Cada vez que Manuel Puig describe su General Villegas natal la ubica perdida en un horizonte lejano de la llanura pampeana, casi fuera del mapa, exiliada del mundo. El único enclave habitable de su ciudad, que repite como mantra, es el cine, refugio en su terruño desértico. “Estaba a 600 kilómetros de Buenos Aires, a 1000 del mar, a 1000 de la montaña de los Andes. Faltó la naturaleza auténtica. Solo había unos cielos muy despejados. El resto había que imaginárselo. Por suerte estaba el cine... Una sola sala daba todos los días una película diferente, yo iba con mamá por lo menos cuatro veces por semana...”, ese testimonio de Puig ahora está grabado en una de las paredes de la sala del Cine Teatro Español de General Villegas, que lleva su nombre desde 2004. Cuenta la historia, que ya huele como un mito, que la primera vez que pisó esa sala, Puig se asustó de la oscuridad y que su padre lo llevó en brazos a la cabina del proyectorista, que estaba iluminada, para que pudiese ver desde allí su primera película: La novia de Frankenstein.
Esa escena sucedió en la segunda mitad de la década del 30, luego de que la Sociedad Española, que había construido ese teatro en 1903, lo modificara por el éxito del cine sonoro, que convocaba a mayor cantidad de público, según recuerda hoy Patricia Bargero, escritora vernácula que fue pionera en recuperar la memoria de Puig en General Villegas.
Que Puig haya recordado haber visto La novia de Frankenstein, una de las experiencias más camp de la historia del cine, es fundamental para entender cómo las películas marcaron su sensibilidad y le dieron la mejor estrategia para enfrentar a un mundo hostil.
En 1971, para la revista Panorama, Ana Basualdo entrevista a Puig luego de que publicara sus dos primeras novelas, La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas, obras superlativas de lo camp, aunque se hable casi exclusivamente de “literatura pop” para referirse a esas novelas. “El gran objeto camp es la cursilería de la clase media argentina. Es enorme. La primera generación de hijos de inmigrantes careció en sus casas de un modelo de conducta e inventó, entonces, un lenguaje y un modo de actuar calcados del cine, la radio o las revistas femeninas. Al proponerse esos modelos -inalcanzables, por irreales- cayeron en una emulación que los deja a mitad de camino. En vez de finos, son cursis. El camp lleva ese mundo cursi a la caricatura, para demostrar que es indestructible”, le dice Puig a Basualdo, develando una estrategia estética de su vida y su obra: sostener el artificio camp para que el mundo no lo destruya. No era sino un destino de Puig inaugurar su obra desde lo camp: las iniciales de su nombre de pluma ya estaba en las dos últimas letras de esa palabra.
Como una tendencia de la cultura homosexual aún undeground, como lo explica Susan Sontag en su célebre y fundante ensayo de los 60, lo camp se sostenía como una complicidad, una manera de enfrentar la mirada moralizante, recuperando géneros menores y desviados, el gusto por la exageración y ciertos artificios híbridos y ambiguos. Como la clase media argentina, la obra de Puig toma el modelo del cine, la radio y las revistas femeninas para convertirlo en guiño marica, un lugar entre los modos adorados del camp para enfrentar al conservadurismo y a la rigidez.
Así Puig disemina en sus textos lo (mari)camp para agigantarlo, para hacerlo polifonía en estructuras que protejan a lo cursi (el cambio estructural en las novelas de Puig es justamente crear esa carcaza que realce y atesore esa sensibilidad). Que Puig haya terminado de escribir La traición de Rita Hayworth en la New York de los 60, la ciudad por excelencia de lo camp revelado por Sontag en esos mismos años, no hace más que confirmar su linaje desviado que sacó a la luz eso bajo que la literatura no quería nombrar.
Fue difìcil para General Villegas entender que la caricatura que hacía Puig en sus dos novelas situadas en la ciudad, degradada con el nombre de Coronel Vallejos, no era una forma destructiva sino un electrocardiograma que perpetúa con devoción su pulso de melodrama folletinesco. Pero finalmente lo entendió y este año, en el 90 aniversario del nacimiento del escritor villeguense, hubo un festival llamado Querido Manuel, que se hizo en un espacio cultural recién inaugurado donde se recreó su biografía en un espectáculo de teatro-danza llamado Mundo Puig y que culminó con una representación de la obra teatral El beso de la mujer araña.
Pioneras como Patricia Bargero, que cimentaron por décadas la valoración de Puig en su ciudad natal, ahora ven los frutos de sus esfuerzos extendidos en una población que históricamente lo ignoraba o lo rechazó. En la ruta, un cartel caricaturiza la ciudad en un dibujo enmarcado con las frases “Disfrutá Villegas. La ciudad de Manuel Puig”. Y desde 2021se inauguró un Circuito Puig, en el que en poco más de dos manzanas a la redonda, se señalan nueve lugares de General Villegas que forman parte de la biografía y la obra de Puig: las casas donde vivió, la tienda Barato Argentino nombrada en Boquitas pintadas y, entre otros sitios, la Escuela Nª 1, que está en la misma manzana iluminista que el Cine Teatro Español, todavía en actividad.
Allí aún hay posibilidades de que alguien aprenda la lección al entrar a la sala Manuel Puig cuando se apagan las luces de una nueva función, sienta ese mismo miedo ancestral a la oscuridad y se le pongan los pelos de punta como a la novia de Frankenstein. Y así General Villegas volverá a vibrar con esa sensibilidad camp que ilumina un paisaje en relieve en la llanura de la Provincia de Buenos Aires.