Uno más en la lista de los libros considerados “inadaptables” que es finalmente adaptado al cine: Ruido de fondo, la octava novela del escritor neoyorquino Don DeLillo, publicada originalmente en 1985. Un texto narrado en primera persona por Jack Gladney, profesor universitario especializado en estudios históricos alrededor de la figura de Adolf Hitler. “Trabajo en el College-on-the-Hill. Yo mismo fui quien, en marzo de 1968, introdujo en Norteamérica la disciplina de investigaciones sobre Hitler. Fue un día frío y luminoso, azotado por vientos intermitentes procedentes del Este. Cuando sugerí organizar todo un departamento dedicado a la vida y obras de Hitler, el rector advirtió rápidamente las posibilidades de la idea. El proyecto tuvo un éxito tan inmediato como electrizante. El rector llegó a trabajar sucesivamente como asesor de Nixon, Ford y Carter antes de perder la vida en un telesquí austríaco”. Así se presenta el protagonista de White Noise, título original en inglés del volumen, y así, con esa ironía geográfica como emplazamiento de la muerte accidental, DeLillo introduce el tono satírico de su creación. Jack está casado en quintas nupcias con Babette. Vive con ella junto a los hijos de él, de ella y de ambos. Ejemplo cabal de ese “los tuyos, los míos y los nuestros” que marcó a toda una generación, aunque ya no están Lucille Ball y Henry Fonda para ponerle comicidad a las situaciones y los años no son los tardíos sesenta. Noah Baumbach, el director de Frances Ha y Greenberg mantiene el trasfondo ochentoso del texto original en su tercer largometraje consecutivo apoyado por Netflix, luego de Los Meyerowitz e Historia de un matrimonio. La película, que pasó fugazmente por un puñado de salas de cine argentinas y llega a la plataforma de la N este viernes 30, justo antes de Año Nuevo, sostiene varias de las características formales del cineasta nacido en Brooklyn, pero se anima a ingresar a territorios que permanecían inexplorados en una filmografía usualmente concentrada en escalas más pequeñas. Para ello, más allá del fecundo reparto de actores y actrices secundarios, confió plenamente en el carisma y talento de los reincidentes en su obra Adam Driver y su pareja en la vida real, Greta Gerwig, encarnaciones cinematográficas de dos criaturas sacudidas por las complejidades de la vida moderna y un crecientemente obsesivo miedo a la muerte.
Ruido de fondo comienza con una reflexión cinematográfica y cultural: el colega de Jack interpretado por Don Cheadle ofrece a su clase de universitarios un compilado de choques de automóviles que recorren la historia del cine de Hollywood. Mientras habla con vehemencia y convicción, sus palabras parecen contradecir el horror de los hierros retorcidos, las explosiones y la imagen mental de aquellos personajes ubicados dentro del infierno sobre ruedas. Las colisiones violentas, caídas por riscos y explosiones súbitas son “una larga tradición del optimismo americano, una reafirmación de los valores tradicionales. Piensen en estos choques como si se tratara del Día de Acción de Gracias o el Día de la Independencia. Un regocijo de inocencia y diversión”. Más tarde, Jack y Babette recorrerán los pasillos de un supermercado repleto de productos perfectamente ordenados, un triunfo del packaging atractivo y multicolor; ciertos planos en movimiento recordarán al espectador cinéfilo aquellos presentes en Tout va bien (1972), aunque aquí la crítica acerada al consumismo capitalista del Grupo Dziga Vertov está envuelta en varias capas de sarcasmo. No es la única referencia poco velada a Jean-Luc Godard: cuando la familia Gladney en su totalidad se vea empujada a dejar su hogar y refugiarse ante la amenaza de una nube tóxica, la hilera de autos detenidos y algún accidente en la ruta reflejarán la carretera perdida de Week End (1967). Pero eso llega más tarde, en el segundo segmento de la película, titulado “Escape tóxico a la atmósfera” (Ruido de fondo respeta el formato de tríptico narrativo de la novela, con títulos introductorios en pantalla, cuyo prólogo “Ondas y radiación” es epilogado por “Dylarama”). Ambiciones nunca le faltaron al texto original y Baumbach no se queda atrás, incluso a sabiendas de que los intentos previos por adaptarlo quedaron en la nada misma. ¿Una película sesuda y nada sencilla de llevar a un gran público con un presupuesto aproximado de cien millones de dólares? ¿Un rodaje en 35mm milímetros, formato bello pero oneroso y cada vez más relegado al nicho de las elecciones estéticas por sobre la conveniencia económica y material? ¿Un film narrativamente errático, que puede pasar de una secuencia spielbergiana de gran escala a un momento intimísimo de crisis matrimonial y de allí a una subtrama que parece salida de un policial negro? Todo eso y mucho más en Ruido de fondo, que a pesar de sus zonas grises, excesos y erratas pone de manifiesto el talento de un cineasta absolutamente personal y arriesgado. No es poca cosa en estos tiempos de apuestas sobre seguro, al menos cuando se habla de producciones de cierta envergadura.
