El cuento por su autor

Hay una historia que da vueltas desde la mañana. Uno lee, toma mate y hace dos llamadas o tres, y como el dinosaurio de Monterroso, la historia sigue allí. ¿Hay un extranjero? Sí, hay, y es un francés. Cambio la yerba al mate. Ahora recuerdo un relato de mi tía Rosita: un caballero se pasea a caballo todas las tardecitas frente al balcón de mis tías solteras, a todas luces un pretendiente. Es principio del siglo XX. No tiene nada que ver con lo que estoy maquinando, excepto que el pretendiente a caballo es un francés, el único francés, en Saladillo. Es lo visible de una idea que busca destino en mi cabeza. También imagino que hay un secreto familiar, algo viscoso que se manifiesta sin palabras. Jamás escribí sobre mi familia italiana, tampoco lo haré hoy pero sí me servirá la maraña de relatos propios y ajenos que se tejieron en las aromosas cocinas y antecocinas de mi infancia.

Así empezó todo.

Lo escribí en 1991, en mi departamento de San Telmo, durante un invierno que me hizo añorar los calores chaqueños.


EL FRANCÉS


“Un parecido de familia agrada cuando hay un cese de semejanzas” Gertrude Stein

Theophilus Verres es ahora una foto, un cartoncito rectangular, sin brillo, amarillento, y se lo puede encontrar perdido en una maleza de fotos familiares, en una caja de sombreros, esas cilíndricas que se usaban antes, forradas con un papel abastonado, celeste tenue o gris.

Mira todavía con esos ojitos a lo Proust, envarado en su traje negro, adelantando el mentón y el bigote breve, las manos en los bolsillos, estampado contra un eucaliptus, un poco evanescente y aburrido.

No es una fusta ese trazo retinto que parece brotar de su enfundada mano izquierda sino un cardo que crece más atrás del tronco y de la figura de Verres, y que por una complicación de la perspectiva finge ser fusta. En casa por años se creyó en la visión de la fusta: El tío Theo, el que tiene la fusta, y sólo después de enterarme de su verdadera suerte, cuando la falsa historia se disgregó y emergió la prohibida, recurrí a una lupa y la fusta fue cardo en segundo plano, y Theophilus Verres, desde entonces, quedó fijado en esa pose de desganada altivez como si la transfiguración de la fusta le hubiera podado algún ímpetu o ese módico poder que da una fusta en la mano.

Un ensayo de la tragedia esos ojos, si los hubieran leído a tiempo. Desvaídos, color pantano, los confundieron con esa estéril dicha que los italianos creen ver en los franceses. Y si la familia alentó esa ilusión fue menos por convicción que por sepultar al Theophilus Verres real, intolerable y sagrado en su sordidez.

El eucalipto, aunque parezca arbitrario, bendecía y contribuía a redimir la figura de Verres: la placa había sido tomada en la chacra del tío Enzo y ese árbol, en su momento, había servido de mojón demarcatorio de los campos de los Luzzini. Así, tío Theo, al pie de ese eucalipto, parecía aceptarse como un Luzzini y hasta dejó hacer al engaño visual que le había puesto una funda en la mano, condescendiendo –sin saberlo– en ser el tío Theo que entre todos amasaron y construyeron.

Los ojos no miran al infinito y tampoco a la lente de la cámara o al pariente que la operaba, sino a otra cosa indiscernible y opaca: mira como miran los seres que se nos aparece en los sueños, acuciantes y equívocos, como si el acto de mirar fuera la representación de otro acto que no comprendemos.

La ambigua tensión que respira la foto de Verres acaso se deba a la ansiedad floja que lo poseía en el momento de acomodarse y posar, como si hubiera temido que su expresión o la posición que finalmente adoptó el cuerpo lo hubieran llegado a delatar en el porvenir; y cabe la irreparable posibilidad de que haya diseminado pistas, señales casi invisibles, en el ademán que muestra la foto, para que ­–con el tiempo– se revele la falsificación y se lo condene, lo condenemos, nosotros, a los Luzzini.

