En estos tiempos del capitalismo de la información y la vigilancia, dos corrientes precipitan torrentes culturales y políticos que están ralentizando el sentido de lo humano. Una tiene que ver con el uso mercantilizado que se hace de la disrupción tecnológica, convirtiéndola en una trituradora de valores al desenraizar al individuo de su ser social, para anudarlo a una relación automatizada y adictiva con el mundo digital. La otra corriente se alimenta con la insuflación mediática, cultural, política e institucional de la polarización con sus arrebatos de descalificación, confrontación, aislamiento, desprecio y odio como conductas naturalizadas por las costumbres de la nueva normalidad.
A modo de advertencia sobre estos derroteros, Byung-Chul Han dice que estaríamos ad portas de un régimen de infocracia, en el que se eliminarían la comunicación y la misma democracia por la prevalencia rectora de los algoritmos, la infodemia y las no-cosas por sobre la verdad. Obnubilados por la innovación tecnológica digital, hemos retrocedido a los años cuando la aparición de la radio y de la televisión hicieron creer en una omnipotencia de los medios, con capacidad de manipular nuestras vidas. Esta creencia llevó a justificar el desarrollo de paradigmas informacionistas que legitimaron como el motor de los procesos de comunicación al emisor, degradando al receptor a una condición pasiva de masa maleable en la que se creía posible inocular mensajes.
América Latina se rebeló contra estos enfoques, y con la batuta de pioneros como Luis Ramiro Beltrán, Juan Díaz Bordenave y Jesús Martín Barbero, justificó una transición del eje de la comunicación del mundo de la emisión al de la recepción, del conocimiento al reconocimiento y de los códigos a las resignificaciones. Con este pensamiento transcurre la historia comunicacional contemporánea, hasta que viene el manejo mercantilizado de la digitalización y de un plumazo (léase tuitazo) nos retornan a la época de los mediacentrismos, otorgándoles a las redes sociodigitales poderes omnímodos. Gran paradoja: el manejo zombi que hacemos de la revolución tecnológica digital que tiene la capacidad de eliminar las fronteras y las aduanas de las fuentes de información, así como provocar inéditos procesos de interacción, nos retrocede a la prehistoria difusionista.
Seducidos por su universo de inteligencia artificial, hemos creado una cultura digital con entropía comunicacional, una de cuyas características es que los gestores y centros irradiadores de la comunicación ya no son sólo los medios, sino un estallido fragmentado de individuos que se convierten en prosumidores capaces de recibir y de emitir información, en sistemas descentralizados de burbujas ensimismadas en una especie de redes de soledades donde se trivializa la vida, denuesta lo comunitario, magnifica el individualismo y exaltan las pasiones, haciendo de la vida y de la política una cultura del espectáculo. Así mismo, se legitima un sentido confuso de la libertad, distinta al carácter de las libertades de opinión, de expresión y de información, con prácticas naturalizadas de desinformación, mala información o falsa información fomentando la incertidumbre y los egos. Este es el terreno fértil para la polarización con sus secuelas de intolerancia social, étnica y territorial.
En estas condiciones, así como en su tiempo fue imprescindible el paso de los medios a las mediaciones, se hace necesario transitar de las redes a las transmediaciones o, lo que es lo mismo, de la conectividad a la comunicación, recuperando pensamiento crítico, reponiendo sentipensamientos, transversalizando el sentido común habitado en la vida cotidiana con la praxis labrada en la vida organizativa y política, así como trabajando de manera articulada la relación ideología/cultura/tecnología en función de derroteros históricos compartidos.
Las tecnologías digitales per se no garantizan comunicación, puesto que ésta no depende sólo de las posibilidades de acceso y de conectividad, sino de entenderla como constructora de sentidos en la constitución de proyectos de sociedad desde la multiplicidad de cotidianeidades, de identidades, de imaginarios, de aspiraciones y de exigibilidades. En consecuencia, existe la necesidad de repolitizar la cultura y la comunicación, para que el pro/consumo sea también un espacio de participación en la construcción de proyectos colectivos, superando la exclusión del derecho a expresar la palabra y la exclusión de los pueblos del ejercicio de sus derechos.
Como golondrinas queriendo hacer verano, existen valiosas experiencias de convergencia social/cultural/digital, con actividades de formación, de solidaridad y de cultivo de imaginarios colectivos. Constituyen un punto de partida para la intervención pedagógica en el sentido freiriano de transformar transformándonos y recuperándonos el don de ser humanos desde nuestras mismidades, que nos hacen seres con corazón, con razonamiento y con identidad.
Las redes y los satélites están disponibles para otras formas de apropiación que humanicen sus incalculables ventajas para el desarrollo sostenible. No son poderes omnímodos, son dispositivos técnicos que se dinamizan en el sentido del canto de Fito Páez: “cuando los satélites no alcancen, yo vengo a ofrecer mi corazón”. Es tiempo de reinventar políticas alternativas corazonando la vida, no depende de las tecnologías, ni de los satélites, sino de nosotros mismos y de nuestra capacidad para seguir aprendiendo a vivir como humanos. La Navidad es un buen momento para proponérnoslo.
* Sociólogo y comunicólogo boliviano. Director de la Fundación Latinoamericana Communicare