. Insertos en la matriz reproductiva, traen niños al mundo y solo hablan de dinero; de vez en cuando, van a misa, lavan con caridad sus culpas, hacen comentarios homofóbicos. Casi villanos arquetípicos. Nosotres, en cambio, siempre fuimos un desastre y, para colmo, aprendimos la desmesura por vía materna: somos un desastre gritón, ostensible, un día podríamos arrasar con toda la normalidad atesorada. De pronto, miro a mi familia con asombro: mamá, papá, mis hermanas, incluso el hermano del que jamás hablo, todes estamos unides por el mismo fracaso.

Confieso que últimamente pensé en cancelarle a Herni para pasar la Nochebuena con elles y aunar nuestras soledades. Finalmente decidí que no, que está bien que elles transiten su aislamiento creativamente, como yo hice. Hoy tienen por fin la chance de pasar una Navidad queer. Me pregunto qué van a hacer. ¿Y vos qué harías?