Aftersun es una película agónica. La sensación se construye en el modo cauteloso en el que se vinculan Sophie y Calum. Padre e hija no viven juntos y son un poco dos desconocidos en ese hotel donde el lujo se convierte en una promesa, en un dato del pasado, en una pretensión inhallable.

Calum es un joven apesadumbrado que intenta disfrutar, conocer un poco más a su hija, darle unos días de felicidad compartida pero está claro que atraviesa por una angustia de la que jamás habla. En esa estadía con Sophie, Calum no tiene interlocutores, es la hija la que descubre el mundo, la que se hace amiga de un grupo de adolescentes, la que logra cierta autonomía en ese All inclusive fallido. 

Calum está en retirada aunque apenas tiene treinta años pero el acierto de la película dirigida por Charlotte Wells es que nada aquí se explica, ninguna situación se cierra, todo lo que ocurre se expresa con esa indeterminación propia de la vida. El punto de vista de la narración cinematográfica es el de Sophie por eso se respira una distancia y la incomprensión de una niña de once años que está descubriendo una realidad que le resulta fascinante, que consigue integrarse a un grupo de chicos más grandes y que está aprendiendo ciertas nociones de independencia, por eso su atención puede irse, desentenderse un poco de su padre. 

Pero en realidad la historia no le pertenece totalmente a la Sophie niña porque quien termina de armar el relato es la Sophie de treinta años a la que, imaginamos como el alter ego de la directora escocesa. La chica ya llegó a la edad que tenía su padre en ese momento y parece dialogar en silencio con la secuencia de esos días, comprender, incluso sentir la angustia de Calum. Aftersun (que puede verse en las salas de cine y el 6 de enero tiene su estreno en la plataforma Mubi) es un film sobre ese aprendizaje, sobre ese legado de independencia que el padre le brinda a una hija. 

Sin decirle nada, sin dar discursos, Calum por momentos la deja sola, le permite sumarse a la aventura de otros jóvenes, le enseña a manejarse, le da algunas informaciones vagas que en la niña han quedado como un recuerdo sutil, como esos rasgos que hacen de una identidad una conjunción de secretos. Aftersun cuenta desde ese afecto que nace del cuerpo y que también está prendado de cierto abandono, de un final que se respira en ellos, en una tristeza que los habita, en el tiempo que pasan juntos cuando los sorprende cierto aburrimiento, en esa voluntad incesante del padre por hacer algo, por encontrar un entretenimiento, una pequeña aventura para que la desolación lo deje un poco en paz, para que Sophie no note, tal vez, esa destrucción que hacia el final de la película presentimos como inevitable.

En la magia de la actuación que es posible gracias a Paul Mescal con esa sensibilidad y esa furia que permanece como una vibración interna y ese encanto, esa inteligencia de Frankie Corio que le da a Sophie una lucidez astuta que no necesita ponerse en palabras para saber que la niña está atenta a cada gesto de su padre, es posible establecer un guión signado por las acciones imperceptibles que sustentan los momentos más definitivos de una vida. El dolor se instala con cierta liviandad sin que la película sea liviana. Los procedimientos que elige Wells intervienen en contraste con las sensaciones que el film expande. Si Calum está en crisis la historia se juega desde el recurso de la mirada. 

Sophie mira a su padre, él la mira a ella, por momentos se graban con las filmadoras de los años 90 y es un poco como si se espiaran y examinaran, como si intentaran descubrirse. Lo insondable que resulta el otro se vuelve más difícil de dilucidar si se trata de un padre y una hija desigualmente jóvenes. Enamorados del sol, de la modorra de una pileta, de las noches de verano entre desconocidos.