Nunca dejó de ser un extraño, el irremediable marido de tía Vicenta, a la que jamás quiso porque toda su vida amó a una fotografía y a una mujer en esa fotografía.

Pero el descubrimiento, la revelación, no llegó –como sospecho que esperaba Verres– mediante la pesquisa sobre sus gestos en aquella vieja instantánea, sino unos días antes de una larga noche secreta en la que toda la familia se reunió con él en la gran cocina de la casa del tío Enzo. Y debió pasar mucho tiempo y saberse que ya jamás regresaría tío Theo para que yo me enterara o calculara su posible historia y su destino final.

Theophilus Verres – Saladillo 1934

deja leer una letra saltarina, en tinta negra, oxidada ya, en el dorso del cartón color tabaco.

Ocho años antes, Verres había llegado a Saladillo acompañado de una maleta de tela y una cámara fotográfica Kodak, un ominoso cajón erigido sobre un trípode de madera de fresno.

Era fotógrafo y su pasado, para la familia y aun para todo el pueblo, siempre fue una especie de hidra de destinos dispares, una poblada masa de versiones que tanto lo hacían tragando barro y pólvora en la batalla de Verdún como sacando fotografías de exiliados rusos por toda Europa, a sueldo de la revolución bolchevique. Él mismo alimentaba su misterio y acaso fue ese aire de liviano desdén el que sedujo a tía Vicenta.

Supe que había nacido en Bayona cuando su nombre solía armarse en el desprecio de las voces, entre las brumas olorosas de la gran cocina. Las tías secreteaban sobre la foto que tío Theo guardaba en su laboratorio de revelado, esa que mamá, papá, los tíos y la abuela Cesárea odiaban y soportaban en la oscuridad de ese cuarto de ladrillo levantado junto al gallinero.

Fue entonces cuando empecé a creer en un Theophilus Verres saturnal, en un endemoniado que bajo la apariencia tediosa del fotógrafo recorría las noches de Saladillo para desfigurarse en abyecciones a las que no encontraba nombre. Hasta supuse –ya en mi adolescencia, cuando Verres se había diluido tras la larga noche secreta– que aún se hallaba con vida y que, anciano y brutal, la familia lo tenía confinado en una de las chacras, donde se ocupaba de matar los cerdos y los caballos viejos, siempre vestido con su traje negro, eternamente pálido y blandiendo la fusta.

Y antes, cuando pequeño, me gustaba enterrar las manos en la caja de sombreros y arrancar un puñado de fotos y empezar a mirarlas para, después, formar pilas con las ya vistas. Me intrigaban esos hombres congelados en ese color ferroso, tan forrados en sus ropas incómodas, un poco bizcos y anchos, como enojados detrás de bigotazos,

Las mujeres, gordas, desbordantes, se mostraban como enfermas, tan ojerosas, tristes y blancas.

El juego predilecto consistía en localizar a tío Theo entre los macizos cuerpos. Y cuando se hacía visible, delgado, petisón y altanero, pensaba que todo se trataba de un truco fotográfico logrado en un parque de diversiones, casi una pesadilla.

Ahora no sé si realmente Theophilus Verres era distinto o si esas fotos abigarradas, donde todos los Luzzini parecían uno, le daban ese aspecto escandalosamente inusual, como si su actitud fuera una amenaza o una inminencia capaz de desatar su contenido en la misma foto.

Adulterado y diverso, Theophilus Verres era una imagen móvil que los cuchicheos y los silencios familiares intentaban aquietar en la del apacible y callado francés. Pero sucedía que, en sus desplazamientos, esa imagen dejaba como huellas oscuras, como un recorte de sombra impregnado de sentidos deletéreos, jamás expresados, y quizá era ese el obstáculo que encontraban los Luzzini para canonizarlo sin esfuerzo.

