Los brotes siguen creciendo y hacen rulos en el pote de plástico transparente. Los porotos blancos, el algodón y poca agua. La escasa luz de julio que llega desde la ventana que da al aire luz ha sido suficiente. Afortunadamente, existen madres que llevan materiales para dos o tres chicos. La nota en el cuaderno de Comunicaciones de la escuela viene siempre con escaso margen para salir a recolectar los insumos. Es ley. Si se anticipa es milagro. Las madres, felices. Y la mayor parte de los padres no cree necesario cumplir con esos pedidos estrafalarios. ¿Las madres de antes tenían más tiempo?

Juana había germinado varios porotos en la primaria. Las plantas habían crecido hasta la descomposición. Exceso de amor. Demasiada agua. Nacían los brotes, crecían y, finalmente, morían sin dar hijos. Era su ciclo de vida. Una compañera le había prestado el pote transparente a Nina porque Juana sólo había conseguido un envase de yogur blanco. Juana no recordaba la importancia de la luz para que el poroto germinase. Había encontrado un espacio en el mueblecito junto a las suculentas, arriba de una pila alta de CDS rayados que permitía que los brotes trepasen hasta el borde de la ventana. Poca agua, dijo la seño, como con tus cactus, mami.

Diez días antes Juana y Nina habían comprado una maceta chica en el vivero junto con varias plantas tolerantes al frío para repoblar el balcón. Nina había elegido un laurel del jardín y el resto había sido decisión de Juana para reemplazar las macetas de cadáveres y completar los rincones libres. Caminaron dos cuadras haciendo breves paradas para recuperarse del tirón en los brazos con cinco plantas, una bolsa de tierra y una maceta para los porotos que iban a germinar después del experimento de Ciencias Naturales.

Juana insiste con sus CDs rayados y los brotes tiemblan. No recuerda en qué momento dejó de usar ese equipo de música y permitió que la tierra llegase al interior de las cajas de discos. Acaricia la plantita de Nina. La huele y aprieta play. No se pudrió. Hace no tanto tiempo escuchaba ese disco todos los sábados mientras hacía limpieza general. Gira de manera fluida hasta el séptimo tema donde se queda repitiendo aconteceu. Juana canta todas las canciones en portugués, se olvida de algunos fragmentos, piensa en la edad que tenía Marisa Monte cuando grabó ese disco y si ya habría sido madre. Sigue preparando la cena hasta que le resulta insoportable la recurrencia. Cambia de disco. Lo saca de la biblioteca, de su colección de CDs. Este se atasca en el tema once. Aguanta un poquito más como los brotes de Nina. Recuerda los discos de pasta que había en la casa de sus padres, posiblemente rayados.

La cebolla pasa de dorada a amarronada, la salva por muy poco. A nadie en esa casa le gusta la tarta de zapallitos con cebolla carbonizada. Respira hondo. Le cuesta no distraerse mientras cocina. No le habló nadie y Nina no le pegó un grito desde el baño para pedirle la crema de enjuague en plena labor. Se interrumpe sola. Se desvía de lo que está haciendo. Pierde el foco. La tarta de zapallitos le encanta y cocinar con un vaso de vino al lado le despierta el apetito. Sin embargo, se despista. Ahora salva la tarta del horno justo a tiempo, cuando el segundo disco repite volveré a pensar en ti y en el amor que queda. Se queda parada junto a la hornalla y canta la canción hasta el final con el repasador en la mano. Engancha la siguiente con el disco de memoria en su cabeza. Se llama Ofrenda. Exceso de amor. Una ofrenda para que vuelvas. Vuelve a la torre de discos para reemplazarlo por otro, tal vez rayado. Fuerte de raíz, dice, y mira los brotes tiernos en el pote transparente. Tendrá que trasplantar el experimento a la maceta. Quizás el fin de semana.