Quizá sería de marcianos -o eso es lo que se siente en lo personal- abordar estas líneas sin aludir al hecho objetivamente histórico que protagonizó la sociedad argentina tras ganar la Copa del Mundo.
La cuestión es pasajera, aunque las vitaminas prolongarán su efecto en mucha gente.
Tampoco es cosa de insistir con las presuntas fallas que impidieron un contacto directo entre la muchedumbre y el micro que trasladaba a los jugadores. Hubo por sobre ello un acierto central, en cuyo destaque coincidimos a pleno con Mario Wainfeld: la policía no se metió y gracias a eso no se registró incidente grave alguno porque, en episodios de esta naturaleza, la cana funciona como elemento de provocación.
En el resto del mundo, que admira nuestra masividad sin mácula, será distinto. Pero esto es la Argentina y, en particular, el ámbito metropolitano de Buenos Aires. Dejémosles a los todólogos la perfección organizativa frente a millones de personas, volcadas al espacio público en un puñado de kilómetros.
Otro tanto apunta a la interminable polémica acerca de si los jugadores debieron concurrir a Casa Rosada.
Estaba mejor “oficializar” una algarabía que, en esta sociedad, adquiere rango identitario de Estado. En cambio, el Gobierno optó por allanarse a las prevenciones del discurso y el sentimiento anti-política. Por rendirse ante el qué dirán. No importa. Ya fue.
Lo que sí importa es que este festejo, que no se consigue en ningún lado, habla de una exuberancia argenta incorporable a todo análisis pretendidamente serio. Y esa manifestación convoca a reparar en dos “bloques” de personajes.
Uno es el de los deprimidos e indignados que se interrogan cómo puede ser que el pueblo se dedique a estos menesteres festivos, en vez de aplicar semejante potencia callejera a causas urgentes. Miran a “los demás”, desde comentarios facilongos que salen gratis, con criterio de superioridad moral.
Los sectores dinámicos de nuestra sociedad viven en la calle, como en ninguna otra. Piquetean el fondo del pozo, la clase media y “el campo” que corta rutas. Se sale a expresar contra el 2x1 a favor de los genocidas; contra la “inseguridad”; en “verdurazos” en la Plaza de Mayo; en acampes por la tortura judicial a Milagro Sala; porque no anda un semáforo, o por un cruce peligroso que es tierra de nadie; en defensa de comedores populares. Montonazo de etcéteras. Se sale a la calle todo el tiempo, en sentido no tan figurado. Y además, se sale por la Selección.
¿Qué es lo que no terminan de entender algunos militantes de la viudez ideológica impoluta?
¿No era que no hay que perder la alegría jamás?
¿O acaso puede equipararse esta fiesta con la hipnosis colectiva del Mundial ’78? No jodamos.
El otro bloque es el de medios y periodistas que guardaban la esperanza muy mal disimulada de que el equipo argentino se fuera del Mundial cuanto antes, para que el Gobierno no capitalizara la alegría popular. Frustrada esa aspiración, ahora resulta que los jugadores son el ejemplo ético del que el Gobierno carece. Exaspera, pero no asombra.
Con la aspiración de que esos temas queden saldados (no por esta columna, desde ya, sino por obra de las circunstancias), ocurre uno de los conflictos institucionales más serios, si no el peor, desde la restauración democrática.
Pinta definitiva una Corte Suprema animada a situarse por encima del sentido común elemental.
Son cuatro tipos que ya cruzaron todo límite -es un decir: continuarán cruzándolo hasta que se los pare de alguna manera- con el fallo que favorece a la ciudad más rica del país en la distribución de fondos impositivos.
Martín Granovsky, en su columna de viernes pasado en Página/12, hace un recorrido simple y brillante acerca de cómo fue, y es, que esos supremos dictaminen en afectación de millones de argentinos; de la provincia de Buenos Aires en primer término, por razones de población, tamaño y distribución. Y luego, del resto de las provincias.
Fue y es porque la Corte viene desafiando al Presidente; porque también viene toreando a la vice; porque, a su tiempo, el Gobierno no hizo ningún movimiento para cambiar la Corte (ampliándola, por ejemplo), ni para dar una señal de fortaleza política a la Justicia federal; porque la Corte quiere quitarle poder al Gobierno; porque el Gobierno perdió poder como, incluso, lo revela que la Selección ni haya pisado la Casa Rosada. Y porque, sin el contrapeso popular, la Corte es más sensible que nunca al establishment y al macrismo.