Sólo con el correr de los años aprendí a desconfiar de las palabras que traficaba la familia: seducían, domesticadas, envolvían, maternales y fáciles. Pero al trasluz de las lámparas del comedor y mecidas por la noche, en el murmullo sofocado y destejido de las voces, mostraban sus lomos perversos y negados, las enmascaradas. Una docilidad casi religiosa hacía que contaran una historia y en el espesor de esa historia podían atisbarse fugazmente las fajas sumergidas de otras palabras, aplastadas, huidizas, del mismo modo que las capas geológicas ocultan y narran los sucesos terrestres.

Por esta razón, es necesario creer que Theophilus Verres descendió del tren en una polvorienta tarde de 1927, con su maleta de tela y la Kodak enorme, durante la gran seca.

Papá lo vio –eso dicen– y fue el primer Luzzini que le siguió los pasos desde la estación al hotel Cataluña, mientras tomaba una caña en el bar San Martín. Cruzó Verres la plaza, con trancos apurados, y se hundió en la penumbra fría del hall del Cataluña. Todo es dudoso ahora, pero pudo ser más o menos así.

Desde su llegada a la noche del asado, que fue concebido para su entero honor y que reunió hasta los aledaños más lejanos de la familia, no transcurrió demasiado tiempo; el suficiente, quizás, para ser entrevisto por las avideces matrimoniales de tía Vicenta.

En aquel asado comió achuras solamente y se dedicó a recorrer con ojos apáticos la hilera de mesas vocingleras donde los Luzzini, movidos por su presencia novedosa, creían o soñaban que esa noche era un pedazo de Europa que regresaba como una nube fantástica de la infancia.

Allí nació el mito inacabado de su participación en la batalla de Verdum, sus tenaces persecuciones de condes y archiduques rusos.

Su parquedad asombrosa permitió que la familia imaginara una carnosa herida en la pierna izquierda, y con ello sugerir un pasado de guerras. Pero fueron sus opiniones adversas sobre la matanza del 14 –siempre cautas y descuidadas– las que terminaron por crearle ese prestigio promiscuo que lo tornaba ácrata, espía, un fanático vencido que eligió Saladillo para lamerse los odios y envejecer detrás del cajón de la Kodak.

Hasta que sucedió el casamiento con tía Vicenta, la instalación del laboratorio de revelado en la piecita del gallinero, y después, mucho después, el llanto de la tía cuando supo de la foto, de su invencible existencia junto a los piletines de cemento que el propio Verres había construido.

Mamá, la abuela Cesárea y tío Enzo fueron los primeros en ver la instantánea, una vez que tía Vicenta llorara dos días consecutivos y decidiera revelar la causa de un dolor que, aun para ella, era todavía una esquiva, sospechada angustia, emanada por un retazo de papel fotográfico.

La foto mostraba dos mujeres.

Theophilus Verres jamás supo de las escenas que se sucedieron en la gran cocina, en la que la foto de los llantos pasó de mano en mano y, acribillada por los injuriosos ojos de los Luzzini que interrogaban no ya la procedencia, no ya tampoco la estéril mirada de las dos mujeres desde esa distancia muerta y arrepentida, sino la perseverancia de la foto, su obstinada materialidad, como si ese trozo de papel duro e impreso con imágenes dichosas pudiera dar cuenta de alguna certeza del pasado del francés.

Esto es Venecia, dijo tía Carmela, es la piazza San Marco. Y de ese modo permitió que la foto fuera devuelta a la pieza olorosa de humedades y ácidos. Y también, de alguna manera, permitió que las prolongadas melancolías de tío Theo fueran admitidas como si se trataran de una ocurrencia juvenil, y así la foto pudo permanecer irrenunciable al costado de las bateas y los botellones.

La familia, esa colmena de italianos tiernos y cínicos, volvió a abrirle los brazos a Verres, como quien renueva un juramento de fidelidad, cauteloso, y sólo a fin de darle a tía Vicenta cierta tranquilidad, por precaria que esta fuera. Nada tenía ya algo de felicidad o esperanza.

Reconstruir aquella foto expurgada fue ardo y también una tarea del sigilo. De los robos producidos a la memoria familiar supe que todo se había iniciado en una mañana sobre la plaza San Marco.

