Los festejos en la Argentina por la obtención de la Copa del Mundo en Qatar 2022 hubieran sido una delicia para José María Ramos Mejía, ese médico psiquiatra que a finales del siglo XIX, y principios del siglo XX, en pleno apogeo del higienismo social había pensando, en una suerte de sociología embrionaria nacional, la cuestión de las turbas humanas y plasmado sus ideas en su libro Las multitudes argentinas, donde polemiza algunas cuestiones con el analista francés Gustave Le Bon. Ramos Mejía, preocupado por entender cómo y quiénes producían los acontecimientos políticos, destacaba que en el encuentro de los hombres se producía cierto desplazamiento de las individualidades y se generaban, entre las multitudes todo tipo de puentes hacia lo común. También sostenía, y eso es algo que tiene ahora plena vigencia, que ese hombre de las multitudes argentinas era necesariamente común, no ilustrado ni perteneciente a ninguna élite intelectual. 

123 años después de la aparición de aquel maravilloso libro, la multitudes argentinas volvieron a salir a calle para festejar la tercera estrella mundial del fútbol argentino. Las multitudes coparon el obelisco y sus inmediaciones, coparon las plazas de tantísimas ciudades, coparon las barriadas, y coparon hasta hacerlas colapsar todas las vías posibles de la caravana con la que los futbolistas y dirigentes de la AFA pensaban unir el predio de la AFA, en Ezeiza, con la Plaza de la República en el centro porteño. 

Las estimaciones arrojaron números impensados, más de cinco millones de personas en las calles; las imágenes que circularon sobre las multitudes dan cuenta de esa inmensidad. Para otro momento quedará la crítica sobre aquellos que pensaron que la caravana –micro descapotable, en pleno mediodía y bajo la furia del sol– podía ser posible e incluso una mejor idea que festejar el Copa en el balcón de la Casa Rosada, acaso con las negociaciones necesarias para que eso fuera posible. El fracaso de la idea fue tan rotundo como el mensaje que las multitudes les dieron, acaso sin proponérselo, a todos los protagonistas: jugadores, dirigentes y, por supuesto, los políticos que fueron y vinieron, que se cobraron internas, y que fueron incapaces de generar algo superador de lo dado, testigos impávidos de la fuerza de las multitudes. 

¿Qué lectura podemos hacer de semejante acto, de esas multitudes que hace largo rato la política no logra reunir? Cuando la Selección cayó en debut contra Arabia Saudita, una derrota realmente inesperada y que sembraba todo tipo de dudas respecto al futuro de la Selección en Qatar, el capitán y emblema del equipo, Lionel Messi, explicaba cómo había vivido el equipo de Scaloni el baño de realidad, lo dolidos que estaban los jugadores por el resultado, pero al mismo tiempo les pedían, él y sus compañeros, a todos los argentinos que confiaran, que los apoyaran porque "este equipo no los va dejar tirados". 

He aquí una clave para entender la reacción de las multitudes argentinas, que se lanzó a ganar las calles en señal de agradecimiento. Y vale tomar nota del asunto: la Selección, sencillamente, cumplió su promesa. Y no es poca cosa esta Argentina donde cada día todo cuesta más y más, donde las mayorías se ven obligadas a postergar una y otra vez sus sueños. La Selección le hizo un gran regalo a las multitudes argentinas, pero éstas hicieron también su aporte en el festejo. Dejaron su mensaje esperanzador, por afuera de la grieta, de la guerra cotidiana de los tuits verborrágicos y soberbios, lo hicieron con la humildad de los humildes, de las masas que cantaron como un gran coro trágico: "Muchachos, ahora nos volvimo' a ilusionar".