Como puntualiza Granovsky, no pasa por violar la independencia de poderes. Pasa por saber cuándo actuar con éxito.
“Néstor Kirchner tardó menos de 15 días entre que asumió y el momento en que, por cadena nacional, llamó al Congreso, como expresión del pueblo, para hacerle juicio político a la Corte de mayoría automática menemista. En cambio, Alberto y Cristina ni siquiera lograron ponerse de acuerdo, al principio de la gestión, cuando todavía dialogaban, sobre quién debía reemplazar al procurador interino Eduardo Casal” (aquí podría agregarse que, en rigor, no acordaron en torno a eso ni siquiera antes de la gestión, porque todo se acabó en acordar una fórmula y repartir cargos entre las tribus).
Lo concreto, cual si lo anterior no bastase, es que este privilegio brutal a favor de la CABA cambiemita, fallado por cuatro oligarcas institucionales que no le rinden cuentas a nadie, perjudica a todo el país.
Hubo frente a ello la reacción oficial, apoyada por una contundente mayoría de gobernadores, de desconocer el dictamen. Por incumplible. Crisis de poderes terminal, dicen poco menos los medios dominantes por “desobedecer” a la Corte.
Gobernadores, intendentes y candidatos de Juntos por el Cambio están mínimamente en problemas de coherencia básica, que habrá que ver cómo les repercute.
Larreta festeja. Pero, en principio, hay algo específico que les resulta(ría) muy difícil explicar: la Corte resolvió beneficiar a los porteños en contra del federalismo declamado. El constitucionalista Eduardo Barcesat advierte que, en rigor, el Gobierno está obligado a desobedecer el fallo porque viola una ley votada por el Congreso Nacional. Porque el Presupuesto vigente no contempla esta barbaridad. Y porque rige el concepto de “predicamento”, que lo compele a no afectar a otros poderes del Estado hasta el punto de quebrarlo o incidir en la distribución justificada.
Bienvenida sea la crisis que declaman los parlantes del Poder, si es porque, por fin, el Gobierno se decidió a algún tipo de desobediencia contra uno de sus factores.
Quien firma se corre, como corresponde técnicamente, de elucubraciones jurídicas. Pero, asimismo, vuelve a advertir que eso de vetar opiniones porque no hay sapiencia profesional es, tantas veces como en ésta, una extorsión.
Desde su limbo direccionado, la Corte hace y deshace cuanto se le antoje.
Su presidente se vota a sí mismo como titular del cuerpo, y del organismo que debe proponer y controlar a los jueces. Causas que duermen, tanto como les parezca aun tratándose de una cautelar, son despertadas invariablemente cuando benefician al interés ideológico de su sustancia. No producen ni tan siquiera una declaración protocolar dibujada cuando se revela el escándalo de los chateos de ejecutivos de Clarín, funcionarios, magistrados, en sede de magnates de lagos ya no escondidos. Tampoco dijeron una palabra sobre el intento de magnicidio.
Es una lista interminable de atrocidades, que “la gente” no apreciaría como directamente vinculada a su economía cotidiana. Falso: también se encargan de las tarifas de servicios públicos y de cómo se reparten los impuestos.
La Corte está, sin ir más lejos, en cada factura del cable, de la tele, del celu, de Internet, porque sus socios monopólicos u oligopólicos son impunes.
Y ahora dictaminó una repartija de fondos que perjudica a todo el país, porque Nación debería ajustarse en las obras públicas, en las partidas presupuestarias para equilibrar cargas, en cuanto fuere, al beneficio cambiemita avalado por los señoritos del cuarto piso de Tribunales que no pagan Ganancias.
Aleluya si llegó la hora de plantárseles.
P/D: Nuevamente, a punto de vacaciones y en el cierre del año, quiero y necesito agradecer a los lectores y foristas de este diario que, sea por sus críticas negativas o por sus elogios, nunca me dejan insensible acerca de lo que debiera corregir o ratificar. Gracias, de todo corazón. Eduardo