El lugar que antes ocupaban los dioses hoy lo ocupa tu celular. Es tu conciencia. Lo sabe todo de vos. Antes íbamos de un lado a otro dentro de nuestro cerebro. Hoy nuestro cerebro permanece fuera del cuerpo, lo hemos transferido al teléfono. De ahí que sea posible llevar la cabeza en el bolsillo, y cada cierto tiempo sacarla a ventilar, en el subte, en el colectivo, o esperando que la vida escampe debajo de un limonero. Da la impresión que perder el celular equivale a perder la cabeza. No ha habido nunca en la historia un amo del imperio con semejante poder de dominación. Puede que llegue un día en la que debamos arrojar el celular al abismo del averno para recuperar el don de la intimidad y cierta sabiduría en un mundo que navega por el universo con semejante gallinero a cuesta.
En el día “D” del desembarco de la Selección en internet se colgó este tweet: “Que mal huele este pueblo”, y se adjuntó una foto de zorrinos rodeando el obelisco. Horas después el mensaje desaparecía. Un apoyo diminuto para tanto odio acumulado.
Es verdad. Este pueblo “huele”. “Huele” intenso, penetrante. “Huele” a alegría rabiosa, que contagia y te devora. Esa alegría que provoca que una parte de la Patria vieja, rancia, mediática, le entren espasmos de escalofríos. Un temor al abrigo de las caravanas de panoplias de delirios neoliberales. Se cruzan realidades y se confunden los tiempos creando una dimensión desfigurada en un intento por hace explotar nuestras inseguridades, hurgando en el fondo de lo que Spinoza llamaba nuestras emociones más tristes: la rabia, el odio, el miedo, la venganza. Esas profundidades que nunca despejan la penumbra.
Fue entonces cuando la fiesta mostró sus “entrañas”, y se hizo histórica, eterna. El fulgor festivo acompañó a millones de “lucciole”, pequeñas luciérnagas de resistencias, luminosas y perseverantes, que asaltaron las calles con las “vísceras” en las manos, a cielo abierto, respirando el “olor” intenso de la felicidad compartida. Hoy nos preguntamos asombrados por esa marea de pieles y huesos buscando soplos de vida en las esquinas. Una liturgia colectiva que nos abrió de par en par el inmenso placer de detener el tiempo, congelarlo, y mantenerlo vivo para siempre. A varios vaqueros de los “comodities”, subidos a lomos de helicópteros, se les quedaron los ojos en blanco observando tanta “cabeza de ganado” desfilando por el asfalto. Son almas campestres que ya se han ido de la vida.
El fútbol argentino se ha subido a la esperanza. Hermosas emociones de vida, de quiebros, amagues y gambetas. Olvídese del 4-4-2, del 5-3-2, del 3-5-3. Ese “blablabla” interminable de lo obvio. Uno se repite. ¿Cuántas variantes tácticas puede soportar un equipo? Créame: no muchas. Ya sabemos que se necesita un orden, un cierto compromiso táctico. Pero hasta ahí. El instinto creativo del individuo domina la rebeldía de la pelotita, y la pone al servicio de la belleza para persuadir, hechizar, cautivar, y modificar lo preestablecido. El fútbol es el arte de lo indeterminado, del caos creativo, de lo imprevisible, del engaño, del asombro. Y Argentina se reconoce en ese espejo. Su corazón es la pelota y su cerebro la imaginación desbordante. Una irrenunciable filosofía futbolística sostenida en la posesión del balón y su rápida recuperación para volver a poseerlo. Poseer para crear y defender. Sencillo y humilde en su comprensión.
Argentina sigue de fiesta, y su fútbol le ha pegado un mordisco a la esperanza. Se mantienen los sueños, los del pasado y los que están por venir. Ahí afuera la alegría continúa. Supura y “ huele”. Huele bien. Como este pueblo oloroso que inundó de sonrisas luminosas los tiempos vacíos, y deslizó calmo lágrimas honestas sobre un paraíso desmesurado, que en esta vez, no estuvo en el cielo, estuvo en la tierra.
(*) Ex jugador de Vélez, clubes de España, y campeón del Mundo Tokio 1979.