Avatar: El Camino del Agua
(Avatar: The Way of Water)
EE.UU., 2002
Dirección: James Cameron.
Guion: James Cameron, Rick Jaffa, Amanda Silver.
Música: Simon Franglen.
Fotografía: Russell Carpenter.
Montaje: David Brenner, James Cameron, John Refoua, Stephen Rivkin.
Intérpretes: Sam Worthington, Zoe Saldana, Stephen Lang, Jemaine Clement, Kate Winslet, Sigourney Weaver, Michelle Yeoh
Duración: 192 minutos.
8 (ocho) puntos
Dentro del denominado mainstream con sus franquicias y manufacturas previsibles, ¿cuántos directores/directoras pueden hoy sostener un discurso propio? Poquísimas y a contar fino. No hace tanto, el animador Hayao Miyazaki señaló que la autoría cinematográfica estaba en camino a la desaparición. Ante un cine adocenado así como adoctrinado por la lógica de las plataformas, la redundante frase ver cine en el cine todavía vale. En otras palabras, ¿qué es ver hoy cine?, ¿cuáles son esas películas que quitan al público de la “comodidad” de sus hogares (en serio, ¿quién puede jactarse de ver cine de manera “cómoda” en su casa?).
Todo esto podría llevar a cierta confusión y entender que Avatar: El Camino del Agua debiera ser vista en una sala porque sus efectos visuales y espectacularidad así lo requieren. Ésa es una parte de la cuestión, y no la más importante. Antes bien, la pericia técnica de la nueva película de James Cameron (Terminator, Mentiras Verdaderas, Titanic) está supeditada a la necesidad de la puesta en escena, ahí está el sostén de todo lo demás. Desde luego, nada impide –¡todo lo contrario!– el disfrute mayúsculo de sus resoluciones formales en la pantalla grande, con sus secuencias acuáticas, de situaciones y movimientos tan imposibles como mixturados entre la captura real y la intervención digital. Es un deleite tal, que hasta justifica, si se quiere, el detenimiento que el largometraje (de ¡192 minutos!) hace en su estado intermedio, cuando visita con sus personajes las profundidades del mundo acuático, con su fauna y flora autóctonas, creadas exprofeso para este mundo alucinante, en un despliegue de imaginería que hace confluir las más variadas ficciones de la literatura, el cine y el cómic. Toda la tecnología que Cameron emplea en Avatar es una suerte de punto de llegada, de instancia de arribo respecto de toda esa fantasía, pasible ahora de despegar hacia otros rumbos. Cuáles serán, eso está por verse; y habrá que ver, justamente, quién está a la altura.
Pero antes de todo esto, está lo que moviliza a esta segunda Avatar, que es, megalomanía mediante (y bienvenida), recién el segundo capítulo de una serie de cinco largos (allí, justamente, otra de las referencias conjugadas, como la del viejo cine en episodios). ¿Y qué es lo que sucede acá, en esta segunda entrega? Hay hijos, hay continuidad, hay preocupación por mantener y sostener un bienestar que, para ser, debe confrontar a su némesis, su parte oscura y temida. De pronto, una estrella brilla como no debería, y el paraíso se rompe en su encanto. Es la caída, y con ella el fuego que abrasa al verde de la luna Pandora. Los lugareños refieren a estos demonios como “hijos del cielo”, y en esta sola cuestión aparentemente contradictoria (no es un mesías el que baja de las alturas) ya se percibe el diálogo recíproco entre estas partes que hacen a un todo dilemático, que combate consigo y de manera necesaria.
En sus primeros minutos, Avatar: El Camino del Agua relee lo que Cameron ya hizo, al amparo de esa biblia de cine que es Terminator. El ángel del mal baja a Pandora, vestido con la piel azul de los Na'vi. En Terminator, el robot de apariencia humana venía del futuro; aquí, hay otro bache de tiempo, tal como el que significa la distancia que separa a esta película de la anterior. La máquina de Terminator debía viajar al presente para que su búsqueda asesina procreara, paradójicamente, al líder de la resistencia del porvenir. En Avatar, el demonio incansable que persigue a Jake (Sam Worthington) es Quaritch (Stephen Lang), su costado humano, bélico, marine (“nadie vence a un marine, pero sí se lo puede matar”, sentencia éste). Jake prefiere llevarse consigo a este infierno, lejos de su gente, y entiende que lo mejor será esconderse con su familia, y por eso el refugio en el mundo acuático y con una nueva comunidad.
Pero esconderse no es una respuesta, a los miedos hay que enfrentarlos. Más temprano que tarde, salen al encuentro. Pareciera que Jake y su compañera Neytiri (Zoe Saldana) buscan evitar a sus hijos sus mismas amarguras, el dolor de la muerte, la angustia; pero el ciclo se completa cuando los temores son vueltos a afrontar. Y es por este camino por donde habrán de transitar ahora, mientras acompañan a su progenie. Por esto mismo, el combate debe ser, o de lo contrario el paraíso de Pandora, el del mundo acuático, el de la propia vida, serán el infierno que se teme. El combate es en ellos, pero también en la contraparte. El mal también teme. Avatar se sitúa, simétrica, en ambos lugares.
Por las dudas, aclarar que Cameron plasma todo esto sin ningún manual de autoayuda o cosa similar; hace lo que debe: narra una historia sencilla, una fábula, tal como lo hizo el mejor Hollywood, el de tiempo ha. Alrededor de esta historia, se entretejen y como debe ser varias cuestiones. De esta manera, el fuego infernal mata de manera existencial pero también literal, arrasa el verde y pisa con sus máquinas de guerra al medio ambiente. La cacería de ballenas acá es releída y puesta en imagen a través de unos cetáceos de los que no es posible sustraerse, sea por la belleza con la que están plasmados –en sintonía espiritual con el pueblo acuático– así como por la coreografía que el trazo digital les posibilita. Cuando los arpones los persigan y sus muertes descubran el secreto que las impulsa –el de los dólares, el de millonarios que todo lo tienen, menos la inmortalidad–, Avatar asesta otro golpe estético, de secreto siniestro, que desmiente la lejanía de lo digital en beneficio de una sensibilidad próxima, palpable (y que para el caso rosarino vale también, ¿no?, entre islas habitadas por lugareños de verdad y quemadores seriales, impunes; amén de proyectos inmobiliarios de privilegio).
Todo esto revestido de un espectáculo de cine, a través de la contemplación de un mundo fantástico como sólo la gran pantalla permite, donde sumergirse a la vieja y todavía efectiva manera, la que entiende que el cine es más grande que la vida. Por allí y sin disimulo, James Cameron hace lo suyo.