EMPEZAR POR EL MEDIO
Si Ruido de fondo, el libro, y la obra de DeLillio en general pueden entenderse como una revisión posmoderna de la gran “novela americana” del siglo XX (de El gran Gatsby de Scott Fitzgerald a Mientras agonizo de Faulkner, pasando por textos hoy olvidados como McTeague, de Frank Norris y atravesando las décadas hasta llegar a las pastorales de Philip Roth), la versión cinematográfica parece retroceder a las marcas del cine estadounidense de los años 70, aunque su trama transcurra diez años más tarde. Cierto desorden y pretensiones, el aire a pintura generacional, el interés por hacer de lo particular un reflejo de ansias y ansiedades generales. En conversación con el público durante el estreno de la película en el Festival de Nueva York, Noah Baumbach recordó que volvió a leer la novela durante los encierros pandémicos, y que le sorprendieron las resonancias de algunas de las cuestiones mencionadas en el texto, pero sobre todo “el tono extrañado, real pero no real, que refleja muy bien lo que sentía todo el mundo durante la cuarentena”. Al tratarse de una primera vez en su carrera –sus películas previas parten de historias originales–, el director de Margot y la boda afirmó que se sintió como un “intérprete” a la hora de escribir el guion, pero que, más allá de verse empujado a incluir todo lo posible del libro, “una vez que el guion estuvo terminado se transformó en algo propio. Y tuve que encontrar la manera de serle fiel al guion y no al libro. La pregunta era la siguiente: ¿qué necesita esta película? Empecé a trabajar en la segunda parte, cuando el evento tóxico causado por una fuga química lleva a una familia de clase media a dejar su bucólico hogar del Medio Oeste. El problema con la primera y última parte era la gran cantidad de personajes y accidentes de la trama, además del tono elíptico. Es la primera vez que comienzo a escribir un guion por el medio, y ni siquiera teníamos aún los derechos para la adaptación”.
Y entonces llega el desastre, o algo que en principio se le parece bastante. Un camión que se desvía peligrosamente sobre la banquina, un tren que avanza sin que el conductor del vehículo lo vea, un líquido peligroso que es expuesto al aire luego del impacto (otro ejemplo del regocijo de inocencia y diversión mencionado al comienzo de la proyección). Lo que parece un simple accidente se transforma rápidamente en una gran amenaza. Todos los habitantes del barrio deben partir de inmediato a otro lugar, a un campamento improvisado, mientras recorren rutas atestadas. Una parada en una estación de servicio desierta pone a Jack en contacto con la “sustancia” y, más tarde, la enorme nube parece cobrar vida propia, conteniendo millones de tormentas, rayos y centellas. Las miradas de estupor y el emplazamiento de la cámara imitan el clásico “plano Spielberg” (el de los científicos cuando ven por primera vez la enorme nave espacial o los dinosaurios vivitos y coleando), mientras la consciencia del posible inicio del fin del mundo tal y como se lo conocía comienza a ingresar a borbotones en las mentes y los espíritus. El juego de Baumbach a partir de ese momento incluye el humor frente a la hecatombe, la inminencia de que algo horrible podría estar a punto de ocurrir, hoy o mañana. También la aventura, con una secuencia a bordo del auto familiar transformado en objeto de vértigo y placer, avatar que pondría verde de envidia a Indiana Jones. De pronto, como quien no quiere la cosa, la voz de Jack: “No pasaron nueve días y nos dijeron que podíamos volver a casa”. Pero, ¿es posible hacerlo, volver y seguir haciendo las mismas cosas, seguir siendo el mismo? Al hombre de la casa, usualmente la voz del sentido común y el equilibrio, la novedad de que la toxina ingresó en su cuerpo comienza a preocuparlo y ocuparlo, al tiempo que un secreto de su esposa Babette (Gerwig con un cabello infinitamente enrulado) sale a la luz. Comienza la era Dylar, la droga experimental diseñada para sepultar el miedo a la muerte.
TOMARSE EN SERIO
En un Lincoln Center atestado, presentando por primera vez su nueva película en los Estados Unidos, Baumbach recordó los primeros contactos importantes con películas que marcaron su vida y obra y la influencia directa e indirecta de algunos realizadores en Ruido de fondo. “Nací en 1969, así que los años 80 fueron seminales, en el sentido de ver y descubrir películas por mí mismo. A mis padres les gustaba mucho el cine y esa fue una buena educación, pero a mediados de esa década comencé a ir al cine con amigos. Así descubrí las películas de David Lynch, de los hermanos Coen, de Spike Lee. Y el cine más neoyorquino, como el de Jim Jarmush. Entonces no nos dábamos cuenta, pero viéndolo desde el presente aquel fue un momento muy importante para lo que ahora solemos llamar películas independientes. Y una clave esencial para mí es que muchas de esas películas jugaban con elementos del cine de género, incluso las de Jarmush. Ese período coincide también con el amor por el cine más comercial, como los films de Steven Spierlberg. Todos esos títulos influyeron, y mucho, en la construcción de Ruido de fondo”.
Película en constante mutación, por momentos familiar y en otros completamente extrañada, la última parada de Baumbach tal vez marque un cambio en su filmografía, al menos en términos de amplitud. Ocurra eso o no, Ruido de fondo describe el zeitgeist en el que flotan los personajes –para utilizar un término académico que el profesor Gladney sin duda podría haber aprendido durante sus clases de idioma alemán– al tiempo que demuestra la fe de Baumbach en una raza de películas en peligro de disminución (extinción sería demasiado, aunque… quién sabe). Como le dice al protagonista una monja interpretada por la gran actriz alemana Barbara Sukowa: “Es nuestra misión en el mundo seguir creyendo en cosas que nadie más parece tomar en serio”. La secuencia de títulos finales, con música de LCD Soundsystem y coreografías a tono, lo demuestra cabalmente: no hay nada más serio que una escena musical y creer en ella es cuestión de fe cinematográfica.