Bajo la porosa luz veneciana, una adolescente acompañada por una institutriz tomaba refrescos en una mesa al aire libre de una confitería. Theophilus Verres se habría aproximado, fascinado por la escena, y pedido que le permitieran tomar una instantánea.

La fotografía se hizo: tomadas del brazo, prietas hombro con hombro, una quinceañera de yeso triste y cabellos renegridos y una mujer de rasgos normandos miraron la cámara y quedaron fijadas, lejanas y claras, hasta que Theophilus abandonó la única copia en el picadero de la chacra de tío Enzo para que los caballos, el barro y la bosta borraran ese dulce, hostil instante veneciano.

A esta destrucción, a la semana, le siguió la larga noche secreta.

Cuando Verres llegó a Saladillo contaba treinta y cuatro años. Esa edad permitió que se le atribuyera un matrimonio anterior, precisamente con la adolescente de la foto, cuestión que el francés se encargó de silenciar, no como para cerrar esa posibilidad o como para negarla sino como si ese silencio le fuera grato porque sugería sospechas y porque esas sospechas eran más importantes para él mismo que para los Luzzini.

Así, Theophilus Verres fue marido de la jovencita veneciana, lazo que fue cortado por la guerra y la muerte por tisis de la muchacha.

La posibilidad de que tío Theo hubiera sido un espía bolchevique perseguidor de los enemigos de la Revolución Rusa, también afloró con la historia de la foto: la institutriz podría haber sido una Romanoff en el exilio y el propósito primero del fotógrafo no habría sido otro que el de retratar a la pariente del zar. Esta versión incluía el desmoronamiento del afán conspirativo de Verres: un abrupto enamoramiento de la niña habría interrumpido para siempre esa terca cacería de nobles y rusos en desgracia.

Siempre tan nublado, tío Theo se dedicaba a tomar fotos de las familias del pueblo y a sentarse por las tardecitas en su sillón de mimbre, ensoñado, como si no descuidara detalles al repasar sus melancolías. Muchas veces, cuando se disponía a beber su solitario té en las mesas del Club Social, escudriñaba los colores bermejos del fin del día, tolerando con ternura el íntimo peso de la foto en el bolsillo interior del saco.

Aquel día en que cabalgó como un desaforado por la chacra de tío Enzo y por los campos vecinos, todavía ágil y atlético a los cuarenta y nueve años, parecía dispuesto a comerse el horizonte, espoleando un alazán de cuadreras.

Galopó en todas direcciones, brillosos él y el caballo, como si la llanura empezara a quedarle chica. A la tarde, a la hora en que se regresan los animales a los rediles, Theophilus se encaminó, moroso, la cabeza gacha, hacia el picadero. Ingresó a la tierra chirle, removida y maloliente, buscó un lugar situado cerca de los bebederos y allí clavó la foto, en el barro inmundo, hasta sepultarla.

Tía Vicenta fue la primera en saberlo, dos días después del episodio del picadero. Fue durante una noche en la que Theophilus Verres bebió vino más allá de la sobremesa, sentado en un sofá del living y a un costado de la cámara Kodak destrozada por un solo golpe de martillo.

No estaba borracho. Llamó a su esposa, y tía Vicenta recordó por muchos años el sonido de esa voz que llegó hasta su dormitorio, temible y agazapada, fangosa de cansancio y de rencor. En camisón, muda ante el espectáculo de la cámara aplastada, tía Vicenta escuchó ya otra voz, también distinta pero suave y helada.

Theophilus Verres le confesó que su gran amor no había sido, como siempre se creyó, ese rostro adolescente sino los rasgos normandos de la institutriz: el rostro de su hermana Anne.

Después llegó la larga noche secreta. Tío Theo jamás fue visto desde esa madrugada en la que los Luzzini se reunieron en la gran cocina. Nadie quiso hablar jamás de los sucesos de esa noche.

Tampoco nadie recuerda –aun hoy– la desordenada humareda que, durante la mañana y la tarde siguientes, brotó incesante del enorme horno de barro que se levanta a espaldas de la casa de tío Enzo.