Son ya las nueve de la noche y del otro lado de la pantalla se descubre, aún, un cielo celestísimo. Es que allí en Santiago de Chile falta un poco para que se ponga el sol. Y sobre ello se recorta la figura entrecana de Fernando Milagros. Él vive en Reñaca, Viña del Mar, pero está de paso por la capital.
Nacido en Talcahuano en 1980, su nombre real es Fernando Briones Vera, pero ese apellido a modo de nombre artístico lo adoptó después de su paso por la banda María Milagros. Fue hace tiempo, a comienzos del siglo. A poco de eso empezó su recorrido solista, que coincidió con la nueva canción chilena, escena emergente de aquella época. Pues bien, ahí estaba él –aunque quizás de manera más lateral– junto a otros y otras: Gepe, Nano Stern, Pedro Piedra, Camila Moreno, Javiera Mena, Chinoy y más. “Partimos varios en aquel momento, sí. Todo estaba muy virgen. Era otro mundo, totalmente. ¡Se hacían discos! Antes de poder grabar tu primer álbum ya tenías un recorrido” recuerda. Sus primeros dos discos –Vacaciones en el patio de mi casa (2007) y Por su atención gracias (2009)– fueron más que una carta de presentación: grabados casi artesanalmente y con un sonido un tanto rústico, casi pirata, dejaban entrever lo germinal de su cancionística. A la distancia, había ya ahí, pequeñas joyas de culto de su repertorio: “Reina japonesa”, “Pieza sola”, “Río”, “Elizabeth Fritzl”, “Nadadora”.
Además de la música, su otra gran inquietud artística es el teatro. Estudió diseño teatral en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile y estuvo muy metido en el ambiente, sobre todo desde lo escenográfico y el vestuario. También en dirección de arte en cine. “Cuando arranqué con el cine empezó a funcionar lo de la música. Fue un año más o menos en el que me di cuenta que era incompatible poder hacer ambas cosas. Tuve que elegir y me decidí por la música. Fue un momento bastante desafiante. Estaba en la compañía Teatro de Chile, habíamos logrado ganar un fondo y decidí dar un paso al lado para dedicarme a la música. Hubo un par de pataleos de algunos compañeros, pero luego lo entendieron”, comenta. Y agrega: “Justo después de ello me puse de cabeza a componer San Sebastián, el disco que de alguna forma me pone en el radar de la escena independiente”.
Así es. Aquel gran disco de 2011 lo puso en el calderero. Mejor dicho, el que hizo que muchos volvieran la vista y la escucha sobre él. Un tercer disco definitivo en su derrotero que él mismo toma como punto de partida. Tenía treinta años: su madurez se hizo canción. “¡Empecé viejo en la música! No me da vergüenza escuchar esos primeros discos. Ese trabajo fue definitorio. Analizo mi guitarreada y fue ahí cuando partió todo. Los anteriores tenían también algo de juego. No estaba convencido de dedicarme a eso. Ese fue como un puntapié”. En San Sebastián –que tuvo a Gepe como baterista en gran parte de las canciones– anida el centro de su música: una intención y una rítmica folclórica que ahonda en la música de raíz de su país, la canción y cierto costado pop; un decir cansino que cabalga su voz levemente cascada. “Abuelo”, “Piedra angular”, “Angelito”, “Nahual” y “Carnaval” (estas dos últimas junto a Christina Rosenvinge) dan cuenta de ello. En sus canciones se halla eso mismo que recorre casi toda la música folclórica chilena y es distintivo de ella: un aire triste. Cierta pesadumbre. Su obra no es festiva ni mucho menos liviana. Es, por decirlo, melancólica. Más que una herencia dada, un legado buscado y encontrado. Porque dice: “La verdad, soy bastante huérfano de ese tipo de referencia cuando niño, pero siempre fui bien melómano, siempre tuve mucho acceso a escuchar música de todo tipo. Viene por ahí, no por algún familiar que estuviera ligado a ello. Soy hijo de una familia de clase media que no estaba ligada al arte”. Le siguieron los discos Nuevo sol (2014), Milagros (2017) y Serpiente (2019): su tríada más pop.
Apenas antes de la pandemia le encargaron una canción para un documental sobre el filósofo Gastón Soublette. Se puso a trabajar sobre una versión de “Vasija de barro”, una tonada popular ecuatoriana. Ese fue el puntapié de Obsydiana, su flamante disco. Y allí confluyeron algunas inquietudes. “Tenía ganas de trabajar mucho lo rítmico. Me interesaba la idea de experimentar con ritmos y poder traducir este acercamiento a eso. Me inventé una paleta de colores, un par de elementos que juegan en el disco: las flautas, el bombo y el bombo bajo y con esos poquitos elementos y algunos arreglos de guitarra poder armar este puzzle de canciones. Así lo pensé” comenta. Obsydiana es un disco un poco oscuro, austero en su sonido y denso en su intención y climas. Tan es así que ya en la primera canción, “Cenizas”, canta: “De lo más negro del corazón se asoma un haz de luz”. Se saltea esa tríada más pop, va hacia más atrás y enlaza fuerte y de modo muy personal con su corazón folclórico. Baguala, canto con caja, vidala, algún aire de flamenco. Esos son los géneros que sobrevuela. A esa tímbrica de madera y bien percusiva se le suman, por momentos, pasajes electrónicos. Spoiler: no es un disco folclórico. Él dice: “Aunar el mundo de la raíz, que no tiene que ver con hacer o entender el folclor como tal sino tomar ciertos elementos y sonidos y ponerlos en una clave quizás más pop o down tempo, o algo de electrónica pero que también sea orgánica. Me parece interesante exprimir el sonido de nuestro territorio y hacerlo vivir en el 2022”. Se permite una gran versión de “El pimiento” de Víctor Jara y también samplear a Enrique Lihn leyendo el poema “La pieza oscura”. “En la producción hay un vaciado de elementos, de sonidos. Me encanta la música que con pocas cosas puede lograr estar bien armada. Hay una síntesis. Traté de encontrar un sonido imaginándome un país, un continente, una ucronía latinoamericana: Sudamérica entera en el 2037. Como si fuera un folclor de ciencia ficción”. Desde allí se lo puede pensar en sintonía con Chancha Vía Circuito, pero la cita no le hace total justicia. Este disco suena como un caminar entre las piedras, en el desierto. Una suerte de camino de regreso. Si San Sebastián fue el camino de ida, Obsydiana es el de vuelta. Su propio sermón al bajar de la montaña. Así las cosas, el músico chileno cavó hondo en la noche y en la tierra y allí, además de piedras y agua, encontró estas tonadas. Que, a su modo, son un nuevo ritmo; el suyo propio, el que late y alucina con lo que pisan sus pies.